Opinión
Ver día anteriorDomingo 25 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

El fugitivo

A

ñorve era un tipo raro en cuanto a su físico y a su modo de ser. Su aspecto resultaba en exceso alargado y su carácter voluble más allá de lo que puede esperarse en una persona. Sin explicación ni motivo pasaba de la charla animada al mutismo, de la conversación amistosa a los términos agresivos, de la serenidad a la inquietud que lo hacía sentirse asfixiado en todas partes.

En esos periodos se encontraba incómodo lo mismo en su casa que ya no era suya (se la había vendido a su prima Tula a buen precio y bajo la condición de que le permitiera quedarse en calidad de huésped alojado en el mismo cuarto en donde había crecido con su hermano Omar), que en el hospital (donde era reconocido como excelente médico y de allí el privilegio de que pudiera retomar su puesto tras alguna de sus desapariciones); en las salas domésticas adonde era invitado (y en las que sus palabras eran escuchadas con un interés próximo a la devoción).

Parecía satisfecho de llevar una vida útil y armoniosa y sin embargo, sin que mediara motivo, de un momento a otro Añorve encontraba inhabitable el pueblo. Su pequeño zócalo, sus calles angostas lo oprimían como si se tratara de prendas de vestir que se hubieran encogido mientras él seguía alargándose y volviéndose más y más anguloso.

En cuanto a sus conocidos de siempre, hacia quienes experimentaba indudable afecto, de la noche a la mañana le parecían seres insulsos, mezquinos, planos. Añorve lo decía sin miramientos ante sus colegas, sus amigos, sus contertulios de la cantina. Entre ellos, alguno se atrevía a decirle: Si no estás a gusto aquí ¿qué esperas para irte? Añorve podía hacerlo sin que nadie de su familia lo lamentara porque toda estaba en el cementerio. Sus miembros habían llegado a ocupar sus fosas a un ritmo que respetaba la lógica del tiempo: primero fallecieron sus abuelos, luego sus padres y al fin su hermano Omar, tres años mayor que él.

II

Los primeros indicios de que Añorve estaba a punto de abandonar el pueblo eran el quebrantamiento de sus horarios, el desinterés hacia su trabajo y luego el abandono del hospital. Las horas que antes pasaba en su consultorio las invertía caminando sin rumbo o en la cantina donde gastaba el tiempo entre conversaciones insulsas, las risotadas de los borrachos y el rumor de las bolas de billar.

En medio del barullo, Añorve, ya ebrio, se emocionaba recordando las aventuras infantiles con su hermano Omar, lo mucho que aún lo quería y la tristeza de no haber logrado devolverle la salud. A pesar de todos sus conocimientos y el celo con que los aplicó para salvarlo, tuvo que resignarse a verlo consumirse hasta morir sin alcanzar su sueño de conocer el mundo.

Acentuada por el alcohol, la conciencia de la pérdida fraternal lo hacía llorar, interrogarse, preguntarles a todos por qué si había sido capaz de curar a tantos enfermos no lo había logrado con una persona tan querida como su hermano. Por respuesta recibía una palmada en el hombro, la invitación a beber otra copa o la frase que El Diablo, el cantinero, murmuraba siempre, viniera o no a cuento, y sin abandonar el lienzo con que pulía obsesivamente la barra: Son misterios de la vida.

Esa respuesta lo desesperaba y fortalecía su necesidad de huir a cualquier sitio lejos de ese pueblo en donde nadie era capaz de explicarle un hecho algo remoto que además de seguir provocándole culpa y tristeza lo martirizaba a todas horas devolviéndole imágenes de Omar delirante, atemorizado, agónico. Era como si su hermano, desde donde estuviera, se hubiese propuesto obligarlo a que abandonara el pueblo empezando por la casa que ya no era suya, el hospital, las calles angostas, la cantina en donde la única voz lúcida era la de El Diablo: Misterios de la vida.

III

La primera en saber que Añorve estaba decidido a irse del pueblo era Tula, quien en cambio nunca pudo lograr que él le dijera adónde iba. Protegido por el silencio arrojaba en su maleta sus pocos libros y alguna ropa. Tula le prometía guardarle el resto de sus pertenencias y Añorve le ordenaba que lo regalara todo porque esta vez no volvería.

Tula confiaba en que no fuera así. En otras ocasiones él le había dicho lo mismo y, sin embargo, al cabo de algunos meses reaparecía sin dar explicaciones. Como si hubiera adivinado los pensamientos de Tula, él aseguró que se iba para siempre. Lo reiteró con un breve adiós en el momento en que abordó su coche y se fue rumbo a la carretera sin tener claro hacia dónde se dirigía pero con la certeza de que esta vez no iba a volver. Lo juró en varias ocasiones mientras en el espejo retrovisor las calles y la gente de su pueblo se empequeñecían y también se alejaban de él.

IV

La ausencia de Añorve se prolongó más que nunca. Sus antiguos colegas y amigos acabaron por aceptar que lo habían perdido en definitiva. Para llenar su ausencia en el cuarto de su casa que ya no era suya, en el hospital, en las salas domésticas, en la cantina y en el resto de los sitios que frecuentaba el médico, siempre había alguien que recordara su excelencia profesional, su conversación, su brillantez. Al fin todos terminaban tratando de explicarse la compulsión de Añorve por huir. La respuesta, al menos en la cantina, se oía en la voz de El Diablo: Misterios de la vida.

Esas evocaciones constantes volvieron a Añorve más presente que nunca, tal vez por eso el día en que él regresó inesperadamente al pueblo todos lo trataron con la calidez habitual y como si él jamás se hubiera ido. Esa familiaridad contribuyó a que Añorve se reconciliara con todo aquello de lo que había escapado: el pueblo con sus calles angostas y su quiosco diminuto le pareció fascinante, en la casa que ya no era suya se sintió más dueño y más acompañado por el recuerdo de Omar niño. Regresó al hospital con ánimos renovadores y descubrió estímulos poderosos en las salas domésticas adonde lo invitaban.

Pasados algunos meses, sin explicación ni razones aparentes, la vida armoniosa de Añorve se fracturó. Nuevamente se apoderaron de él la sensación de asfixia y hartazgo. Abandonó el hospital. Hizo de la cantina su refugio. En medio de la ebriedad se preguntó otra vez por qué no había logrado devolverle la salud a su hermano y postergar su muerte. Obtuvo las respuestas de siempre: la palmada en el hombro, la invitación a seguir bebiendo y la voz de El Diablo: Misterios de la vida.

Ante esa vaguedad, la incógnita acerca de su hermano se hizo más profunda, lo perseguía, lo torturaba con mayor saña que otras veces. Temió enloquecer y decidió huir. Lo consiguió, sólo que aquella vez Añorve en verdad no volvió: está en el cementerio junto a Omar.