Opinión
Ver día anteriorViernes 9 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Huracán neoyorquino de poesía
“D

ebajo de las multiplicaciones (…) hay una gota de sangre de pato. Deba-jo de las divisiones (…) hay una gota de sangre de marinero. Debajo de las sumas, un río de sangre tierna; un río que viene cantando por los dormitorios de los arrabales, y es plata, cemento o brisa en el alba mentida de Nueva York. Existen las montañas, lo sé. Y los anteojos para la sabiduría, lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo. He venido para ver la turbia sangre, la sangre que lleva las máquinas a las cataratas y el espíritu a la lengua de la cobra (…)

“Todos los días se matan en Nueva York cuatro millones de patos, cinco millones de cerdos, dos mil palomas para el gusto de los agonizantes, un millón de vacas, un millón de corderos y dos millones de gallos que dejan los cielos hechos añicos (…) Más vale sollozar afilando la navaja o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías que resistir en la madrugada los interminables trenes de leche, los interminables trenes de sangre, y los trenes de rosas maniatadas por los comerciantes de perfumes… Los patos y las palomas y los cerdos y los corderos ponen sus gotas de sangre debajo de las multiplicaciones; y los terribles alaridos de las vacas estrujadas llenan de dolor el valle donde el Hudson se emborracha con aceite (…)

“Yo denuncio a toda la gente que ignora la otra mitad, la mitad irredimible que levanta sus montes de cemento donde laten los corazones de los animalitos que se olvidan y donde caeremos todos en la última fiesta de los taladros (…) Os escupo en la cara. La otra mitad me escucha devorando, cantando, volando en su pureza como los niños en las porterías que llevan frágiles palitos a los huecos donde se oxidan las antenas de los insectos… No es el infierno, es la calle. No es la muerte, es la tienda de frutas (…)

“Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles en la patita de ese gato quebrada por el automóvil, y yo oigo el canto de la lombriz en el corazón de muchas niñas. Óxido, fermento, tierra estremecida (...) Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina. ¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes? ¿Ordenar los amores que luego son fotografías, que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre? No, no; yo denuncio, yo denuncio la conjura de estas desiertas oficinas que no radian las agonías, que borran los programas de la selva, y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas cuando sus gritos llenan el valle donde el Hudson se emborracha con aceite.

Nada más poético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre. Nieves, lluvias y nieblas subrayan, mojan, tapan las inmensas torres, pero éstas, ciegas a todo juego, expresan su intención fría enemiga de misterio y cortan los cabellos a la lluvia, o hacen visibles sus tres mil espadas a través del cisne suave de la niebla (ídem).

Las palabras del poeta Ovidio que hablan de caos y metamorfosis sirven a Juan Manuel Silva. La naturaleza humana y lo insólito para abordar el cambio y el desorden como dos conceptos centrales en relación con el tema del desastre. Suceso que se presenta repentinamente causado por fuerzas naturales y humanas, cuyos efectos son esencialmente graves por el daño que provocan: pérdidas humanas, materiales y culturales que causan a las personas gran dolor y angustia, como los huracanes (esta semana el de Nueva York), las erupciones volcánicas, las inundaciones, las explosiones, los temblores, los accidentes nucleares, los incendios, los accidentes en medios de transporte; epidemias, guerras, actos terroristas e incluso los asaltos, la violencia y la guerra del narco que vive México.

La razón, en casos extraordinarios, nos enseña a darnos cuenta, cuando ella lo advierte, de que era posible que sucedería lo que no creíamos que pudiera suceder. La seguridad proviene de que pensamos que pocas cosas imprevistas pueden suceder.

Es decir, la razón no procedió sensatamente y operó como si no existiera. La sensatez no se nutre de la experiencia, pues se adelanta a ella, reflexiona Juan Manuel Silva.

¿Pero, por qué lo insólito, lo desacostumbrado, incrementa el miedo a la muerte?

Porque lo insólito provoca actos desacostumbrados. Lo sólito se juega con lo insólito. El hombre –animal de costumbres– sólo hace lo desacostumbrado al requerir un nuevo uso como sucede con los hechos insólitos.

Para Antonin Artaud –el hombre teatro– lo insólito implica el nacimiento del teatro; los hombres al igual que los actores desempeñan papeles nuevos, inéditos y se cubren con máscaras imprevistas y hasta contradictorias con sus papeles previos. Máscaras que son sustituidas por otras máscaras cuando lo insólito disuelve esas máscaras que en lo cotidiano constituyen eso que llamamos yo o persona.

Todo esto lleva a pensar que en lo insólito los desastres dan lugar a cambios extraordinarios en la forma de relacionarnos con nosotros mismos o los otros, la naturaleza y la divinidad; y por tanto, ser distintos.

¿No existirá la posibilidad de que las neurosis traumáticas como secuela lógica de las pérdidas de los más necesitados puedan ser elaboradas con una nueva forma de ser y no cual es nuestro signo, con el lamento, la resignación y nuevas pérdidas?

Dice el poeta:

¿Es que acaso se vive de
verdad en la tierra?
¡No por siempre en la tierra
sólo, breve tiempo aquí!
Aunque sea jade: también se
quiebra
aunque sea oro, también se
hiende
y aun el plumaje del quetzal
se desgarra
¡No por siempre en la tierra
Sólo breve tiempo aquí!