Opinión
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Nosotros ya no somos los mismos

Un relato sobre Graco

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Graco Ramírez, gobernador de MorelosFoto María Luisa Severiano
O

frecí un relato sobre el gobernador de Morelos y aquí lo tienen. Seguramente ocurrió en 1973, pues ese año se realizó la Reunión de Intercambio y Consulta, que trajo como consecuencia la fundación del Partido Socialista de los Trabajadores, en 1975, y su registro en 1979.

Graco formó parte del grupo de jóvenes dirigentes de ese partido (cuyo nombre seguramente era un seudónimo para despistar: ¿socialistas, trabajadores?) que fue recibido en la residencia oficial de Los Pinos por el en ese entonces usufructuario de dicho inmueble, Luis Echeverría. Como diría la más liberal de las abuelitas, Graco no andaba en buenas compañías. Para decirlo claramente: a estos jóvenes ni Frank Raffaele Nitto (Frank Nitti para los cuates) ni el capitán Garfio se hubieran atrevido a pedirles cartas de recomendación para incorporarlos a sus huestes. La audiencia (acto en que la autoridad escucha a quien acude a ella) se desarrollaba conforme a lo previamente acordado: solicitud de autorización o franquicia para operar, definición de trancas insaltables, juramento de lealtad institucional y, por supuesto, aprobación de prebendas y recompensas a que se hace merecedora toda oposición constructiva. Al final, el presidente les preguntó con cuál de sus cercanos colaboradores tenían mayor confianza para que fungiera como contacto directo entre este naciente y aguerrido komsomol autóctono y el Ejecutivo nacional. Sin embargo, de inmediato aclaró: bueno, esta función legalmente le corresponde al señor secretario de Gobernación. Con todo respeto, señor presidente –le interrumpió Graco–, pero si podemos escoger, preferimos a cualquiera que no sea el licenciado Moya Palencia, porque de todos sus colaboradores es el que menos comparte sus convicciones, ni su ideología nacionalista. Hace unos días dijo que su apoyo al derrocado gobierno del presidente Allende estaba causando grave inestabilidad y división en el país. Que los poderosos capitales de Nuevo León, en el entierro de Garza Sada, habían ya marcado el límite. Por eso, nuestra obligación es deschilenizar al presidente.

Don Luis se petrificó (es decir, permaneció normal), y con su mirada de rayo láser perforando cerebros contestó: ¡Esa es una mentira! El licenciado Moya comparte plenamente los principios de mi gobierno. Él es uno de mis colaboradores de mayor confianza. ¿De dónde saca usted eso? Graco balbuceó: pregúntele a Ortiz Tejeda, a él se lo dijo. Son malos entendidos y rumores a los que voy a poner fin de inmediato. Seguiremos en contacto. La reunión piró.

Pese a que el joven Graco no fue precisamente discreto, su versión, porque era cierta, hube de confirmarla plenamente poco tiempo después. Moya Palencia y Rodolfo Echeverría Álvarez hicieron todo lo posible por secuestrar el documento fílmico Contra la razón y por la fuerza, que recogía el dolor y la heroicidad del pueblo chileno durante aquel trágico septiembre de 1973. No pudieron. “Mario –le pregunté durante una discusión–, lo que no logró Pinochet, ¿piensas que podrás conseguirlo tú?”

Gracias al apoyo de la señora María Esther Zuno, la película pudo estar presente en la Quincena de los Realizadores de Cannes, en los festivales de Berlín, Oberhausen y Munich, Alemania; Cracovia, Polonia; Grenoble, Francia; Moscú, URSS; Museo de Arte Moderno de Nueva York, y muchísimos lugares más. Al regreso, cargada de premios y reconocimientos, como La Paloma de Oro de la Paz y el primer premio de la Crítica Francesa, el Ariel y la Diosa de Plata resultaron inevitables, gracias a Monsi, Pérez Turrent, Cuevas, Nancy Cárdenas y la Peque Vicenz.

La venganza no se hizo esperar. Pese a que la película la aprovechó el Banco Cinematográfico como carta de presentación ante cinematografías y gobiernos extranjeros, el costo absoluto de toda la producción se cargó a mi cuenta. La medida menguó mi ingesta sólida y líquida durante mucho tiempo, pero me permite ahora un pequeño lujo: toda persona que desee tener una copia de este documento, así como del discurso del presidente Allende en la Universidad de Guadalajara, tan sólo tiene que hacerme llegar un DVD virgen (juro que DVD vírgenes sí los hay), y yo se los quemaré con estas películas y le otorgaré la autorización para hacer todas las copias que quiera. Única restricción: no darles uso comercial.

Casi desde el día siguiente de la llegada a Chile comencé, con asombro y desconfianza, a notar que tanto los milicos como los carabineros tenían para nosotros ciertas deferencias que no lograba explicarme. Fue hasta la entrevista con Wendy Robertson, Miss Chile, que me enteré de que el canal 13 de ese país pertenecía a la Universidad Católica, pero que ya en ese momento estaba en manos de los golpistas. El logo que llevaba grabada nuestra única cámara decía precisamente: Canal 13. Con razón conseguimos el acceso a un lugar prohibidísimo: la casa particular del compañero Allende, en la plaza Martin Luther King, totalmente destruida por el bombardeo y la metralla. La guardia, confundida, nos franqueó la entrada. Allí experimenté un impacto emocional y también físico, de los que permanecen con uno para siempre y que, cuando los revivimos, aún nos acogotan y estremecen. Entramos a la oficina privada del presidente Allende; el soldadito que nos acompañaba, con la punta de su rifle, removía los escombros. Entre esas ruinas aparecieron unos marcos de madera que yacían boca abajo. Al darles vuelta contemplé, azorado, los rostros de dos de los nuestros: el de Benito Juárez y el de Lázaro Cárdenas. Eran las imágenes de los hombres que el compañero presidente consideraba señeras, es decir, extraordinarias, ilustres, que sirven de guía y seña a los demás. Por eso las tenía cerca, en la intimidad de su espacio de reflexión y trabajo. Sentí que me faltaban fuerzas para sostenerme y que el aire no me era suficiente. No articulé palabra, no podía. Pensé en pedirle al joven milico que me permitiera conservarlas, pero tuve el temor de despertar alguna sospecha. Me limité a filmarlas y llorón, como soy, intenté fingir que lagrimeaba por un estornudo. Igual me sucedió durante el entierro de Neruda. En el momento de bajar el ataúd, yo sentía unas ganas irrefrenables de gritar, allí, la gratitud de todos los jóvenes latinoamericanos que alguna vez realizamos un hermoso sueño al conjuro de palabras mágicas, cuya autoría solíamos adjudicarnos. Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas, el que cuaja los trigos o Me gustas cuando callas o Desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste como yo nos mira o Aquí te dejo con la luz de enero el corazón de Cuba liberada. Y no olvides, Siqueiros, que te espero en mi patria volcánica y nevada. He visto tu pintura encarcelada que es como encarcelar la llamarada. Y me duele al partir el desafuero: México está contigo prisionero. Pero mi muy explicable arrebato seguramente habría arriesgado la posibilidad de dar a conocer al mundo la verdad de lo que acontecía en Chile. No tenía derecho. Por esta vez venció la convicción de que ser un simple, pero veraz testigo, vale más que ser un protagonista de ocasión. Renuncié a un minuto de máxima satisfacción íntima, a 60 segundos de pequeña historia personal, de esa con la que todos soñamos. Lo que hubiera dicho allí nadie ahora lo recordaría. El testimonio de lo que dijeron los chilenos sirvió en el juicio contra Pinochet y sigue formando parte de la Historia, ésta sí, con mayúscula.

El escasísimo material fílmico lo conseguí gracias a que los whiskys me hermanaron con Carlos Velazco, ejecutivo de la Kodak, que creyó más en mi emoción y mi palabra que en mi firma, y me fió algunos pies de película 16mm no reversible. Tan le pagué, que no he vuelto a saber de él. En cambio nadie se atrevía a soltarme una cámara. José Luis Peral (mi maestro de cocina, español y gay) me llevó con un director de no sé qué del Canal 13, todavía gubernamental. Tardé menos de un minuto en decirle: vengo a darle la oportunidad de un nuevo embate contra el fascismo que destruyó a su patria y a los suyos. Ayudémonos para librar otra batalla en esta guerra que nunca termina. No me dirijo al productor, al funcionario, al creativo exitoso. Pido la solidaridad del joven soldado defensor de la República (ahora me doy cuenta de que abusé de la sensibilidad de alguien que siempre se había mantenido fiel a su pasado). En segundos, su mirada me hizo ver que mente y corazón, de golpe, viajaban cuatro décadas atrás, a la flor más roja del viento. Un telefonema y tenía yo, sin recibos, contratos, seguros, la modesta camarita que en manos de un tipo fuera de serie: Alexis Grivas, grabó el dolor y la dignidad del pueblo chileno. Nunca en vida pude honrar suficiente a Luis de Llano Pálmer; lo hago ahora, para orgullo de sus hijos.

Ya encarrerado, pregunto: ¿puede existir hombre, mujer o quimera, que después de ver Los Caifanes no siga enamorado de la bellísima Paloma?

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