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El precio de la codicia
T

u pérdida es mi ganancia. Esta frase, posible lema del neoliberalismo salvaje que hoy impone sus reglas a escala mundial, la pronuncia John Tuld (Jeremy Irons), alto ejecutivo de un banco de inversiones neoyorquino, al señalar que ante la inocultable quiebra de la empresa y el inminente fraude masivo a sus clientes, lo que importa es arrebatar lo que se pueda, sin escrúpulos ni dilaciones, dejando el navío a la deriva en espera de mejores condiciones.

El precio de la codicia (Margin call), primer largometraje de J.C. Chandor, documentalista interesado en recrear en la pantalla el drama que vivió de cerca durante la crisis de mercados de 2008, con su padre como veterano empleado en Merril Lynch, prestigiada empresa de inversiones financieras.

El guión de la cinta, autoría del propio Chandlor, tiene una precisión de relojería y poco parece envidiar a las maquinaciones cerebrales de David Mamet en su obra teatral Glengarry Glen Rose (en cine, Éxito a cualquier precio, James Foley, 1992), y su ácida radiografía del poder económico y sus efectos corruptores.

Lo que el joven director propone es un thriller financiero entre cuatro paredes en lo alto de un rascacielos de Manhattan. Su primera secuencia, brutal, exhibe un drástico recorte de personal que deja en la empresa a una elite de analistas de riesgos, más jóvenes y dinámicos, y potencialmente inescrupulosos, que habrán de incrementar los beneficios de la empresa.

Entre los despedidos figura el veterano Eric Dale (Stanley Tucci), quien al salir deja a un colega joven un informe reservado sobre la catástrofe financiera que se avecina en los mercados y que coloca a la empresa en una situación de insolvencia y quiebra inevitable. Lo que sigue es una reunión de urgencia, en plena madrugada, de altos ejecutivos y empleados de confianza, para diseñar una precipitada estrategia de control de daños.

La trama a puerta cerrada es fascinante si el espectador tiene la paciencia de involucrarse en los pormenores de la crisis financiera que hunde aceleradamente a la empresa, pormenores que, por lo demás, los propios protagonistas confiesan entender a medias en sus tecnicismos económicos.

Esto último importa poco. Lo que Chandor observa y señala de modo incisivo es la actitud moral de los personajes involucrados. Hay el cínico desenfado del ejecutivo mayor John Tuld, quien luego de aterrizar en helicóptero privado, pide a un brillante joven tecnócrata el resumen de la catástrofe inminente (En lenguaje claro y muy directo, como si fuera un niño o un perro. Después de todo, no es la inteligencia lo que me hizo llegar hasta donde estoy), y también los escrúpulos del ejecutivo Sam Rogers (formidable Kevin Spacey), consciente de que salvar el empleo es hundirse en el descrédito moral avalando el fraude masivo a clientes incautos, y creyendo que luego de una estafa semejante el sistema financiero perderá margen de maniobra, cuando en realidad sucede todo lo contrario.

El neoliberalismo aplanadora de John Tuld no sólo sobrevive a la crisis, sino que precisa de ella para retroalimentarse periódicamente. En pocas películas se habla de modo tan obsesivo de la acumulación de salarios estratosféricos y del frenesí de gastar dinero y dilapidar bienes propios y ajenos. Un ejecutivo joven presume ingresos anuales por un cuarto de millón de dólares; su jefe inmediato eleva 10 veces más dicho monto, mientras el ejecutivo en la cúspide coloca la cifra en una cantidad ya inverosímil.

Ellos son la élite de triunfadores sólo momentáneamente en crisis: el uno por ciento privilegiado del que hablan el movimiento Ocupa Wall Street y el premio Nobel Joseph Stieglitz (El precio de la desigualdad, Ed. Taurus, Madrid, 2012), al señalar la suerte de 99 por ciento de una población desfavorecida.

La lógica de los ejecutivos reunidos en lo alto del rascacielos, y que consideran con desdén un tanto compasivo al resto de los humanos (No saben ni siquiera lo que se avecina), es sortear con daños controlados la crisis que por un tiempo derrumbará a los mercados, vulnerando al grueso de la población, y regresar después, con ánimos reactivados, a mantener vigente el dogma neoliberal.

Esta lógica y sus efectos devastadores los ilustra de modo elocuente el documental Dinero sucio (Inside job, Charles Ferguson, 2010), complemento ideal de la cinta de Chandor. Algo notable en El precio de la codicia es su sobriedad narrativa, de fuerte inspiración teatral, con sus atmósferas de encierro y el suspenso que genera una trama en apariencia árida y fría.

El estudio de los personajes es también sobresaliente, muy alejado de las tintas cargadas de un Oliver Stone en El poder y la avaricia/Wall Street, 1987. Baste señalar el desamparo moral de Kevin Spacey frente a su mascota agonizante como última señal de una sensibilidad lastrada, para calibrar la fineza y el vigor dramático de lo que hoy propone el joven realizador estadunidense.