Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 30 de septiembre de 2012 Num: 917

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Borges se copia
Rodolfo Alonso

Tres cuartas partes
José Ángel Leyva

Entre la ficción, el
set y el escenario

Ricardo Yáñez entrevista
con Dulce María González

Imitar e inventar
Vilma Fuentes

Bradbury por siempre
Ricardo Guzmán Wolffer

Crónicas marcianas o un adiós a Bradbury
Marco Antonio Campos

Jorge Ibargüengoitia: una amenidad sin amenazas
Enrique Héctor González

Leer

Columnas:
Galería
Saúl Toledo Ramos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Perfiles
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Imitar e inventar


Roland Topor, ilustración tomada del libro
Les combles parisiens

Vilma Fuentes

Hace alrededor de treinta años, Fernando Benítez publicó en Sábado, suplemento cultural bajo su dirección, una entrevista que hice a Roland Topor. Irónico y brillante como era de costumbre en sus réplicas, este peculiar satirista se mostró, en esa ocasión, agudo observador, y no sólo de su tiempo, sino también del Tiempo. Cuando le pregunté si prefería ser escritor o dibujante, miró un momento sus manos antes de mirarme, en silencio, durante varios segundos. “Caricaturista”, me dijo soltando una de sus proverbiales y angustiantes carcajadas. Ante el desconcierto que debe haberse reflejado en mi cara, agregó: “Dibujante, pintor. Ver otra cosa que mi ombligo. Un dibujante debe mirar la curva de una cadera, el color de una nube. No importa que su pintura sea abstracta.”

En el laconismo de sus frases quedaba implícita su feroz crítica a toda una “literatura” que arranca de los malos lectores de Proust, cuando de casualidad los aspirantes a ver sus nombres impresos en una portada se asoman a los volúmenes que forman En busca del tiempo perdido, curiosos de una información más amplia que lo que se llamó acertadamente “la cultura de rebote”: esa peculiar virtud que consiste en conocer un libro gracias a una plática, sin darse el solitario gozo de la lectura, género de placer que prefiere dejarse a los onanistas. Extraño ejercicio literario que pretende universal la estrecha rumiación con que se regodea el inmortal escritor a partir de graves especulaciones sobre su ombligo. Epidemia literaria que el nouveau roman agrava.

Dos ideas falsas circulan alrededor de la obra de Marcel Proust: la que da a la famosa madeleine, panecillo saboreado por el narrador, una dimensión puramente nostálgica; y la que supone su obra como una digresión inagotable sobre sí mismo, fuera de la realidad y del tiempo.

Nada más real, y realista, nada menos situado fuera del paso incesante y monstruoso del tiempo, que los personajes de Marcel Proust. Hace algunos años, durante un programa de France Culture, Jacques Bellefroid se permitió afirmar que los personajes de Proust poseían más realidad que Françoise Sagan y otras personas en apariencia reales. Los críticos y expertos literarios que lo entrevistaron no pudieron comprender lo que sin duda Sagan hubiese comprendido, esta escritora que, sin falsa modestia, declaró que nunca podría escribir como Proust, y escribió ella misma su epitafio: “Sagan, Françoise. Hizo su aparición en 1954, con una corta novela, Bonjour tristesse, que causó un escándalo mundial. Su desaparición, después de una vida y una obra igualmente agradables y truncadas, no fue un escándalo más que para ella.” Quien es capaz de escribir tal oración fúnebre para sí misma comprendió, no cabe duda, que Oriana de Guermantes, Charlus, Swann, Odette o Madame Verdurin tienen más espesor que muchas de las personas con quienes nos cruzamos a diario,y son más reales que la gente real, acaso precisamente porque son imaginarias.

Es imposible concebir la construcción de personajes, sus actos y sus vidas, situados en una época precisa, los cuales viven en tal calle, cuelgan en los muros de sus casas telas pintadas por artistas, a veces imaginarios, comen espárragos, tan diuréticos, sin pensar en Proust como lo contrario absoluto de un escritor de su ombligo. Observador incesante y minucioso del otro, de los otros, olvidada su persona como no sea para servirse de ella a la manera de un tamiz donde quedan los restos no digestibles por literarios. “Y el resto no es más que literatura”, dirá Paul Verlaine.

Es necesario comprender la separación que existe entre la realidad, lo que llamamos lo real, y la verdad, lo que llamamos lo verdadero. Lo real no es lo verdadero, lo verdadero no es lo real. Si existen libros, poemas, novelas, obras pintadas o esculpidas, es porque se nos propone la tarea de hacer aparecer lo verdadero más allá de lo real. Esencia que sólo puede arrancarse a lo real cuando se le mira a través del tiempo y en el tiempo. Proust se adelanta a sus críticos cuando escribe que habrá quienes dirán que miró con un microscopio, cuando observó con un telescopio personas y personajes cargados con todo el peso del tiempo.

Esos largos años que Proust pasó mirándolos, suprimiendo su persona, para ponerse en el lugar del otro, distinto y único, como es cada ser. De ahí su capacidad para imitar. ¿No fueron célebres las imitaciones que, durante su época “mundana”, hacía de amigos y conocidos? ¿Alguien que no observa con detenimiento, y amor al prójimo, podría imitar esa otredad fuera de su yo? A partir de esa impregnación de la esencia del otro, el imitador puede imaginar situaciones inéditas que el imitado no ha vivido pero podría vivir. De esa impregnación de la ronquera de una voz, la rapidez de un gesto, la tristeza de una sonrisa nace el prototipo ideal de una duquesa que recita a Hugo con la voz de su terruño, la marchanta que ofrece sus frutas con un canto, el gesto elegante con que un miembro del Jockey Club maneja su bastón. Prototipos que, por la alquimia de la creación, son seres únicos, personas vivas.

Proust lleva la imitación más allá de sus límites, y ese es su genio, inimitable. No sólo construye personajes imaginarios más reales que los reales. Hará de los hermanos Goncourt, escritores reales, los escritores imaginarios cuyo Diario apócrifo lee el narrador, lectura que, al darle otra perspectiva de sus personajes, lo hace pensar que equivocó su visión. Personajes imaginarios que se vuelven reales bajo la pluma de los imaginarios Goncourt. Juego peligroso donde lo real es imaginario y lo imaginario real antes de reconvertirse descompuesto por el prisma luminoso de la creación.

Con su pastiche de los Goncourt, juego donde la irrisión gana, Proust se burla de estos escritores y de él. Sabe que sólo le queda morir: el tiempo recobrado es una visión aterradora. Espectáculo del Tiempo. Decadencia, naufragio. No quedará nada. Acaso unas páginas. Por impotente que sea, la escritura es menos perecedera que nosotros. Triste consuelo, pero consuelo al fin. ¿Imaginario o real?