Opinión
Ver día anteriorLunes 24 de septiembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Opio del pueblo
M

uchos años pensé, con Roxy Music y Álex Lora, que la droga más cabrona era el amor. Me equivocaba. La droga más gruesa del mundo sigue siendo la religión. Hay que ver cómo pone a la gente de cualquier civilización contemporánea. ¿Cuál les gusta? ¿La de los fascistas ortodoxos que patrullan sus iglesias, hostiles, allá donde encarcelan a las Pussy Riot (Rebelión de Coños) por pedirle a dios, a su modo, que les quite de encima al tirano Putin? ¿La de Matt Romney, que como buen mormón piensa que dios está en el oro, y por extensión en el dinero, y que eso y un puritanismo autoritario e hipócrita justifican cualquier acción contra quienes piensan distinto? ¿El premier Netanyahu enseñando los dientes nucleares para amenazar al Enemigo haya de ser como haya de ser, mientras practica la atávica Ley del Talión y permite la invasión ilegal del territorio palestino por parte de ultras judíos (usualmente rusos) que porque dios dice que son sus tierras? ¿O la mayoría budista de Myanmar, monjes a la cabeza, demandando en grandes manifestaciones y con la simpatía del presidente Thein Sein la expulsión de la minoría musulmana rohingya, o reubicarla en campos de concentración? ¿Cuántas masacres (aprendidas del encomendero) de evangélicos por católicos tradicionales indígenas hubo en Chiapas? ¿Cuántas de católicos y disidentes por ciertos evangélicos proclives a paramiliarizarse en Guatemala, Colombia, México?

Pero no. La culpa de todo está en los otros, esa mitad de la tragedia humana de creer que se identifica con el Islam que el dichoso Occidente tan mal comprende y tan poco se interesa en comprender. Y, noticia: no sólo árabes. Prevalece en Nigeria, Mali, Sudán, Pakistán o en lugares excéntricos como Indonesia o Chechenia. Iraníes y somalíes tampoco son árabes. Ni los escasos musulmanes chamulas de inspiración ibérica. Ni los lakota y afroamericanos que siguen el Corán en Estados Unidos. No entendemos que esa vastedad que surca África y Asia es quizás la de mayor dificultad para cultivar, beber, trabajar, sobrevivir sin además volar por los aires. A diversas religiones les da por el martirologio, pero la más martirizada es el Islam; no debería extrañar que conceda tal prestigio a sus mártires.

Y con perdón de los bienpensantes, el antisemitismo en Europa hoy es menor que el extendido antislamismo, de Francia a los desdichados Balcanes. Además del hecho que los judíos forman parte de la civilización occidental, y que los líderes de esta parte del mundo coinciden con Samuel Huntington en lo del inexorable choque de civilizaciones, y que dios agarre confesados a los infieles. Como dijo Mumia Abu Jamal, la bomba atómica nunca ha caído ni caerá sobre cristianos. Al menos es el plan de Occidente. Aquí las iglesias, del Vaticano a la cienciología, son excelente negocio; su dios y sus modos se pretenden los únicos legítimos.

Hacen falta imbéciles como el matón de Noruega o el cineasta payaso que considera el Islam un cáncer (pero en Youtube) para encender mechas que, pum, derriban torres gemelas. ¿Tenemos idea de cuánta humillación, cuánto sufrimiento, cuánta desesperación hay detrás de aquello que los ayatolas con sus fatuas y los vivales delirantes tipo Bin Laden aprovechan para sus propios fines?

Acusamos a los islamistas de sólo saber de dictaduras y teocracias, discriminar a las mujeres (siquiera no las violan y desaparecen regularmente como en Bosnia, Congo y Toluca) o ser millonarios de clóset sentados sobre un tesoro de petróleo. Desde la derrota del imperio otomano Occidente no ha dejado en paz a los árabes. Ni a los africanos, vietnamitas, egipcios, aborígenes australianos o americanos. Si siguiéramos a John Lennon (dios es el concepto con que medimos nuestro dolor) al menos comprenderíamos cuánto sufrimiento hay ahí donde los pueblos abrazan el Islam de tantas maneras, por lo regular no violentas. Un universo humano donde no reina nunca la igualdad porque así conviene a sus jeques y a los imperios, inversionistas y ejércitos. Olvídense de Tahrir, las primaveras no se hicieron para ellos.

Ningún invento humano (ni la bomba atómica, ni los siete jinetes de Monsanto) es tan peligroso como la pugna de las creencias. Hay que ver las cosas que creen un moonie, un mormón, un salafista o un provida, seguido con la obtusa convicción de que obedecen al único y verdadero ídolo. Atendiendo al mero cálculo de probabilidades, ninguno tiene razón. Di tú que los politeísmos (griego, maya, hindú) eran entretenidos y humanamente arbitrarios.

Por qué confundir la auténtica experiencia de lo sagrado y el rico pensamiento que le aflora (Rumi, Juan de Yépez, María Sabina) con las conductas aberrantes, la paranoia apocalíptica o las reacciones sociales en cadena. Por algo las religiones son el combustible favorito en las guerras. Si somos incapaces de aceptar que en materia de dios-y-sus-reglas ahí sí cada quién, pues entonces que el dios que gane nos agarre confesados.