Política
Ver día anteriorLunes 23 de julio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nosotros ya no somos los mismos

Sinopsis

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Efervescencia social en los años 60. La imagen pertenece al libro Códice Tlatelolco 1968-1988, de Óscar Menéndez
E

n una desigual contienda, nuestra célula revolucionaria (más pequeña que el último modelo de un celular Nokia) iba a enfrentar la embestida propagandística de la derecha que invadía el país con la consigna: ¡Cristianismo sí, comunismo no!

La acción clave estaba programada para dos días antes del informe presidencial. En un pequeño café en las calles de Colón y Doctor Mora (lado poniente de La Alameda) celebramos la reunión final, antes de la gran blitzkrieg de contrapropaganda que denominamos Pez rojo, la cual consistía en convertir el ahora llamado Centro Histórico, que entonces apenas se estaba ganando el adjetivo, en un enorme grafiti con nuestra inteligentísima y dialéctica respuesta: Cristianismo sí, comunismo también. Teníamos que impactar tanto al presidente como a los millares de entusiastas y voluntarios ciudadanos que lo vitoreaban en su recorrido Los Pinos-Palacio Nacional-Cámara de Diputados y regreso. Se trataba de una audiencia cautiva que no podíamos dejar pasar.

Pretendíamos confrontar al presidente con la derecha cavernaria. López Mateos era liberal, juarista. Había sido luchador por la democracia con Vasconcelos, Mauricio Magdaleno y mil gloriosos etcéteras. Y por la autonomía universitaria, con Alejandro Gómez Arias y Ciriaco Pacheco Calvo. Queríamos provocarlo para sacarle una de sus frases lapidarias que mucho nos ayudaría, sobre todo fuera del DF, donde los gobernadores, azuzados por los respectivos obispos, nos hacían la vida imposible. Un comentario presidencial haría que hasta los masones grado 33 despertaran de sus aburridas tenidas (reuniones mensuales) y reverdecieran lauros. Además, se decía que su esposa, maestra de primaria, era protestante, como quien dice, de izquierda religiosa.

El grupo se dividió en subgrupos para, en círculos concéntricos, avanzar desde los cuatro puntos cardinales y encontrarnos todos lo más cerca posible de Allende y Donceles, sede de la Cámara de Diputados. Mi grupito lo formábamos Arturo Azuela y yo. El Gordo Saldaña no pertenecía ni conocía la existencia de nuestra organización, sólo iba por metiche y curioso, pero como hacía un año que no conseguíamos un solo afiliado, se le otorgó un reconocimiento provisional.

Realizamos un trabajo excepcional. Paredes, aparadores y el hemiciclo (si Juárez viviera, con nosotros anduviera) quedaron tapizados con nuestros peces, pero cuando estábamos embadurnando el hotel Guardiola y la Casa de los Azulejos (te juro, tocayo, ¿cómo iba a pensar que serían tus propiedades?) se nos atravesó un convertible de lujo, del cual descendió un grupo de niños bien gritando: comunistas, rojetes, lárguense a Cuba o les rompemos la madre. Propósito que hubiera sido un hecho, si al Gordo no se le ocurre abrirse la borrega (chamarra de cazador) de su papá y los enfrenta al grito de “¿y qué, mi fusca está maniada, pendejos?” El susto cambió de cancha. Se treparon al auto y huyeron. Apenas saboreábamos el triunfo, cuando en Madero y Gante (por cierto, la Engañadora no había ido esa noche) nos cercaron varios jeeps y patrullas. Los agentes, repitiendo los mismos epítetos (o sea mentadas), empezaron la macaniza, luego nos trepanron a un jeep y derechito a Tlaxcoaque.

Allí, además de nuestras escasas pertenencias, nos despojaron de cinturones y agujetas. El jefe policiaco comenzó a escribir el parte. No fue fácil que nos reconociéramos en su descripción: “Acabamos de apañar a una de las células más buscadas y peligrosas de la ciudad. Como su resistencia fue muy violenta, se tuvieron que pedir amplios refuerzos. No iban armados al momento de la detención, pero se está peinando el área, pues los jóvenes que los denunciaron declararon que al enfrentarlos uno de los subversivos –El Gordo, concretamente– había sacado un arma de grueso calibre”. A empujones y mandarriazos nos metieron a una celda-oficina, que tenía una luz tan intensa que hería los ojos. Al poco tiempo se abrió la puerta y unos agentes tiraron a nuestro lado el cuerpo de un individuo totalmente pacheco que, hecho un ovillo, se refugió en un rincón y comenzó a farfullar incoherencias. Este es un viejo truco policiaco: meter una madrina entre un grupo de detenidos para que oiga todo lo que entre ellos comenten y a la hora de los interrogatorios agarrarlos en falta. A nuestras espaldas los radios no dejaban de transmitir instrucciones: Aquí, central, un 10-15 para un 14. Aquí central, repito. Unidad 11-11, nos hacemos cargo. Águila real a central, vamos al menudo con la señora Adams. Copiado. Águila real, va de nuez: ni rastro de armas, pero vamos a asegurar dos vehículos sospechosos para revisarlos en los sótanos. Copiado. Ahí te mochas. Cambio y fuera.

El redactor del informe grita: “Díganle al Ratón que empiece el interrogatorio de los subversivos”. Entró un agente de estatura regular, esmirriado pero nervudo en extremo. Orejas largas y puntiagudas, y ojos pequeñitos (te echaba una mirada y te dolía la nuca, diría El Piporro). Tú, pinche gordo, sígueme. Durante una eternidad oímos mentadas, amenazas, imprecaciones y de cuando en cuando al Gordo, que iniciaba palabras que no le dejaban terminar. Luego escuché que El Ratón dijo a sus compañeros: Me asombró el gordito. Amenacé con caparlo, le ofrecí echarlo fuera si me soltaba la sopa y no lo saqué de su necedad de que apenas anoche se había incorporado a ese grupo y por pura curiosidad. Se me hace que éste es de esos rojetes que están mandando a entrenar a Corea.

De pronto, una gran movilización. Como gran pelota de fuego que rodaba aplastando todo a su paso, el coronel Mendiolea Cerecero llegaba. A la media hora nos llevaron ante él. Su oficina, sobria, meticulosamente ordenada. Los infaltables retratos del presidente y de algún héroe predilecto y, por supuesto, el lábaro patrio. En el escritorio, tres bultitos con las pertenencias de cada uno de nosotros. Francisco Ortiz, dijo. (Para estos menesteres yo siempre traía credenciales, a las que suprimía el primer nombre y el segundo apellido: un simple Pancho Ortiz). Soy yo, mi general. A los militares siempre hay que subirles un rango (nomás porque lo resienten, y decirles además que son de uno, aunque no sea cierto: el mi es imprescindible). No le importé. Rechinando los dientes, pronunció: Juan Saldaña. El Gordo iba a comenzar su rollo, pero el coronel le gritó furioso: ¡Cállese! Yo jamás hablo con traidores. Usted forma parte del Servicio Exterior Mexicano (en Relaciones hasta a los bedeles y ujieres les dan esos pomposos títulos: secretario 8 mil 225). En el extranjero usted forma parte del rostro de la nación (¿el extranjero? Saldaña no había salido ni a Laredo). Seguramente en la cancillería hay un complot contra México, pero lo voy a descubrir a través de usted. Recuerde que el hilo se rompe por lo más delgado. La figura usada por Mendiolea para amenazar a Juan era tan poco afortunada, que por poco me hace soltar la carcajada. Luego hizo un silencio por demás efectista. Clavó por minutos la vista sobre el tercer bultito de su escritorio y por fin preguntó: ¿Era algo de usted don Mariano Azuela? Mi abuelo, señor, contestó Arturo. El puñetazo de karateca sobre el escritorio me dolió hasta a mí. “Tenía esperanzas de que no fuera así –gritó el coronel. Traidor a su país y a su sangre. Don Mariano es una gloria de nuestras letras, de nuestra cultura. Él amaba al México que usted trata de destruir. ¡Qué bajo ha caído la estirpe de los Azuela!” Arturo dio medio paso hacia adelante. Aunque la voz se le quebraba, marcando cada palabra, pero sin estridencias, contestó: Cuanta razón tiene usted, coronel. Mi abuelo vivió entre los hombres que construyeron nuestro país y a mí me toca estar con los espadones y los represores que lo destruyen. ¡Ciertamente! Qué bajo ha caído la familia Azuela.

Los guardias hicieron el intento de callar al osado, pero un leve ademán del coronel los detuvo. Sin agregar palabra dio media vuelta y ordenó: Métanlos en la crujía hasta nueva orden. Salió sin cerrar la puerta y se fue. Después de horas en las que casi no cruzamos palabra, llegó un agente diferente a los conocidos y nos ordenó seguirlo. Por las escaleras comenzamos a bajar, pasamos por las ergástulas, las mazmorras y los cubículos de convencimiento y persuasión. Nos abrieron una puerta y nos empujaron hacia la calle. Ni una explicación, ni una palabra. Comenzamos a caminar por 20 de Noviembre sin hablar ni voltear hacia atrás, temerosos de que, más que estatuas de sal, una mira telescópica nos convirtiera en hombres-blanco. Al llegar al Zócalo, Arturo dijo que por 5 de Febrero pasaba un camión para CU. Luego nos llamaría. El Gordo se perdió en alguno de los grandes almacenes, en los que buscaba desesperadamente un teléfono para hablar con doña Lola, su mamá. Yo crucé el Zócalo y me fui a mi tugurio alquilado en Donceles 24. Nunca me parecieron más amplios y cálidos esos 60 metros que habitábamos, si acaso, nada más nueve personas. Me senté en mi catre (1.80 x 60) y pensé: Arturo le acaba de hacer un bello homenaje a su abuelo: ¡Qué bien puestos tiene Arturo Los de Abajo.