Los pueblos de la huasteca
no conciben la vida
separados de la milpa


Casa de Alicia, México, 2002

Alfredo Zepeda

Cuenta una de las cuatrocientas historias del maíz que cuando las aguas del diluvio se elevaron hasta casi el cielo, el conejo brincó hasta la luna, desde la barca de los que se salvaron. Por eso ahora vemos el conejo en la cara de la luna. Pasó el diluvio y la tierra quedó seca. La gente no tenía otro alimento que la carne de los animales ahogados. Entonces apareció el Chicomexóchitl, el niño maíz, salido de la cueva del cerro donde había nacido la vida de la gente, el agua, el viento, todas las semillas y la lumbre. Se presentó con una señora orgullosa, y ésta no lo recibió, pero las demás gentes le ofrendaron y festejaron. Regresado con la señora orgullosa, ésta se enfadó, lo mató con un machete y lo enterró en varios pedazos. Pero al día siguiente encontró que habían nacido en el lugar las plantas de maíz. Enojada, tomó de nuevo su machete y las desbarató. Y a la mañana siguiente allí estaban de nuevo las plantas crecidas. Chicomexóchitl cundió por todas partes, y la humanidad pudo vivir.

Las historias son para saber por qué sucede hoy lo que sucede. Por eso se sabe que el maíz siempre ha tenido enemigos: los que no quieren que la humanidad tenga alimento propio. Es la parábola de lo que está pasando.

La gente de los pueblos indígenas de la Huasteca sabe que el maíz no es una cosa, sino una persona, como el viento, el sol, la lumbre, el agua y la tierra. Bak ma toma to oya yok, yu ki li ut’kan, vamos a respetar lo que comemos, dicen los tepehuas masapijní de Tlachichilco, igual que se respeta a una persona.

Le dicen el siete flor, con sus siete colores, los siete pasos de su crecimiento, y por sus muchos tamaños. El maíz biodiverso custodia, mientras crecen en la milpa cincuenta y seis frutas, quelites, frijol y haba, calabazas, sandías, cilantros, cebollines, tomatillos y ajonjolí, pipianes y chiltepín, chile rallado y mora, camotes, yuca y hierbabuena, papayas y naranjos, caña, chayotes y chalahuites, ciruelas, aguacates, zapote negro y mamey.

Cada año vemos el milagro de la milpa que crece a más de tres mil metros o al nivel del mar. Cada lugar tiene su fecha para la siembra y cada parcela su ritmo de crecimiento, en las tierras frías, en los sombríos, en las laderas que miran salir al sol y en las que se entibian aguardando el ocaso.

Parados en la cumbre del Cerro Verde se contempla y se imagina todo ese territorio de la sierra y la Huasteca codiciado desde la Colonia. Allí creció la milpa cobijada por las selvas donde según los misioneros se refugió el diablo en forma de serpiente Mahuaquite. El diablo resultó ser la resistencia de los pueblos —ésos a quienes nadie ve, en las laderas del río Vinazco— para que sus montes y acahuales no se deforestaran y la selva no se convirtiera en potrero. No hay campesinos en la Sierra Madre Oriental, la que se abre como delta en el abanico de la Huasteca, que conciban su vida separados de la milpa.

En su relación con los pueblos del país el Estado mexicano ha ejercido el abandono, la desregulación, la privatización, el desmantelamiento institucional y la agresión. Ya hace décadas llegaron los programas a sustituir los naranjos por los naranjales, sólo para esperar el desplome de los precios en cuanto la capital de ese monocultivo se trasladó a Florida

Porque se siembra para que nunca falte. Y si la cosecha es buena, podrá compartirse lo que sobró. Y si todos tuvieron habrá fiesta y tesgüino. La alegría es la reserva de los pueblos, más allá de todo sufrimiento. Y con la fiesta se reconstruye el universo.

Afectar los milenarios sistemas de la milpa con transgénicos contaminantes e invasiones territoriales es un crimen grande contra los pueblos. Ya de por sí están orillados a la angustia por el despojo de siglos y por cambios climáticos provocados —como la sequía de veintidós meses, que en los desiertos entre Torreón y Saltillo causó por primera vez en un siglo la pérdida de la semilla misma del maíz y del frijol.

El delito es el desbaratamiento de la cultura y la sustentabilidad digna: puede llamarse etnocidio o guerra de baja intensidad, pero es el acabose.  El crimen es más terrible cuanto más se confiesa en público, en nombre de una modernización probadamente devastadora y una tecnología diseñada para el solo beneficio del vendedor.

“Lo distinto de la tiranía global de hoy es que no tiene rostro”, acaba de decirnos John Berger. Se llama Monsanto, Aventis, Gold Group, Frisco. Se llama Estado mexicano y tratados de libre comercio.

En su relación con los pueblos del país el Estado mexicano ha ejercido el abandono, la desregulación, la privatización, el desmantelamiento institucional y la agresión. Ya hace décadas llegaron los programas a sustituir los naranjos por los naranjales, sólo para esperar el desplome de los precios en cuanto la capital de ese monocultivo se trasladó a Florida.

Ahora avanza el proyecto de Activos de Aceite Terciario del Golfo, antes Paleocanal de Chicontepec, con Halliburton, Slumberger y Whetherford, bajo el membrete de Pemex convertido “en empresa contratista”. Mil pozos de los 15 mil que faltan, abiertos con la llave del cambio al artículo 27, invaden los territorios ejido tras ejido. Ya están allí en la Huasteca, con sus contratos de compra o de renta por treinta años renovables.

El asalto de las mineras enloquecidas por la fiebre de oro, están provocando el movimiento airado de comunidades y pueblos en Morelos, Veracruz, San Luis Potosí, Chihuahua, Chiapas y Guerrero, al borde de la agresión.

Una consecuencia generalizada del asedio sobre los modos comunitarios de vivir es la emigración masiva hacia el norte, cuando la base vital del territorio y la autonomía están bajo asedio. De los 9 mil habitantes del municipio de Texcatepec otomí, más de mil están del otro lado. Y la emigración está ahora reprimida por la alianza de los gobiernos con las mafias que controlan el paso entre Sonora y Arizona en el desierto de Altar. Los miles de desaparecidos y muertos en la frontera y los encarcelados y deportados, se suman a las víctimas de la guerra sucia desatada por el régimen.

Los jóvenes otomíes, nahuas y tepehuas, comparten con salvadoreños, guatemaltecos, ecuatorianos y colombianos los trabajos y los días en el carwash, los restoranes y el cuidado de campos de golf, de Manhattan a Massachusetts. Su cuerpo está en el bullicio latino de la avenida Roosevelt en Queens, pero su nostalgia está en Boxitzá, la más pequeña de las comunidades otomíes.

A ese conjunto se le llama resistencia. Estar dispersos y juntos, bajo la agresión criminal y en la alegría inalienable.

Texto leido en la Audiencia General Introductoria del Tribunal Permanente de los Pueblos en México, Ciudad Juárez, 28 de mayo de 2012