Opinión
Ver día anteriorDomingo 1º de julio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los dreamers
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Laman dreamers (soñadores) a los muchachos que desde hace varios años luchan, a cara descubierta, por ser americanos, por legalizar su situación en Estados Unidos. Su principal argumento es que llegaron como menores de edad y que, en todo caso, la falta la cometieron sus padres, no ellos. Más de la mitad son mexicanos, otro tanto latinoamericanos, pero también hay asiáticos, africanos y europeos. En total son alrededor de 2 millones, pero sólo unos 800 mil podrán acceder al programa.

La propuesta de ley bipatidista de Dick Durbin y Orrin Hatch conocida como Dream act (2001) nunca llegó a discutirse en el Senado. En varias ocasiones fue propuesta, pero faltaban votos y siempre se alegaba que primero debía sellarse la frontera. El repetido fracaso puso en evidencia que Obama no había hecho su trabajo, ni siquiera con los miembros de su partido. La más sencilla y justa demanda migratoria nunca pudo pasar a discutirse, por oposición de los republicanos y falta de decisión de los demócrtas.

Si bien la propuesta original de la ley fue de 2001, el origen de los dreamers se remonta a las megamachas de la primavera de 2006, que volcaron a cerca de 3 millones de personas a las calles en protesta por la ley Sensembrenner HR4437, que castigaba severamente a los migrantes y a todo aquel que les diera apoyo. En la calle, los indocumentados, sus familias y sus múltiples aliados tiraron abajo esta ley persecutoria y antinmigrante.

Pero fueron los jóvenes los que por primera vez se foguearon en manifestaciones políticas de carácter masivo. Y esas experiencias no se olvidan, son fundamentales en los procesos de socialización política. Se había dejado atrás la apatía, se había perdido el miedo. Familias enteras salieron a protestar y se fue cuajando un moviento autónomo y con las características propias de los movimientos juveniles acuales: rebeldía, imaginación y tecnología.

De manera paralela a las marchas de protesta, los estudiantes, especialmente de Los Ángeles, realizaron huelgas en sus escuelas y se organizaron a partir de mensajes de texto, donde convocaban a sus compañeros. Allí fue cuajando un nueva forma de participación política.

Posterioremente fue por medio de email, Facebook, YouTube y Twitter que empezaron a comunicarse. Se organizaban ceremonias de graduación de la preparatoria donde los dreamers exigían su derecho a ingresar a la universidad al igual que sus otros compañeros. Vestidos con toga y birrete demandaban acceso a la educación superior sin tener que pagar colegiaturas como si fueran extranjeros, y todo se difundía en las redes sociales.

La desidia y la cerrazón de los políticos en Washington los obligaron a dar pasos arriesgados, a salir de la oscuridad en que por años habían vivido. Y algunos se manifestaron públicamente como estudiantes indocumentados, como jóvenes que lo único que querían era estudiar y ser americanos.

Quizá el caso más renombrado fue el del filipino José Antonio Vargas, quien fuera reportero del Washington Post y había ganado un premio Pulitzer por su trabajo periodísitico. Un día, Vargas decidió salir de las sombras y gritar a los cuatro vientos que era indocumentado, pero que al mismo tiempo también era americano. Su periódico se negó a publicar su confesión pública y las razones que lo habían conducido a esa situación. Pero el New York Times le difundió el texto como primicia. La vida en las sombras de cientos de miles de dreamers se hizo pública y Vargas pasó a ser uno de los principales activistas, que además contaba con gran acceso a los medios.

La causa del movimiento estudiantil tuvo respuesta en nueve estados que legislaron en su favor y el Dream Act empezó a multiplicarse, como una demanda justa, que no era atendida por Washington. Finalmente, el 25 de junio el presidente Obama ordenó al Departamento de Seguridad Nacional que detuviera la deporación de jóvenes que podían ser elegibles para un programa semejante al Dream Act.

Se les otorga el beneficio de la Acción diferida, que permite a ciertos individuos vivir y trabajar en Estados Unidos por un tiempo. No es un estatus legal defintivo, simplemente se detiene la persecusión, se les permite trabajar y estudiar, demostrar que son buenos ciudadanos y que algún día podrán acceder a la regularización y posteriormente a la ciudadanía.

Las condiciones para poder ser elegibles son: tener menos de 31 años a partir de la promulgación del decreto (junio 2012), haber llegado a Estados Unidos antes de cumplir los 16 años, haber vivido ahí por lo menos cinco años y poder comprobarlo, no haber sido condenado por delito grave y no ser una amenaza para la seguridad nacional o la seguridad pública. Además deben graduarse de la preparatoria, haber obtenido el certificado llamado GED, cursar algunos años de universidad o ser veteranos de las fuerzas armadas o la guardia costera.

Finalmente, a cuarto para los 12, cuando le urgen los votos, Obama, ha dado dos pasos arriesgados y agigantados, que nos recuerdan al candidato que fuera y no al presidente que ha sido. Después de meditarlo mucho se decidió por aceptar el matrimonio entre homosexuales, que ya es legal en algunos estados. El otro paso ha sido actuar por decreto presidencial y poner en marcha el Dream Act. En ambos casos se enfrenta directamente al sector conservador estadunidense. Ha sido un juego electorero, pero más vale tarde que nunca.

El 25 de junio, Vargas y un grupo de dreamers salieron en la portada de la revista Time. Habían ganado una primera batalla; faltan muchas otras. Pero sin duda los jóvenes migrantes, entre ellos cientos de miles de mexicanos, han pasado a la historia y forman parte de una nueva fueza social que se expresa en la lucha del estudiantado chileno, en los indigados de España y Europa, los ocupas de Estados Unidos y ahora el movimiento estudiantil mexicano #YoSoy132.