23 de junio de 2012     Número 57

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Déjala correr

Hoy caminé al mar y como siempre el mar me atrapó en su minimalismo: gris sucio arriba, verde moco abajo y en medio la fina línea del horizonte. Nada más. Las playas suavizan al monstruo pero en el malecón de Cozumel el mar llega de golpe, como el absoluto. Bienvenido; de vez en cuando es bueno abismarse en un abismo exterior. ¿Que el mar es entrañable pues lo sentimos correr por nuestras venas? Chance. Pero ese es el mar domesticado. Ante el otro mar somos anémona, somos plancton.

Quizá digo esto por atavismo: porque nací frente al mar y de niño crucé el Atlántico en un barco llamado Magallanes. Veinte días de travesía, a los siete años toda una vida. Los puertos que tocábamos me parecían islas en el gran mar del mundo, estaciones fugaces en un interminable viaje azul. Después me volví chilango, mediterráneo impuesto, como todos, a las aguas dulces y amaestradas. Porque al agua llovida se la desvía, se la enclaustra, se la persigue hasta sus escondrijos subterráneos para, una vez atrapada, llevarla de la mano a nuestros cultivos, a nuestras fábricas, a nuestros lavabos. El agua pequeña, ligera y dulce es domesticable. En cambio las grandes aguas pesadas y salobres nos confrontan, nos rebasan. Y es bueno recordar que nos rebasan, porque desde hace rato traemos broncas con el agua. Una crisis hídrica, dicen. Trataré de ponerle números.

En realidad la Tierra es un mar: dos terceras partes del globo terráqueo están cubiertas de agua, de la cual 97.5 por ciento es salada y sólo 2.5 es dulce, y de esta última el 75 por ciento es hielo. Del agua dulce no congelada, el 80 por ciento que empleamos es para la agricultura, otro 10 por ciento lo ocupa la industria y el resto el servicio doméstico.

Pareciera que hay líquido de sobra, pero en 60 años pasados se triplicó el uso de agua dulce y se calcula que en dos décadas aumentará otro 50 por ciento. Y está mal usada y peor repartida, pues habiendo agua potencialmente disponible para todos, un millón 300 mil personas carecen del líquido en cantidad suficiente y calidad adecuada y en 20 años los carentes habrán aumentado a tres millones, pues la demanda será 60 por ciento mayor que el suministro.

Crisis hídrica en el planeta azul es como morirse de sed en medio del agua, una posibilidad ominosa asociada a patrones de poblamiento concentradores, modelos tecnológicos insostenibles, y lógicas económicas rapaces que han alterado el metabolismo del agua que extraemos sin medida, empleamos con ineficiencia y ensuciamos severamente.

México tiene mucha agua pero la manejamos mal. El 76 por ciento de la que empleamos es para riego, de la que se desperdician tres quintas partes. Del 14 por ciento de uso urbano, el 40 por ciento se pierde en las redes de distribución y de la surtida se desperdicia el 35 por ciento. En resumen: de cada diez litros de agua dulce que captamos, aprovechamos cuatro. Y la disponibilidad está disminuyendo: hace 30 años teníamos casi 30 mil metros cúbicos por persona al año y hoy son cuatro mil 500, pero esto es un promedio pues en el norte, noroeste y centro la disponibilidad es de sólo mil 900, y en el Valle de México de apenas 182.

La empleamos mal y no la limpiamos. México cuenta con unas mil 500 plantas de tratamiento, la mitad fuera de servicio, de modo que apenas se trata el 35 por ciento de las aguas residuales de uso doméstico. La contaminación industrial es tres veces mayor y con el agravante de que es altamente tóxica. En cuanto al riego, el abuso de fertilizantes y pesticidas envenena mantos freáticos, ríos, lagos y mares. Se estima que la materia orgánica que la agricultura lanza a los cuerpos receptores es 17 veces mayor que la de las descargas municipales.

Dos terceras partes del agua que empleamos es subterránea proveniente de acuíferos sobre explotados que se están agotando o contaminando. El resto proviene de aguas superficiales, cuya disponibilidad se ha reducido pues, además de que se las contamina, la deforestación y consecuente erosión de los suelos acelera el azolve de cauces y presas, además de reducir la capacidad de infiltración y velocidad de recarga de los acuíferos subterráneos.

A esto se agrega que la mayoría de los mexicanos vive en ciudades medianas y grandes ubicadas casi siempre en regiones con escasez de agua. El resto habita en unas 200 mil poblaciones pequeñas y dispersas no siempre autosuficientes, lo que encarece y dificulta dotarlas de agua potable y de servicios de saneamiento.

La historia del sistema hidráulico mexicano, hoy en crisis, es la del modelo de desarrollo posrevolucionario. En el periodo de modernización endógena impulsada por el Estado con políticas de fomento el agua era un recurso nacional al servicio de la agricultura intensiva, la industria y la urbanización. Cuando se fusionan la Secretaría de Recursos Hidráulicos y la de Agricultura y Ganadería, el mando sobre el agua queda por un tiempo en manos de los encargados del desarrollo agropecuario, hasta que en 1986 se crea la Comisión Nacional del Agua (Conagua) que, por medio de los organismos de cuenca y de las comisiones estatales, debiera ordenar una administración antes dispersa. Mando unificado pertinente pero que coincide con la imposición del modelo neoliberal, de modo que, lejos de ordenar el sistema, la Conagua impulsa la privatización del agua y de su operación, que se hace más anárquica, ineficiente y especulativa. Modelo privatizante fortalecido por la Ley de Aguas Nacionales de 2004, con la que el líquido deviene formalmente un bien “nacional” y “estratégico”, lo que no estaría mal, pero sobre todo un “bien económico”, lo que significa transformarlo en objeto de lucro.

La privatización oligopólica del agua es un fenómeno global impulsado por los gobiernos y capitaneado por trasnacionales como Veolia Environment (antes Vivendi) y Suez (antes Lyonnaise des Eaux), que controlan 70 por ciento del mercado y lucran no invirtiendo productivamente sino valorizando un bien natural escaso, desigualmente distribuido y de consumo imprescindible. El control monopólico que éstos y otros grandes empresarios ejercen sobre el agua de consumo doméstico, pero también sobre la de riego, les reporta inauditas rentas especulativas que se podrían eliminar suprimiendo el monopolio. Pero aun sin concentración capitalista de la propiedad, el consumo productivo o doméstico de un recurso limitado y cuya disponibilidad es diversa se convierte en fuente de desigualdad, pues la mayor o menor accesibilidad del agua se expresa en costos mayores o menores, tanto de la vida como de los bienes agrícolas o industriales en cuya producción interviene. Así, tenga o no un precio resultante de su formal privatización, el agua ingresa en el consumo privado, que cuando es final da por resultado falta de equidad social, mientras que cuando es productivo genera desigualdad en el reparto de las ganancias, es decir, rentas diferenciales.

Esto plantea un doble desafío. Por una parte, es necesario luchar contra la privatización del agua y de su gestión. Batalla que están dando numerosas comunidades, tanto las que poseen fuentes de agua como las que son sólo consumidoras. Aquí se trata de impedir la expropiación, de conservar el control comunitario sobre el manejo y de evitar el alza de precios resultante de la especulación. Pero por otra parte es necesario impulsar sistemas ambientalmente sostenibles, técnicamente eficientes, económicamente viables y socialmente equitativos de captación y distribución del agua entre consumidores finales y productivos, entre ciudad y campo, entre poblaciones y barrios diversos, entre agricultura e industria y entre las diferentes ramas agrícolas e industriales. Tarea imposible sin la participación social organizada, pero que demanda también la intervención de instituciones públicas de escala regional y nacional.

Esto conlleva tensiones, pues el agua está asociada a los territorios y al usufructo de quienes los habitan, pero el derecho al agua es universal y su distribución debe ser equitativa. Equidad que debe hacerse valer por sobre cualquier derecho de propiedad, sea éste privado empresarial o social comunitario, y que debe sustentarse en normas e instituciones que le den certidumbre. Pero la equidad no puede resultar de decisiones burocráticas e inconsultas; los intereses particulares de quienes disponen de fuentes de agua y de quienes requieren del líquido deben ponderarse a la luz del interés general, pero deben respetarse. Y en esta negociación la clave es participación social democrática y solidaridad.

Para decirlo en los términos de Félix Hernández Gamundi: el agua es un bien “no privatizable”, el acceso a ella “es un derecho humano fundamental”, derecho que es “universal”, y por tanto debe encontrarse “bajo control permanente de la administración pública”, en su manejo deben regir “criterios de solidaridad social” y debe estar “sujeto a una auditoría social permanente”.