Opinión
Ver día anteriorJueves 14 de junio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
CCE: defensa del dispendio
E

l presidente del Consejo Coordinador Empresarial (CEE), Gerardo Gutiérrez Candiani, se pronunció ayer en contra de la propuesta formulada por el aspirante presidencial del Movimiento Progresista, Andrés Manuel López Obrador, de reducir los salarios de los altos funcionarios públicos, pues dijo que éstos tienen mayor responsabilidad, y en consecuencia deben ser gente muy preparada y bien pagada. A renglón seguido, el líder empresarial dijo que los recortes propuestos por el candidato de las izquierdas podrían ocasionar que precisamente por esos bajos salarios (los funcionarios) caigan en otros temas que son los que deberíamos atacar, como la corrupción.

La defensa por el organismo cúpula del sector privado de las elevadísimas percepciones que se dan a sí mismos los más encumbrados integrantes del Ejecutivo, del Legislativo y del Judicial no sólo resulta contraria al espíritu republicano, sino también incomprensible desde la lógica de los propios intereses empresariales: los grandes consorcios privados tendrían que ser, por principio, los principales interesados en reducir o establecer un tope razonable a los emolumentos y a las prestaciones de los altos cuadros del Estado, así sea como forma de optimizar el gasto de los recursos que aportan por la vía fiscal.

No obstante, la declaración del presidente del CCE pone en perspectiva la situación de privilegio que viven en el país las propias élites empresariales, beneficiarias de regímenes especiales en materia fiscal, de todo tipo de facilidades para el pago diferido de gravámenes y hasta de omisiones en la recaudación por el gobierno federal. La falta de voluntad o de capacidad gubernamental para cobrar impuestos a empresarios privilegiados es un hecho reconocido incluso por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, quien en octubre de 2009 admitió que las empresas que más ganan rara, rara vez pagan impuestos en el país.

Así pues, en un entorno institucional que privilegia a las grandes fortunas y que se ensaña con los contribuyentes cautivos, y en el que el gasto público se financia fundamentalmente con las aportaciones de éstos y con los recursos de la renta petrolera, puede entenderse que los consorcios empresariales muestren indolencia ante el nivel de vida lujoso y aun faraónico de los altos funcionarios, y defiendan su preservación y el consiguiente derroche.

Por otra parte, la pretensión de establecer una relación directa entre los ingresos de los servidores públicos y la responsabilidad que tienen resulta falaz al comparar los sueldos de funcionarios mexicanos con los de sus pares de otros países: si la afirmación formulada por Gutiérrez Candiani fuera verdad, habría que concluir que la responsabilidad del propio Calderón Hinojosa, del gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, y del titular de Seguridad Pública, Genaro García Luna –cuyas percepciones mensuales son de 247 mil, 208 mil y 244 mil pesos, respectivamente– son superiores a las de la presidenta de Brasil, Dilma Roussef, o a la de los titulares de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, o a la del secretario de Defensa de ese país, Robert Gates, quienes perciben salarios inferiores a los de los servidores públicos mexicanos mencionados.

La realidad es que los ingresos desmesurados de los altos funcionarios no han contribuido en nada a tener un gobierno eficaz ni a erradicar la corrupción en las oficinas públicas, y que los salarios exorbitantes, lejos de apagar el apetito de los funcionarios por las grandes sumas de dinero, lo han acrecentado, como demuestra la proliferación, en los ámbitos Ejecutivo, Judicial y Legislativo, así como en el de los organismos autónomos, de nombramientos de toda suerte de empleados de primer nivel con percepciones ofensivas para un entorno social depauperado por las políticas económicas puestas en práctica precisamente por quienes se remuneran con excesiva largueza. Ante tal panorama, es necesario que el gobierno entrante, con independencia de quién lo encabece, adopte una política de austeridad efectiva que debe empezar, justamente, por una moderación en los sueldos de sus principales colaboradores.