Opinión
Ver día anteriorMiércoles 30 de mayo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Victoria religiosa y cultural de los perseguidos
E

n la reconfiguración del mapa religioso europeo en el siglo XVI fueron arrinconados y perseguidos. Sus hostigadores fueron católicos y un sector dominante en el protestantismo. Unos y otros concebían la unión política y religiosa como indispensable para salvaguardar la integridad de la sociedad. Acuñaron la expresión latina cuius regio, eius religio, que en versión libre podemos traducir como según la religión del gobernante, así es la religión del pueblo.

Los disidentes del llamado modelo de cristiandad (simbiosis confesión religiosa/organización política) reivindicaron la asociación voluntaria. Desde su entendimiento el Estado no tenía jurisdicción en el terreno de las convicciones. Que los poderes políticos y eclesiásticos se valieran de la fuerza para imponer una fe, era, para las conocidas como iglesias de creyentes, una contradicción flagrante. Llegaron a esa conclusión por su lectura de la Biblia, donde encontraron que, según el Nuevo Testamento, no se podía ni debía forzar a las personas para que aceptaran el cristianismo.

Las iglesias de creyentes sostenían que el medio para hacerse de adeptos era la persuasión, convencer a otros de hacer suyas ciertas creencias. En un sentido fueron pioneros de la libertad de conciencia, propugnaron la tolerancia y sostuvieron que la diversidad religiosa podía convivir sin poner en peligro la organización estatal y territorial. Esta propuesta les valió ser declarados partidarios de la disolución social y aliados de los enemigos en turno de reyes católicos o protestantes.

Con distintas intensidades a lo largo y ancho de Europa se desató la persecución contra los heterodoxos. Por ejemplo, a partir de 1525 en lo que hoy es Suiza los anabautistas (llamados así porque bautizaban solamente adultos; es decir, visto esto desde afuera rebautizaban, aunque desde adentro era el bautismo verdadero por ser voluntario y no como el de infantes, sin conciencia del acto) padecieron represiones en extremo violentas. Para ejecutarlos, y ejecutarlas, porque en el movimiento participaron de manera destacada las mujeres, sus verdugos recurrieron a distintas formas de asesinato: ahorcamiento, la hoguera, ahogamiento y desmembramiento.

Pese a los intentos de exterminio los perseguidores no pudieron terminar con la red de grupos que se reunían clandestinamente en casas, bodegas, cuevas y hasta en botes aparentando que estaban de pesca. Hubo diásporas de una a otra región de Europa, dependiendo de cierta tolerancia existente en algunas ciudades. En ciertos momentos del siglo XVI Estrasburgo permitió el asentamiento de las células del modelo de iglesias de creyentes. Lo mismo que sirvieron como refugio Moravia y Bohemia en la actual República Checa.

Al paulatinamente dejar de existir los estados confesionales, un proceso que vio pasar los siglos XVII a fines del XIX, y en algunos casos las primeras décadas del XX, las también conocidas como iglesias territoriales (una oficial y exclusiva con todo el apoyo del Estado) de alguna manera quedaron huérfanas y debieron sobrevivir con mucho menos apoyos que los recibidos en la era del maridaje con el poder político.

Con los cambios en las sociedades, resultado de los procesos de secularización y la generalización del Estado laico, las iglesias de asociación voluntaria no fueron perjudicadas como sí lo experimentaron las que debían buena parte de su control de las conciencias a la protección del aparato estatal. Estas últimas, en el caso de América Latina, se opusieron ideológicamente e incluso mediante las armas al establecimiento de la laicidad en las instituciones gubernamentales. En el caso de México el conservadurismo combatió denodadamente la separación Estado-Iglesia (católica), y aún hoy añora los tiempos dorados en que constitucionalmente se declaraba exclusiva de la nación mexicana a la confesión religiosa cuyo máximo dirigente tiene su sede en Roma.

Los perseguidos de hace siglos, sus descendientes intelectuales y expresiones eclesiásticas voluntarias resultaron vencedores no nada más en el terreno propiamente religioso, sino también contribuyeron a fortalecer la cultura en la cual los ciudadanos deciden por sí mismos sus convicciones y defienden el derecho a elegir normas de vida, a la vez que reconocen ese mismo derecho a otros.

Iglesias territoriales, que de forma intolerante negaron la viabilidad a las iglesias de creyentes, tuvieron que adoptar, forzadas por el espíritu de los nuevos tiempos, el modelo de la persuasión como forma de ganarse seguidores. Así sucedió con misioneros protestantes/evangélicos en América Latina, cuyas ramas confesionales tuvieron como base la simbiosis a que nos hemos referido anteriormente.

Los nostálgicos del antiguo orden impositivo están activos hoy. En México exigen bajo el disfraz de mayor libertad religiosa, la devolución histórica de los privilegios que les quitó el establecimiento del Estado laico con el movimiento liberal juarista. Desde las filas del episcopado católico presionan para que instituciones del Estado faciliten las tareas propiamente religiosas que no han sabido hacer adecuadamente en sus propios espacios. Por otra parte, en algunos sectores de confesiones no católicas que se arraigaron en México al amparo del Estado laico y enarbolando la libertad de conciencia, por ignorancia de su pasado y/o pragmatismo, buscan uniformar a la sociedad que está en constante proceso de diversificación. Ese no es el camino, la vía es la misma que sus antecesores defendieron: la libre adopción, o rechazo, de un determinado cuerpo de creencias.