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Las noches mexicanas del aeda Robert Zimmerman
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Periódico La Jornada
Sábado 19 de mayo de 2012, p. a20

Canta, baila, recita, convoca el aeda, a la manera pre-homérica: cuenta, hijo mío, dínos, fruto de mis entrañas: ¿qué has visto? y dinos también tú, niña de mis ojos: ¿qué has oído? y entonces el coro griego se concentra en la persona del aeda, porque el uno es todo y el todo es uno. La respuesta, zumbando en el aire: oí una advertencia en el rugido del trueno y el fragor de una ola capaz de anegar el mundo y escuché a cien tamborileros con las manos en llamas y diez mil murmullos que nadie escuchaba y oí morir a un hambriento y la risa de los demás y oí la canción de un poeta muerto en plena calle y oí a un payaso que lloraba en el fondo del callejón y sé entonces que será atroz y será atroz y será atroz la lluvia que está por caer.

Y cayó sobre la crisma de los circunstantes la magia, el mensaje, las historias sencillas y terribles, amorosas y tremendas, suaves y turgentes, lentas y veloces. Cayó una lluvia atroz de poesía social, amorosa, insubordinada, insurgente, subversiva, intensamente indignada durante más de dos horas en México las noches del viernes 11 y sábado 12 de mayo de 2012, cuando ese continuador de la gran tradición de los aedas, que se creía muerta, extinta y extinguida, volvió a encender la llama prometeica con sus versos en prosodia: el maestro Robert Zimmerman, mejor conocido como Bob Dylan, ofreció el mejor concierto que haya dado en todas sus (3) visitas a México.

En la antigua Grecia durante mucho tiempo se reconoció a la palabra poeta bajo el término Aeda, que viene del verbo cantar.

La palabra poeta, en su concepción original, significa el hacedor, mientras poema la cosa hecha.

Pero, cuando el aeda se convirtió en poeta dejó de cantar. Se volvió mudo.

Fluyeron los siglos bajo el puente. El maestro Robert Zimmerman hoy revive, hace renacer, re-encarna el noble oficio del aeda.

Festejó, como lo hacían los antiguos griegos, la cadencia de las ideas volcadas en cantilaciones, duraciones silábicas, coyunturas de consonantes, sucesiones prosódicas. Cantó e incluso bailó su poesía nacida antes del alfabeto, lanzó hacia el cielo de la noche un géiser como ejemplos notables del arte de la palabra, construcciones complejas que no requieren de la escritura para fijarse ni transmitirse, poemas destinados a la recitación y que serán conservados por tradición oral durante siglos, tal como ha sucedido con la tradición aeda: hoy cada día leen menos libros las personas, hipnotizadas por el gadget, el embrujo cibernético: ágrafos modernos, aquí tienen a su aeda: Bob Dylan.

Te ves tan linda con tu boina de leopardo –inició así el aeda su concierto–. Querida ¿puedo saltarte encima? Preguntó y volvió al bonete: se mece en tu cabeza/ justo como una colchoneta lo hace sobre una botella de vino.

Y a Leopard skin Pill-Box Hat siguió Don’t think it twice, it’s allright y así hasta completar su promedio de 17 canciones por concierto en su Never Ending Tour.

Condicionamientos mediáticos: muchas personas acuden a conciertos a ver a sus ídolos, no a ver y escuchar la música hecha por músicos maestros.

En el caso de Dylan no falló el aserto: hasta la pieza antepenúltima la masa reconoció Like a Rolling Stone, a pesar de que había cantado, sin que la mayoría se percatara, obras de sus álbumes más célebres, los viejos y los nuevos y saltó entonces la masa de su adormilamiento y se puso a berrear y brincar y patalear, aunque la pieza penúltima, All along the watchtower, fue otro adagio camerístico de filigrana que tampoco reconoció la masa y la coronación, la inefable frase final: una melodía de encantamiento, una hauntig melody nacida de la armónica de Dylan que se clavó en lo más profundo del cerebro, como una canción de cuna y bienvenida a la noche y sus misterios.

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Bob Dylan fotografiado en 2012 por Fernando Aceves

¿Por qué fue la mejor visita de Dylan a México? No lo fue desde luego porque en esta ocasión el maestro estaba sobrio, sino porque estuvo tan concentrado en su quehacer que construyó en ese instante 17 piezas maestras, todas dichas, cantadas, vertidas en un formato que aparentaba ser el mismo siempre pero en realidad lo que hizo fue la culminación de una práctica que inició en los años 60 pero nadie lo entendió, es más: lo repudiaron. Hoy, a sus gloriosos 70 años, el maestro está más allá del bien y del mal. Siempre ha hecho lo que ha querido, pero ahora lo hace con la plenitud de un ser que es libre, completamente libre.

Esa práctica maestra consiste en un procedimiento harto riesgoso, cruento y sobre todo difícil, tanto para quien lo hace como, sobre todo, para quien escucha: en sus conciertos en vivo, Dylan quita los elementos básicos de sus composiciones: la melodía y el ritmo y conserva sólo lo principal: el tejido armónico, hasta hacerlas casi irreconocibles: piezas nuevas. El resultado: música hecha en el instante, más allá de los procesos improvisatorios del blues o del sonido repentista: se trata de estructuras musicales muy complejas que producen asombro, azoro, maravillan a quien está dispuesto al llamado de un artista que siempre ha pedido demasiado a sus escuchas pero pocos lo han entendido. He aquí a otra celebridad que es en realidad un autor incomprendido, adelantado a su tiempo. Para muchos, Dylan es otro de esos autores de grandes éxitos, para otros: es uno de los más grandes músicos de la historia moderna.

Más que un proceso de deconstrucción, o una artimaña de lingüista, Robert Zimmerman ejercita la prosodia como un elemento abracadabra y aquí es donde el trabajo de Stu Kimbal, Donnie Herron, Charlie Sexton, Tony Garnier y George Receli, los integrantes de su asombrosa banda, toma su condición como una de las bellas artes: los aedas que cantan poesía sin entonar palabra alguna.

Porque era asombroso ver y oír cómo Dylan acentuaba, por ejemplo, “and a hard rééééiiiin’s A-Gonna Fall” y luego de acentuar una vocal sí y la siguiente no, ¡acentuaba consonantes! Mago de la prosodia, el maestro aeda.

Y cada vez que Dylan cambiaba el rumbo de manera repentina, los músicos se crecían al castigo y entonaban coros disímbolos hasta que ellos caminaban por un sendero sónico mientras el maestro emprendía un ritmo frenético con sus ladridos (porque nadie ladra mejor la poesía que Bob Dylan), sus gemidos, sus guturaciones de rocas raspadas entre sí en su estrépito submarino y fue entonces cuando fue atroz y bendito, atroz y dulce, atroz y bella insoportablemente hermosa, la grandiosa lluvia de poesía que cayó sobre nosotros.

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