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En pie, la ley de la miseria
C

omo siempre sucede, las recordaciones del primero de mayo volvieron a poner en el debate el tema de la pobreza y la miseria y, por fuerza, también el de la riqueza y su creciente concentración en cada vez menos manos. Fue, desde luego, ocasión para volver a las cifras que se vienen acumulando desde hace decenios. La constatación regular es que la pobreza, la miseria y la concentración de la riqueza avanzan incontenibles sin que nadie (los pobres y los miserables, los ricos y los gobiernos) pueda hacer nada al respecto. Es como decir que las cosas seguirán del mismo modo hasta el fin de los siglos.

Las definiciones vuelven a estar a la orden del día, pero siguen siendo las mismas. El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), por ejemplo, sigue fundando en el concepto de la canasta básica sus apreciaciones. A eso llama línea de bienestar mínimo. Después viene una evaluación más general y amplia que se cifra en saber el número de carencias que tiene una persona (rezago educativo, acceso a los servicios de salud, acceso a la seguridad social, calidad y espacios de vivienda, acceso a los servicios básicos de vivienda y acceso a la alimentación). En todos los rubros el retroceso sistemático es constante.

La distinción tradicional entre pobreza y miseria, siempre tan endeble, parece irse borrando cada vez, pues en la relación entre ambas es siempre la miseria la que mayormente se multiplica. Por supuesto que, en otro ámbito, la riqueza crece, aunque en tasas muy módicas, pero los ricos también disminuyen en número, lo que equivale a decir que la concentración de la misma es imparable. En este punto nunca hay datos ciertos.

En lo que se califica de población no pobre y no vulnerable, ésta se cifraba en 2010 en un 19.3 por ciento del total (21.8 millones de personas). La población en pobreza era del 46.2 por ciento (52 millones de personas), siendo los pobres extremos el 10.4 por ciento (11.7 millones de personas). Se trata de meras apreciaciones. Más de la mitad de la población, vale decir, el 52 por ciento (58.5 millones de personas), están por debajo de la llamada línea de bienestar. Todos estos datos del Coneval han sido frecuentemente corregidos y negados por multitud de investigaciones. Las cifras reales son espantosamente superiores.

Para los grandes clásicos de la economía política, de William Petty y Adam Smith a Karl Marx, pasando por David Ricardo y James Mill, no era posible generar riqueza si no es sobre la base de la pobreza, identificada casi siempre con la miseria, sin uso de eufemismos. Si no había pobres no había quién trabajara. Para Smith, la división social del trabajo era la fragua en la que se forjaba la moderna sociedad dividida en clases (la tierra, el capital, el trabajo). En la literatura europea del siglo XVIII y más todavía en la del XIX (Charles Dickens, en sobresaliente lugar), la visión de la vida se plasmaba en la trágica comprobación de que para que hubiera riqueza tenía que haber miseria. La una no se define sin la otra.

Esa condición elemental e infaltable del devenir de nuestras sociedades no ha cambiado para nada ni se ha vuelto más justa. Todo lo contrario. Sus extremos se agudizan. Por supuesto que el progreso material y técnico de la producción nos ha venido proporcionando más y más bienes materiales y de otra índole; pero ese cambio cuantitativo es incapaz de variar o modificar el proceso cualitativo que sigue consistiendo en que los pobres y miserables produzcan como fuerza de trabajo. En sus Grundrisse (notas preparatorias de El capital), Marx postuló que esa situación estructural no cambiaría si no desaparecía el trabajo manual como base de la producción con el desarrollo de la tecnología.

Las revoluciones tecnológicas que el mundo ha presenciado desde el Renacimiento, empero, no han servido para variar el rumbo, sino para reafirmarlo. Lo que se ha dado en llamar neoliberalismo, con diversidad de definiciones, es considerado victorioso en toda la línea. Muchos de sus exponentes en Estados Unidos e Inglaterra lo proclaman a voz en cuello: el triunfo es arrasador, incontenible e incontrastable. Y su corolario es desvergonzado: se ha derrotado a todos los que querían impedir la concentración de la riqueza y generalizar el bienestar. La riqueza concentrada gobierna el mundo.

El 99 por ciento de los derrotados, es verdad, cada vez le está haciendo mejor frente al uno por ciento de ricos que todo lo domina. Pero es un ejército disperso. Es apenas el grito de inconformidad de los desesperados. Y las estadísticas y los datos duros de la economía siguen alarmándonos con sus revelaciones. Cinco bancos en Estados Unidos (JP Morgan Chase, Bank of America, Citigroup, Wells Fargo y Goldman Sachs), nos dice Enrique Galván Ochoa, representan el 56 por ciento de la economía de ese país (8.5 billones de dólares).

En México nadie sabe ahora cuántos son los verdaderos dueños de la riqueza. En 1987 Agustín Legorreta reveló que eran sólo 300 empresarios los que movían la economía del país. Se sospecha que siguen siendo los mismos, sólo que bastante reciclados. Muchos de ellos son ya trasnacionales, gatos de los grandes consorcios mundiales. Pero siguen siendo casi los mismos, con algunos agregados. La mitad de los trabajadores mexicanos recibe menos de 125 pesos por día; la canasta básica, en abril pasado, costaba 732.92 pesos diarios; desde hace cinco lustros se ha encarecido 5 mil 357.33 por ciento. Un triunfo resonante de la riqueza concentrada sobre la miseria (La Jornada, 03.05.2012).

Según el informe Mejores trabajos para una mejor economía de la Organización Internacional del Trabajo para 2012, en México las tasas de empleo decrecieron respecto de 2007 y la incidencia de plazas eventuales se incrementó. De los empleos urbanos, el 45 por ciento es de esta naturaleza. Los organismos mexicanos abocados a enfrentar ese problema lo ven optimísticamente: si una persona desempleada se dedica a las actividades informales, pues quiere decir que no está desocupada. La misma OIT nos alecciona: El empleo informal provee un refugio para el desempleo y presenta posibilidades para sacar a las familias de la pobreza (Reforma, Negocios, 01.05.2012). ¡Vaya linda salida!

Si queremos la riqueza debemos contentarnos con la pobreza y la miseria, pues éstas son sus fuentes irrenunciables. Constituyen el suelo firme sobre el que florece el árbol de la riqueza concentrada. Si no queremos riqueza, todos seremos pobres. Si la queremos, muchos tendrán que serlo. Más que la riqueza, la verdadera realidad del mundo es la miseria. El poeta lo vio bien:

La ley de la miseria…

Total en la victoria, engendra/ sus muchedumbres de derrota/ y se multiplica el orden puro/ en parvos desórdenes, y efímero/ cuaja el dolor sus densas islas/ sobre un mar pacífico y continuo/

Vacíos sueños como espejos/ esperan la violencia santa,/ la piadosa crueldad, los pueblos/ en expansión, conglomerados

(Rubén Bonifaz Nuño, En pie, la ley de la miseria, que he puesto como título de este artículo, en As de oros, UNAM, 1981, p. 71).