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Un tal Krizanovsky
I

ncluso para la trágica literatura rusa del siglo XX, el caso de Sigismund Krizanovsky resulta extremo. Los insignes resucitados del silencio soviético (Mandelstam, Babel, Pilniak, Bulgákov, Platónov) padecieron el desprestigio, ninguneados, negados y finalmente aplastados por el régimen. Y conste que Isaak Babel y Boris Pilniak habían sido los grandes narradores en crudo de la Revolución bolchevique. Ambos asesinados oscuramente en prisión, existieron, publicaron y tuvieron el dudoso privilegio de ser suprimidos directamente por el padrecito Stalin. La censura los alcanzó.

A Krizanovsky ni eso. Ninguno padeció mayor silencio en vida que él, conocido por ser desconocido, como bromeaba. Sólo podría comparársele el patólogo Leonid Tsypkin, quien entre 1977 y 1980 escribió la hermosa y solitaria novela sobre Dostoievski Verano en Baden-Baden. Este novelista ocasional se las arregló para contrabandear el manuscrito a su hijo emigrado, y una revista rusa de Nueva York, Novaya Gazeta, la publicaría por entregas a partir del 13 de marzo de 1982. El 20 de marzo, Tsypkin murió súbitamente ante su escritorio en Moscú. Ese día cumplía 56 años, sin ver su obra impresa.

En una comunicación personal, el poeta e indispensable traductor de poesía rusa Jorge Bustamante, considera a Krizanovsky un escritor extraordinariamente singular, una verdadera rareza, que está siendo descubierto en los años recientes. Es, añade, un caso extrañísimo en la literatura rusa de la primera mitad del siglo XX, a pesar de que escribió cinco novelas, más de un centenar de relatos, una docena de obras de teatro, guiones para cine, libretos, cerca de 400 páginas de ensayos y una docena de artículos de crítica literaria. Con frecuencia crea metatextos que se construyen en alusiones y citas de otros autores.

El traductor señala que las primeras versiones en castellano de Kryzanowski (como lo proponen en España, y hasta Yiyanovski), aparecieron en 2009, obra de Jesús García Gabaldón (La nieve roja y otros relatos, Siruela, Nuevos Tiempos). Bustamante informa que él mismo prepara una antología de 18 narradores rusos, entre ellos Krzhizhanovsky (como él escribe el nombre) con cinco relatos breves. El volumen La vida entera y otros relatos. Cuentos raros de escritores rusos, que saldrá a fin de año, recoge a Pilniak, Platónov, Andréiev, Zamiatin, Jarms, Bulgákov, Averchenko y Bunin.

Precisamente La nieve roja, uno de los relatos más deslumbrantes de Krizanovsky, aún a la hora de archivar los manuscritos hubo de ser ocultado. Aunque la Sociedad de Escritores Soviéticos admitiera formalmente al autor en 1939, nadie intentó quitarle el candado de silencio, y él dejó de escribir. Al morir en 1950, sumido en el vodka, su compañera, la actriz Anna Bovshek, entregó sus manuscritos a la Sociedad, la cual los sepultó inmediatamente en los archivos de artes y letras. Todos, menos La nieve roja, que ella conservó y apareció casualmente en Kiev hasta 2005. Bosvshek había dejado Moscú en 1967. Según el editor de las Obras completas, Vadim Perelmuter, la actriz temió que la presencia de ese texto pusiera en riesgo la sobrevivencia del resto, como apunta Joanne Turnbull en el prólogo a la edición en inglés de Memorias del futuro (New York Review Books, NYRB, 2009).

Para presentar sus versiones de Pilniak, Sergio Pitol escribió que su autor es víctima de la obtusa pléyade burocrática que con tanta rapidez ha instaurado el reino del desprecio. Si Pilniak fue un realista radical y sincero, épico cronista de una época inmensa y de su envilecimiento, Krizanovsky sería un cuentero al modo de Kafka, Borges o Lovecraft, un mentiroso que en clave fantástica dice la verdad. Se supone que leyó a Kafka hacia 1940, en alemán seguramente, cuando ya él mismo no escribía. Dicen que se llevó una gran sorpresa. Las estremecedoras historias de ambos, a su modo burlescas, prácticamente habían sido contemporáneas sin saberlo.

Así como fue un cervantino declarado (Miguel de Cervantes es muy leído en Rusia), fue chestertoniano, y logró sin embargo que el propio Chesterton detestara la adaptación teatral rusa de El hombre que fue jueves; le pareció que trastornaba la ironía británica y las paradojas deliberadas de su original. Concedamos a don Gilbert K. la dispensa de que no llegó a saber cuan grande y peculiar sería la amarga ironía de los rusos, checos y polacos bajo el estalinismo. Tan diversa de la suya. Tampoco supo que el adaptador era un tal Krizanovsky, un nadie ucraniano que frecuentaba, en ficción y vida real, a los ciudadanos inexistentes del régimen revolucionario, emisarios de un pasado anulado.

Krizanovsky, con su realismo experimental, no veía la decadencia del pasado sino la del porvenir, algo prohibidísimo por el artificioso canon soviético. Así ocurrió con Andrey Platónov y su realismo alternativo. Entre más fantásticos los realistas, más insoportables para los comisarios. Sabían demasiado.