Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 18 de marzo de 2012 Num: 889

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
RicardoVenegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Cinco décadas contra
la ignorancia

Paula Mónaco Felipe entrevista con Manuela Garín Pinillos

Despedirse de Livinus
Roger van de Velde

La farsa
Luis García Montero

Una canción para
la noche nigeriana

Emiliano Becerril Silva

Los 45 de Cien años
de soledad

Luis Rafael Sánchez

Fin de la migración mexicana
Febronio Zataráin

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

Cocteau en México

Un día otoñal de 1938, en el Teatro Des Ambassadeurs de París, el poeta Jean Cocteau estrenó su obra Los padres terribles. El público se sorprendió ante un trabajo teatral totalmente alejado del esteticismo que caracterizaba los sueños teatrales y cinematográficos del autor de La sangre de un poeta. Los padres terribles mostraba con realismo rayano en la crudeza un conflicto propio de la sociedad burguesa y de la familia patriarcal (o matriarcal) autoritaria y manipuladora. Eran los tiempos del auge de las teorías freudianas, la guerra estaba a las puertas, como el tigre de Giraudoux, la mentira y el engaño eran los datos esenciales de la convivencia burguesa y los valores tradicionales se tambaleaban. Por eso el poeta amante de los símbolos, de las bellas palabras y de las decoraciones, escribió esta obra para su compañero sentimental, el actor Jean Marais, y enfrentó con valor y pericia de dramaturgo el difícil reto de la crítica de las costumbres. En 1948 el mismo Cocteau llevó al cine su obra y Marais, aunque ya no daba la edad del personaje, hizo un Michel que era y no era el mismo actor. La película está vivita y coleando. Se puede ver como un hecho artístico en el cual se expone una problemática perdurable.

Para la gente de teatro llevar a escena Los padres terribles es una experiencia enriquecedora, tanto desde el punto de vista artístico como en su descarnado y compasivo humanismo. Por estas razones, Visconti la puso en escena en Roma en 1945 y la mantuvo por un año y medio en el Teatro Eliseo. En una carta que el genial director italiano dirigió a Cocteau, le dice: “Esta será la obra de la postguerra en mi país. Además de que nos permite ver el nuevo teatro verdadero, nos conmueve y nos da un testimonio de esas realidades humanas que la guerra ocultó con su furia desatada y su estruendo ensordecedor. Gracias por hacernos escuchar de nuevo la voz humana.” En México, una actriz emblemática del estilo de su tiempo, María Tereza Montoya, hizo una Ivonne que conmovió a miles de espectadores. Villaurrutia comentó: “Cocteau se asoma por el ojo de la cerradura y ve lo que sucede en una respetable casa burguesa. Desde su puesto de observación ve salir monstruos impredecibles, egoísmos, crueldades, mendacidades, pasiones desatadas y amores conmovedores que vencen al hastío y a la suspicacia.” José Acosta acaba de llevar a escena la obra señera del autor de Orfeo y de La bella y la bestia en el teatro El Galeón. Asistí a la última función y debo reconocer que me ganaron las lágrimas (no olviden mis lectores que hay una oración para pedir el don de lágrimas). Este es el aspecto que debo resaltar. La inteligencia del director, la sinceridad y la pericia formal de los actores y las actrices, el inteligente uso de medios audiovisuales, los pertinentes símbolos, como la presencia constante del agua recordándonos al liquido amniótico de las gestaciones, se conjuntaron para crear un objeto teatral conmovedor y, para nuestra fortuna, alejado del sentimentalismo barato. La audacia de Acosta se manifiesta en la maestría con que maneja acciones simultáneas en distintos planos, olvidándose, para nuestra sorpresa, de la vieja teoría del foco en la que tanto insistía mi amigo y maestro Fernando Wagner.

Juan Cabello hace un Michel convincente y adolorido; Raki lleva a su Georges a extremos de insidia y de renunciación; la Leóni de Verónica Terán combina con maestría actoral la sensatez cartesiana con el fracaso sentimental; Paulina Treviño es una Madeleine sensual, desvalida, temerosa y sorprendentemente llena de una audacia que a ella misma asombra. Preside, en el juego freudiano, la figura de la Madre Ivonne. Martha Papadimitriou compone al personaje con maestría y contención. Al final, cuando nos dice algunos fragmentos de las cartas de Cocteau a su madre, la actriz entrega al público una muerte atenuada por el juego de sombras. En ese momento, por obra y gracia de un acertado juego escénico, el público está ya sentado al lado de los actores y forma parte del acontecer teatral.

Esta especie de reseña es el producto de unas lágrimas como las del poema de López Velarde: “Yo no sé ni por qué quiero llorar./Será tal vez por la piedad que escondo/ tal vez por mi infinita sed de amar.” Esa tarde de un verano anticipado y todavía con rachas de viento frío, Cocteau, Acosta, los actores, las actrices y los artistas-técnicos nos dieron “todas las lágrimas del mar”. En fin... nos redescubrieron lo que decía Marx sobre el arte: “es una dimensión esencial de lo humano”.

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