Opinión
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Juárez 6.01
L

as jóvenes compañías En lo que siendo Conciencias y Vuelta de tuerca producciones se unieron para escenificar Juárez 6.01 de Eduardo Castañeda, bajo la dirección de Ernesto Álvarez, texto que ya conocíamos tras su publicación en el número de aniversario de la revista Paso de gato. Si bien autor y director son poco conocidos fuera de ciertos círculos teatrales, se logró conjuntar un elenco con reconocidos profesionales que alternan funciones para encarnar a esos personajes que el autor retrata con algunas dosis de bienvenida e hilarante ferocidad en una trama sencilla y lineal que muestra la actitud de algunos mexicanos ante los extranjeros y de éstos hacia los mexicanos, en un aeropuerto en Noche de Reyes. La argentina, el argentino y el uruguayo son retratos un tanto caricaturizados de personas reales que todos hemos conocido a raíz del injusto exilio que las dictaduras de ambos países provocaron y los dos personajes mexicanos, por desgracia, no escapan a nuestra experiencia. Yo reprocharía a Castañeda que no deje muy claras las razones por las que los sudamericanos son retenidos en el aeropuerto por órdenes superiores que tanto el jefe como su sobrino el guardia se apresuran a cumplir, en espera de algún botín ambos, y del pago de horas extras el segundo; ésta es una pequeña falla en un texto que, no por extravagante, deja de ser muy redondo. Hay que hacer hincapié en el uso del lenguaje, con vocablos propios de cada nacionalidad, que la actriz y los actores que encarnan a los sudamericanos profieren con un acento muy natural. Las dotes de observación del autor, del director y del elenco son excelentes.

Ricardo Mass, el uruguayo que se molesta al ser confundido con argentino, es el personaje mejor delineado. Profesor de historia, ya estuvo en México como exiliado cuando trabajó en aduanas antes de lograr una cátedra de su especialidad; muestra bastante calma y bonhomía que sólo se alteran, con gran exaltación por su parte, cuando se trata de futbol, antes de regresar a su tono suave con que enseña al ignorante guardia partes de la historia de México. Melisa Poggi, la prepotente argentina, actriz de poca monta en alguna telenovela y modelo, según presume, hace el ridículo al invocar a todas las instituciones existentes, incluyendo la ONU, para que la ayuden, antes de caer en temerosos silencios. El altanero Diego Moretti pretende ser empresario restaurantero y acaba por confesar que fue mesero y que ahora es modelo, como tantos paisanos suyos que a esto se dedican en nuestro país no sólo por su apostura, también porque son caucásicos en este país de sentimientos contradictorios hacia el extranjero.

De los personajes mexicanos, el jefe cae en el estereotipo del funcionario corrupto, altanero con su sobrino, el guardia, y abyecto ante superiores a los que habla por celular. Es Felipe de Jesús Díaz, el sobrino guardia, el que elabora la divertida trama de engaños a los extranjeros con la mención de supuestas leyes y de peligros inexistentes que le sirven para chantajearlos y extraerles algo de dinero y algún otro favor, además de lograr venganza del tío que lo menosprecia. Toda esta acción se da en una escenografía de Omar Galfare consistente en una pared curvada –que se abre en el centro para dejar ver la oficina del jefe– tres marcos rectangulares y tres sillas, espacio que el director aprovecha para mover con buen trazo y sin alardes a su elenco, con la excelente idea de atraer, en el segundo acto, la oficina hacia el centro del escenario, lo que muestra su buen oficio, así como la utilización de la musicalización de Édgar Uscanga, también iluminador. Dos actrices y dos actores alternan funciones y en la que fui actuaban –con vestuario de Martín López Brie y Arturo Pérez-Juan Carlos Colombo, encarnando con su habitual solvencia a Mario Ferrou; graciosa y bella, Sol Méndez Roy como Patricia Bartis; Juan Martín Jáuregui, arrogante y antipático como pide el rol de Diego Moretti; Juan Carlos Medellín, a fuerza de simpatía escénica, logra que sintamos cierta inclinación hacia el pillo Felipe de Jesús Díaz, el alma de la obra, y Ramón Álvarez que resulta envarado en su anticuada actuación como el jefe.