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Si Gómez no hubiera muerto...
M

anuel Gómez Morín murió en 1972, a los 75 años de edad. Debe haber muerto satisfecho de una vida plena, en la que participó activamente en la construcción del México posrevolucionario. Contribuyó a la creación de instituciones financieras públicas como el Banco de México; desempeñó un papel central en la modernización de la empresa; fue rector de la universidad, donde defendió la libertad de cátedra; y en 1939 fundó el Partido Acción Nacional. Esta iniciativa era la culminación de un viejo sueño que había mantenido desde los años 20, cuando trató de convencer a José Vasconcelos de que sustentara sus ambiciones políticas en una organización permanente.

Gómez Morín estaba convencido de que los problemas de México sólo podían resolverse por la vía institucional, que nos permitiría dejar atrás un pasado de atraso y de violencia. Por esa razón, a partir de los años 40, Gómez dedicó buena parte de sus energías, y con una paciencia infinita, a consolidar el partido que había fundado. Estaba convencido de que el camino de la redención nacional pasaba por la participación en la vida pública de un partido de oposición que vigilara al partido en el poder, que lo criticara, que diera vida al Poder Legislativo, el cual, a su vez, sería un saludable contrapeso al Ejecutivo. Si Gómez no hubiera muerto, todavía viviría, y ¿qué diría de lo que ha devenido su partido?

Gómez fue presidente del PAN los primeros 10 años de su existencia, pero hasta su muerte fue la autoridad moral e intelectual indiscutida, el líder que mantuvo a la organización en pie en los momentos más oscuros del autoritarismo priísta. Ejercía el liderazgo del partido discreta, pero eficientemente; palomeaba candidaturas y definía estrategias. En 1958 sentenció a los jóvenes panistas que se habían acercado a la democracia cristiana alemana –como muchos otros latinoamericanos de la época– a ser expulsados, por cierto, con argumentos muy poco convincentes. ¿Qué tan poderosa sería la figura de Gómez en su partido que cuando falleció los panistas se pelearon entre sí, se dividieron, y no pudieron elegir un candidato a la elección presidencial de 1976? Él, que creía en el gobierno de los tecnócratas, ¿qué pensaría de la agudeza de Vicente Fox? ¿Del talento de los secretarios del gabinete del presidente Calderón? ¿Qué habría dicho de un secretario de Hacienda que un día quiso ser presidente, y que creía que el país moderno y complejo que veía a su alrededor se había construido en 10 años de gobiernos del PAN?

Si Gómez no hubiera muerto, todavía viviría, pero a la mejor preferiría volver a morirse nomás de ver cómo su partido, su creatura, se dejó avasallar por la cultura del PRI, cómo adquirió sus tan aborrecidos hábitos de corrupción, de premiar la incompetencia, de amiguismo –como queda masivamente asentado en la Estela de Luz–, como lo prueban las operaciones de salvamento de funcionarios incompetentes o deshonestos. Los panistas tendrían que explicarle a Gómez cómo aprendieron a cortejar al líder del sindicato petrolero, con lisonjas y deferencias inimaginables hasta para los priístas. Seguro que Gómez miraría con espanto a la lideresa Gordillo, la amiga de los presidentes del PAN, patear la histórica batalla de ese partido por la educación y contra la corrupción del magisterio. Ella, que representa todo lo que Gómez siempre repudió en el sistema que quiso reformar.

A la mejor todo esto es una fantasía, y si Gómez viera a su partido hoy, y los resultados de casi 12 años de gobiernos panistas, no se sorprendería. Al menos puedo afirmar con un cierto grado de certeza que para Daniel Cosío Villegas tanta deficiencia no sería una sorpresa. Su multicitado ensayo, publicado hace 65 años, en marzo de 1947, La crisis de México, discute la posibilidad de que, ante la decepción que habían causado los hombres de la Revolución que habían resultado demasiado pequeños para la formidable empresa que suponía la transformación del país, se entregara el poder a las derechas. Encuentra en esta alternativa algunas ventajas, pero las desventajas son muchas más y aterradoras: Con las derechas en el poder, la mano velluda y macilenta de la Iglesia se exhibiría desnuda, con toda su codicia de mando, con ese su incurable oscurantismo para ver los problemas del país y de sus hombres reales. Y no se equivocó, como lo prueba la ofensiva de la Iglesia que ha llegado hasta el artículo 24 constitucional, pasando por los derechos de las mujeres. Y, haciendo honor a su nombre, Daniel profetizó: Acción Nacional se desplomaría al hacerse gobierno, porque, según él, el partido no tenía ni principios ni hombres para gobernar. El debate de los precandidatos del PAN a la Presidencia puso al descubierto que a casi 12 años de estar en el poder, no han logrado aprender ni entender en qué consiste el arte de gobernar, y tampoco reclutar los talentos que demanda el buen gobierno. Basta releer el discurso de Josefina Vázquez Mota para saber que, en caso de que ganara, el próximo primero de diciembre no tendríamos una presidenta que asume el poder, sino una mamá concienzuda que asume la responsabilidad de cuidar a 110 millones de hijos. Es como ir para atrás dos siglos en nuestra vida democrática. Sin haber vivido la experiencia del PAN en el poder, Cosío Villegas escribió de los panistas: sus taras son mucho mayores que sus méritos. ¿Gómez sabría esto? Si viviera ahora, ¿se reconocería en alguno de los panistas en el poder? Difícilmente. Tal vez Gómez sí debió de morir, porque si no hubiera muerto, todo eso lo vería.