Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 5 de febrero de 2012 Num: 883

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

El último mar
Nikos Karidis

Agustín Palacios, terapeuta
José Cueli

La censura en el
Río de la Plata

Alejandro Michelena

La cándida sonrisa
de José Bianco

Raúl Olvera Mijares

Mi mamá es un zombi
Germán Chávez

Italia y la caída de Berlusconi
Fabrizio Lorusso

Los cien años de
Josefina Vicens

Gerardo Bustamante Bermúdez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ilustración de Gabby Correia

Mi mamá
es un zombi

Germán Chávez

Así despertó un día. Era un lunes como los he visto amanecer por montones, sólo que esa mañana en lugar de levantarme suave y cariñosamente, mi mamá intentó morderme los pies. Yo estaba dormido y primero creí que era una pesadilla. No reconocí que fuera ella. Sólo vi una horrenda cabeza con pelo negro que lanzaba mordiscos. La pateé con todas mis fuerzas y juro que escuché cómo tronaban algunas de sus vértebras.

Me levanté asustado, tomé el bat de beisbol que tengo debajo de la cama, y recordando las lecciones básicas de un encuentro zombi, le pegué en la cabeza.

Ella quedó aturdida, tendida en el suelo de mi recámara. Vestía el camisón lila con flores azules que le regalamos en su cumpleaños. Fue entonces que la reconocí. “Mamá”, dije entre asombrado y adolorido. Nunca pensé que mi madre pudiera ser uno de ellos. De hecho nunca pensé que ellos existieran, pero ahí estaba ella, con la cara desfigurada por el batazo, pero todavía respirando y gruñendo levemente. Era su mismo rostro, pero deformado por los claros signos de una muerte que había dejado el paso a la vida: un tono verdoso en la piel, un ligero aroma a podrido y fluidos que escapaban por ojos, boca y oídos.

Comenzó a recobrar la conciencia, si es que un zombi puede tenerla. Antes de que pudiera ponerse de pie, le asesté otro batazo, esta vez en la nuca para no deshacerle más la cara. Volvió a atolondrarse. Sin pensarlo mucho, arranqué el cordón de las cortinas y le amarré las manos y los pies mientras pensaba qué hacer. Mi mamá ya no era, pero el camisón me la hacía recordar y no pensaba molerla a golpes dentro de mi cuarto.

Salí de la recámara con el bat en la mano, con la certeza de que mi hermana había corrido la misma suerte que ella. Pero no. La encontré en su cama, tan dormida como una niña de seis años pueda estarlo a las siete de la mañana. Fuera lo que fuera que convirtió a mi madre en una zombi, sólo la atacó a ella.

Salí a la calle para cerciorarme de que el apocalipsis era doméstico. Y sí. Afuera la vecina me saludó amablemente mientras compraba un tamal; el basurero recogía tranquilamente las bolsas de basura y los coches todavía circulaban sin mayor problema. El fin del mundo había iniciado y terminado sólo en la recámara de mi madre.

Regresé al interior de la casa. Debía tomar una decisión. Desperté a mi hermana que de entrada se sorprendió de verme a mí y no a su madre.

–Hola, ¿dónde está mi mamá?

–De ella quiero hablarte –le contesté– se fue y nunca más volveremos a verla.

–¿A dónde se fue? –preguntó sin comprender la parte de “nunca más volveremos a verla”.

–Ella murió, chaparrita. Algo le pasó en la noche que murió y dejó de respirar... aunque...

–Ajá.

–Bueno –traté de explicarle–, ella regresó de la muerte.

Un pequeño rayo de luz se coló por la ventana e iluminó el rostro pícaro de mi hermana.

–Ah... entonces mi mamá es un zombi. Un muerto viviente.

–Exacto.

Quiso verla y la llevé a mi cuarto donde yacía en el piso, retorciéndose y gruñendo.

–Pobrecita. Debe tener hambre –dijo mi hermana.

–Sí, tienes razón. Pero no podemos alimentarla.

–Mmm... yo creo que sí. En el refri hay algo de carne cruda.

Contra mi voluntad (eran buenos bisteces), ella le dio la comida a mi madre, que los devoró sin compasión alguna. Después de comerlos se volvió a apaciguar.

–Ves, sólo tenía hambre.

–Chaparrita, tenemos que hacer algo con ella. No podemos tenerla amarrada por siempre. Además, los vecinos van a notar el hedor a cadáver.

–¿Cómo, la vas a dejar libre en la calle?, ¿y si algo horrible le pasa?

–No –contesté lo más serio que pude–, estoy pensando en exterminarla y enterrarla.

–¿No podemos quedárnosla? –preguntó ella, inocente–. Mira, si le damos de comer como que se aquieta. Y del hedor, pues la bañamos diario y le ponemos talquito.

–Chaparrita, está muerta y nada podemos hacer.

–Sí que podemos. Yo creo que si la alimentamos y le hacemos recordar las cosas que hacía, puede volver a ser nuestra madre.

Aunque al principio me opuse rotundamente a conservar a mi madre como zombi, tampoco pude decirle que no a mi hermanita que, después de todo, necesitaba a una mamá.

Así, le dimos de comer todos los días hasta que de repente dejó de gruñirnos. Luego la desatamos, aunque la teníamos confinada a su recámara. Pasaron varios meses, mi mamá zombi comprendió que no debía atacarnos y fue entonces que la dejamos libre en la casa.

Entre mi hermana y yo, poco a poco, le enseñamos a recoger la ropa, a poner la lavadora, a programar el despertador, a cocinar huevos revueltos, primero, y luego hot cakes. Hoy, lo único que nos recuerda que mi mamá es un zombi es el hedor que lleva a todas partes, los dos kilos de carne cruda que se come diariamente y los gruñidos que sustituyeron los que suponemos eran buenos consejos.