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Ver día anteriorDomingo 5 de febrero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿La Fiesta en Paz?

De cornadas, resbaladas y juladas

U

n aficionado tuvo la gentileza de enviarme un video con lo más destacado de la pasada feria de San Isidro, en Madrid, acompañado del siguiente comentario: Olvídense de coloquios, blindajes y unescos y acuérdense de echar a las plazas de México el toro con edad, trapío y bravura. Esto de la fiesta no es ciencia, es conciencia y grandeza. Si no recuperan ambas no habrá organismo que los defienda de sus abusos y mediocridad.

En el breve pero confirmador video volví a disfrutar del trapío, pujanza y transmisión –emocionar al público, sepa o no, con la sensación de peligro real de una embestida brava– de los buenos toros españoles, así como de la inmensa torería del joven mexicano Arturo Saldívar la tarde de su confirmación de alternativa, frente a huracanados y amenazantes pitones del hierro de Núñez del Cuvillo, al que recibió con inverosímiles y templados derechazos de rodillas ¡en los medios!

Acá Saldívar se presentó en la corrida inaugural de la temporada, y como cometiera el pecado de superar a Diego Silveti y al calamitoso Enrique Ponce –el torero que está tirando del carro, el que está haciendo fiesta, según el torvo inquisidor de las cosas taurinas de la Nueva España, José Carlos Arévalo– ¿qué creen?, pues que la inefable empresa de la Plaza México ya no lo ha vuelto a anunciar. Tienen razón los del Cecetla (Centro de Capacitación para Empresarios Taurinos de Lento Aprendizaje): ¿cómo se atreve este muchacho a cobrar después de haber salido con 4 orejas y un rabo? El dinero de la afición de México, o del origen que sea, es para las figuras extranjeras y sus voceros. Como los 110 mil millones de dólares en gasolina importada en lo que va del sexenio, pues.

Un villamelón próspero afirmaba al término de la decimotercera corrida que todos los toros, incluso los mansos, dan cornadas y que la recibida por el pundonoroso y prometedor Juan Pablo Sánchez en el muslo izquierdo se debió a que el toro le hizo un extraño y no a su celo torero y evidente precipitación para citarlo al natural sin haberlo probado ni fijado antes.

Otro le aclaró: Mira, cornadas dan los mansos, los burriciegos, los afeitados, autobuses, coches, ciclistas y, si no sabes templar, hasta un par de ojos, por decir lo menos. Mi abuela murió al resbalarse cuando salía de la regadera. Hubo dolor, pero no emoción estética. En efecto. La esencia de la tauromaquia no son las cornadas, sino el desempeño técnico e inspirado en conjunción con la bravura, no con la docilidad, exigida aquí por las figuras importadas y servida por las empresas postradas, esas que en los países dizque taurinos de Latinoamérica optaron por traer toreros en vez de hacer ídolos en los que la gente se refleje. Pero en su desbocada autorregulación, a los multimillonarios promotores todo se les resbala.

A muchos taurinos y a no pocos aficionados suelen caracterizarlos la soberbia y la autocomplacencia. Un exitismo de clase y un narcisismo de devotos les impiden ver la realidad, tanto de esa fiesta que pretenden promover y amar como de las sociedades donde aún subsiste. Y claro, como no hay cuestionamiento alguno y menos corrección oportuna de las graves desviaciones taurinas –novillos y no toros, repetitividad y no bravura, amiguismo y no rivalidad, complejos y no autoestima, menosprecio y no grandeza–, ¿qué han hecho? Identificar a los antitaurinos como el enemigo a vencer y gritar, ¡al ladrón, al ladrón!, mientras en sus países las empresas matan esa tradición.

Por eso en la decepcionante corrida anterior tuvo su trasfondo la molestia de Julián López El Juli al encarar a un aficionado y señalarle las condiciones del manso, cuando desesperado ante la nula bravura de los de Fernando de la Mora que exigió meses antes debió fajarse con la tercera mesa con cuernos que le tocaba en suerte. Fue como decirle al gritón: A mí no me reclames la comodidad que escogí. Lorenzo se habría carcajeado, más que por el cinismo por el desplante sin bases de Julián.

En nuestros países taurinos el que paga no manda, pues esa deliberada dependencia impide a las empresas imponer criterios en beneficio de la fiesta y del público. Por su ventajista parte, desde la escalerilla del avión los importados miden el nivel de taurinismo del nuevo continente, así como sus ancestrales complejos y postraciones. Por ello imponen tarifas y exigen ganado chico –después de la guerra que libran en su país–, alternantes y fechas, repitiendo como sino fatal el intercambio de oro por cuentas de vidrio y espejitos.