Opinión
Ver día anteriorLunes 16 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Educación e igualdad
L

a nación es un pueblo que comparte una cultura; el concepto es sociológico y su esencia es la comunidad de historia, lenguaje, costumbres y creencias; en México nuestra integración como nación ha tenido muchos obstáculos; la Revolución Mexicana, en su momento, contribuyó en mucho en favor de la igualdad de todos los que la integramos.

Lamentablemente, la Revolución fue traicionada y en muchos aspectos. Lo que se logró al principio se estancó y en algunos casos se retrocedió; podemos decir que el proceso revolucionario motivó un doble progreso contrario, avanzó el bien, es decir, se consolidó la nación y simultáneamente hubo pérdida de vidas y destrucción de riqueza, sin embargo, entre los frutos plausibles de encontramos pasos positivos hacia la igualdad.

A la mitad del siglo XX más en las sociedades urbanas que crecían y menos en las rurales, dos instituciones eran vehículos para la igualdad de los jóvenes de entonces: el servicio militar obligatorio y el sistema educativo.

En filas, como conscriptos, marchando los domingos y haciendo ejercicios militares, a los 18 años, sin excepción de personas, de fortunas, de características étnicas, o de lugar de residencia, vestíamos uniformes similares, obedecíamos las mismas órdenes de los oficiales de complemento y con ello adquirimos disciplina y asimilábamos valores cívicos y patrióticos.

En filas, éramos iguales, aun cuando no faltaban unos pocos que rehuían del servicio con sobornos o influencias, pero fueron los menos, y ciertamente ni bien vistos ni aceptados. Había incipiente –no muy definido pero lo había– un sentido de comunidad, de pertenencia a la patria y un concepto de deber para con ella.

La escuela pública era otro ámbito al servicio de la igualdad, en especial en la educación superior; no se habían multiplicado aun las escuelas profesionales privadas y todo aquel que quería estudiar llegaba a una escuela pública, el Instituto Politécnico Nacional, la Universidad Nacional Autónoma de México y la Escuela Nacional de Maestros.

No se trataba de una nación consolidada, pero nos acercábamos mucho a un ideal en que compartíamos, a través de las clases de historia, un pasado común y teníamos esperanzas en un futuro también común, con oportunidades similares para todos. Primero en el viejo barrio universitario, en las secundarias que ocupaban antiguos edificios y luego en Ciudad Universitaria, en el Casco de Santo Tomás y en otros inmuebles destinados a la enseñanza, estudiábamos juntos jóvenes de todas las clases sociales y de todas las fortunas.

La tendencia contraria existía: recuerdo en la Facultad de Derecho la competencia soterrada pero real entre los que llegaban de las preparatorias particulares, el Patria, el México, y los que proveníamos de San Ildefonso; luego, años después, vino el deterioro, aparecieron rasgos de desigualdad y discriminación. Coincidió con el aumento de la corrupción en las peores etapas de priísmo y se recrudeció con la globalización y los gobiernos neoliberales.

Se elevó como valor supremo de la sociedad la competencia y los procesos disyuntivos dividieron a todos, al estilo del pragmatismo estadunidense, en triunfadores y perdedores: los primeros eran los hijos de los poderosos, frecuentemente con fortunas de origen tortuoso o francamente deshonesto; los perdedores eran los demás.

Aparecieron conceptos y convicciones que nos separaron en sectores marcadamente desiguales; lo que hizo Moisés Sacal, repugnante delito sin justificación, fue sin duda acción personal y es su responsabilidad, pero también es la muestra de un sentimiento clasista latente; lo que hizo sin pensar la niña que trató de prole a los críticos de su padre es el reflejo de la misma convicción de desigualdad que se asume con toda naturalidad, compartido por muchos, aunque no siempre expresado.

Los adjetivos de naco, equis, prole no son usados excepcionalmente, se han vuelto la regla, muchos más de los que imaginamos; ven a los demás por encima del hombro y la sumisión, y la pasividad ante la agresión es una actitud generada por una desigualdad palpable, lacerante y creciente.

Debemos revertir el proceso, la educación es el camino de regreso a la integración, a la solidaridad, a la igualdad; lamentablemente la que propone el gobierno actual, aturdido y miope, es elitista y selectiva, contraria, por tanto, a un proceso de integración nacional. El contraste está en las becas que el Gobierno del Distrito Federal otorga a los preparatorianos de escuelas públicas, en la Universidad de la Ciudad de México, hoy mal entendida en cuanto a su finalidad de abrirse a los marginados, y en las preparatorias que el gobierno anterior estableció en zonas pobres.

Si no apreciamos el valor social de la escuela pública, que a tantos ha dado la oportunidad de salir adelante, si nos dejamos avasallar por los dudosos conceptos de competitividad, excelencia y otros de ese género, en el fondo socialmente negativos y discriminatorios, el país no saldrá de sus problemas; la oportunidad de optar por un modelo de escuela democrática se dará en el próximo proceso electoral por la vía pacífica. Después, quién sabe.