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Las afueras
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El autor coahuilense Luis Jorge BooneFoto Teresa Cárdenas
 
Periódico La Jornada
Sábado 7 de enero de 2012, p. 3

El paisaje de Cuatro Ciénegas es el escenario donde transitan los hermanos James y William, protagonistas de Las afueras, primera novela del escritor coahuilense Luis Jorge Boone (1977), después de incursionar en la poesía y en el cuento. El paraíso acuoso entre el desierto y las montañas descubre vínculos fósiles de dos vidas, sus amores y sus muertes, en una historia de amistad, maduración, celos y violencia. Con autorización de editorial Era se publica este adelanto, de una obra que linda con fronteras de realismo desnudo y puerco, hasta registros que vencen la costumbre

Uno

¿Lloraba por los muertos o porque
después de tantos años me encontraba
de una manera extraña todavía
al inicio de mi vida, o porque, al contrario
de lo que notaba, sentía que
estaba al final del viaje de mi vida?

Orhan Pamuk

Estromatolitos (I)

No podía dormir. Lo inquietaba el hecho de que más allá de sus ojos cerrados, la interminable luz del desierto inundaba la habitación. Perderse en el sueño sería imposible, comprendió, por más que invocara la oscuridad de la inconsciencia con la pequeña oscuridad de sus ojos cerrados. La incomodidad que lo corroía en cuerpo y alma era absoluta, incurable. Parecía un muñeco que alguien arrojó sin cuidado a mitad del cuarto. Las piernas le salían fuera de la cama y formaba un puente hasta el respaldo de una silla cercana. Sentía el ritmo de sus músculos al adormecerse poco a poco. Bocarriba, los brazos cruzados sobre la cara, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, los pies atenazados por los tenis que ardían con el recuerdo del calor reverberante de la calle. La espalda le dolía por el esfuerzo de sostener la posición, desesperado por comunicar la aplastante indiferencia de los cuerpos vacíos. De cualquier forma, fingirse dormido era lo mejor que podía hacer.

Se preguntaba cuánto tiempo puede un hombre simular algo así cuando un leve cosquilleo lo trajo de regreso a las espinas de la realidad. Una sensación sobre la piel. Fue consciente del silencio antinatural que lo rodeaba. Las partes que lo componían, cuerpo, espíritu, memoria, sentidos, disgregadas en la dimensión infatigable de su espacio interior, iniciaron el lento proceso para reconectarse y avanzar juntas hacia el estado de alerta. Percibió la sensación con un poco más de claridad. Algo vago, impreciso, caminaba sobre el antebrazo con que se cubría el rostro. Quizá un insecto. Finísimos pares de patas avanzando sobre su codo. Pero nada del mundo lo haría moverse de donde estaba. Llevaba horas sintiéndose un monigote en el inevitable desmoronamiento de la mañana, la tarde, el día.

El cosquilleo avanzó con lentitud, se ausentó un momento para flotar en el aire, cayó sobre su ceja izquierda, rodó por la pendiente de la sien y se perdió de nuevo en el vacío. Ahora, recompuesto, supuso que la muchacha había abandonado la ventana y que la punta laqueada de una de sus uñas rozaba con tiento su piel. Las cosas empezaban a enderezarse. Abrió los ojos. Luz. Luz cegadora. Ella continuaba recargada contra el marco de la ventana, desafiante, obstinada en mirar el paisaje desbordado.

Las cortinas agitadas por el viento enmarcaban la silueta de la muchacha y el deseo humillado de James. Las ondulaciones de la tela parecían las de un espíritu a punto de raptarla. En silencio, él trató de recuperar su estado de relajación. No quería dar señales de vida. Se preguntó el origen de aquello que le había impedido continuar en la inmovilidad. Giró la cabeza y miró el blanco deslustrado de la cama en busca de eso que le había caminado encima.

A escasos centímetros de su cara, brillando sobre el telón de la sábana, encontró un cabello. Uno solo. Liso. Negrísimo. Tanto, le pareció, que su intensidad parecía puesta ahí adrede, para contrastar de forma tajante con los tonos descoloridos de los muros y los muebles.

Durante un buen rato no hizo otra cosa que verlo e imaginar su improbable recorrido. Lo vio flotar, separado de la cabellera de Sagrario, acarreado por el viento abrasador, hasta caer sobre su antebrazo.

La habitación era incómoda. Pero aquella vieja casa de dos pisos, frente a la plaza, era la única opción. En temporada alta, los hospedajes de la ciudad se ocupaban por completo. Aprovechando la sobredemanda, los lugareños improvisaban servicios para turistas. Nada en ese lugar refería la impersonalidad de los hoteles. Había una máquina de coser cubierta con un guardapolvo bordado. Dos repisas con figuras de porcelana, inventario no tan parcial del arca de Noé. Una cómoda a la que se le notaban las veces que había sido heredada. Daba la impresión de que en cualquier momento entraría una abuela ceremoniosa a cambiar la ropa de cama, a revisar que todo estuviera en orden con sus nietos.

Tocaron a la puerta; golpes débiles, pausados. James permaneció en su lugar, recorriendo con la mirada el cabello huérfano sobre la sábana. Escuchó a Sagrario atender a la anciana dueña de la casa, agradecerle y cerrar la puerta. Sonaron pasos que cruzaban la habitación. El silencio se rehízo, interrumpido solamente por los ruidos de voces que llegaban de la calle.

Esperó a que su reloj marcara las siete y decidió que debía salir de ahí pronto. Encontró la oportunidad cuando Sagrario entró al baño. James se acercó a la puerta para avisarle que regresaría al taller. Escuchó el golpeteo del agua cayendo sobre el azulejo. Ninguna respuesta. Cualquiera hubiera estado bien. ¿Por qué no esperas hasta mañana?

O: Acabamos de llegar.

O: Haz lo que se te pegue la gana.

O: Lárgate.

O: Pero no tardes mucho, que era pedir demasiado.

Junto a la puerta, un ventilador con el cordón enredado en el pedestal le anunció una noche incómoda. Despertarían malhumorados, empapados en sudor. La dueña acababa de traerlo. Sagrario lo encendería al salir del baño, se tendería desnuda en la cama, recibiría la brisa, descansaría del viaje, ahora sí, estando sola. Le dolió imaginar su piel todavía húmeda, secándose de prisa en el ambiente.

Al terminar de bajar los escalones, le pareció que salir era mala idea. Mejor olvidar que lo necesitaba con urgencia, ignorar la incomodidad; mejor quedarse. Al pasar frente a la mesa de plástico que funcionaba como recepción, la anciana que hacía de encargada, dueña y recamarera, le extendió un volante con la dirección del dizque hotel.

–Es que todas estas casas se parecen –explicó la mujer, en un gesto práctico que llevaba implícita una indiscreción: la certeza de que casi ningún huésped recordaría, en la madrugada siguiente, dónde carajos tenía que dormir.

Afuera anochecía. Cruzó la plaza del pueblo que ya empezaba a llenarse de gente. Se detuvo frente a los juegos infantiles de la feria que acababa de instalarse en las calles alrededor de la plaza, dio media vuelta y buscó la ventana por la que Sagrario se había asomado toda la tarde. No la encontró. Cruzó la calle y alcanzó a ver la casa por encima de los árboles que rodeaban el quiosco. Tardó un poco en reconocer la habitación. No esperaba verla a oscuras.

Después de caminar quince minutos James se topó con la cortina metálica de Automotriz Chacón bajada, clausurando anticipadamente no sólo el horario de servicio, sino sus planes y hasta un fin de semana que pudo ser perfecto. Poco después del mediodía, los mecánicos se habían desvivido para diagnosticar la falla del Tsuru, pero el entusiasmo no alcanzó para concretar la reparación esa misma tarde. Diario terminaban las chingas del taller en la cantina, en El Tiro de Gracia, según le dijo una vecina que, sentada en una mecedora, se abanicaba con parsimonia en el porche de enfrente.

Debió dejar que Sagrario buscara sola dónde pasar la noche, quedarse a vigilar el avance de los mecánicos, pero esa tarde, la sola idea de separarse de ella le producía un denso malestar. Se lo tenemos para hoy, pero le va a salir caro. Cabrones. Sin saber a dónde ir echó a caminar.

La gente llenaba las calles. La noche prometía ser sofocante, a tono con el día. Durante la Semana Santa, Cuatro Ciénegas se convertía en una fiesta inabarcable, y ningunos cuarenta y siete grados centígrados a la sombra iban a impedirlo.