Opinión
Ver día anteriorJueves 8 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La corrupción
L

a experiencia nos demuestra –la burra no era arisca…– que debajo de las grandes tragedias colectivas, como en el caso de la guardería ABC o en el incendio del casino Royale, suele anidar la corrupción. No sabría decir si muchos de los males que aquejan a nuestra sociedad se originan en esa persistente deformación de las relaciones y las conductas morales, o si esta forma de proceder es el resultado de la imposición de un código clasista que entiende el despojo como una suerte de redistribución que, al final, confisca el esfuerzo común a favor de las fortunas personales, pero es un hecho público, notorio y agraviante que dichas conductas, por razones éticas pero también económicas, son cada vez más intolerables para una ciudadanía que ve escurrirse la juventud o el empleo, mientras la riqueza se polariza endiosada por el individualismo de mercado.

En otras épocas se llegó a decir que en el México revolucionario hasta la corrupción era democrática, pues no se le negaba ni al pobre ni al rico, pero estas leyendas jamás disiparon la estela de cinismo que, en años de primitiva acumulación, favorecieron la aparición de una nueva clase pudiente e inmoral, anclada para medrar en la necesidad multiplicada por la desigualdad. Claro que hubo familias señoriales cuyas fortunas tenían el olor de la sangre, pero sentían cierta superioridad sobre los nuevos ricos caídos como una plaga sobre los recursos ajenos: despreciaban el plebeyismo como un estigma, pero el tiempo que todo lo borra desvaneció los linderos del dinero y reforzó, gracias a fusiones, matrimonios y ascensos meteóricos, la elite que unió a los emprendedores con los parasitarios cuyas ínfulas crecían a su paso por el erario nacional.

Por años, la gente decente asoció la corrupción con el Estado, con el gobierno y los políticos, al punto de desnaturalizar la idea de lo público, y le dio alas a la desvalorización de la vida social, a la indiferencia hacia los bienes comunes y el patrimonio nacional. En nombre de la iniciativa privada se dejó caer la calidad de la escuela, se atacó el libro de texto gratuito o se abandonó el rigor en la dirección de las grandes empresas del Estado: el contratismo –no el aprovechamiento racional de los recursos– pasó a ser la razón de ser de unas empresas condenadas a despilfarrar sus ingresos. México se dejó en el camino lecciones valiosas de la historia, pero no pudo dar el prometido salto a la modernidad: sus capitanes de industria eran flor de invernadero, hijos de la corrupción de cuello blanco. Sólo unos cuantos lograron cruzar el río de la reconversión para nadar en aguas abiertas. Los demás, crecidos bajo la sombra del poder al que despreciaban, se las arreglaron para vivir de sus rentas en el extranjero o como socios menores de los grandes capitales trasnacionales. Y a eso le llamaron confianza.

El arribo al poder de la derecha abanderada por un empresario se presentó como el fin de una época, esto es como un cambio histórico. Sin embargo, cuando Vicente Fox llega a Los Pinos, hace ya mucho tiempo que el viejo estatismo, al que el panismo adjudica todos los males materiales y espirituales de la nación, no existe como tal. En cambio, es obvia y notoria la creciente armonía entre los distintos componentes de la clase empresarial. Y no sólo eso: el gobierno (desde antes de la alternancia) ha renunciado por convicción ideológica (con la venia del Consenso de Washington) al papel que le otorga la Constitución para ejercer la rectoría del Estado. Frente al gobierno emergen los poderes fácticos, que definen buena parte de la agenda y modulan el ánimo nacional. A Fox le queda la moralina de criticar el pasado sin afrontar el presente, de modo que no hay ruptura sino reutilización de lo que va quedando del presidencialismo. La administración del cambio, como lo hará Felipe Calderón después, promueve la libertad de mercado a la vez que mantiene la alianza con los grandes sindicatos corporativos; condena la corrupción en general, como una bandera moral, pero no se advierte disposición semejante para impedir que, bajo el manto de los grandes negocios, prosperen, como siempre, las fortunas personales de los políticos que se consideraban incorruptibles.

Cuando el gobierno está en el tramo final del sexenio, ya es evidente que el panismo no le hizo el feo a la corrupción. La vieja simbiosis entre la política y los negocios mueve intereses e influencias. El dinero compra fidelidades y despierta ambiciones. La rendición de cuentas es todavía, y por desgracia, una ficción que no se cumple en amplias regiones del país. La impunidad está a la orden del día. Los casos recientes de Monterrey y la Comisión Federal de Electricidad son indicadores de por dónde van las cosas. Y todo eso contando con 50 mil muertos en las calles.

A quienes gustan de hacer cuentas alegres es difícil pedirles moderación electoral, un poco de discreción republicana. Viendo lo que hoy se gasta en propaganda, parece muy difícil que nos libremos del diluvio que nos amenaza. Pero hay algo más grave que debería alertar nuestros sentidos: si dos candidatos (panistas) a dos alcaldías pudieron recibir (según filtraciones consulares de Estados Unidos) cerca de 5 millones de dólares en efectivo y especie (un helicóptero), ¿con cuánto más se pondrán a mano tratándose de influir en la sucesión presidencial? ¿Tiene fondo la corrupción?