Opinión
Ver día anteriorLunes 15 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Aprender a morir

Responso por Manolo/ I

A

nte la banalización de la muerte en nuestro país, reducida a escenas cuidadosamente editadas para que vísceras y sangre no salpiquen fuera de la pantalla, salvo a verdugos, víctimas y deudos; frente al ametrallamiento televisivo de ineficaces combates contra el narco, pero eficientes y feroces ajustes de cuentas de éste contra miembros de otras bandas, soldados y civiles; visto el crecimiento exponencial de la incertidumbre, el miedo y el desánimo en la ciudadanía, y la disminución de voces que cuestionen la lectura cínica que funcionarios alegres hacen de una realidad cada vez más atroz, es saludable respiro reflexionar en voz alta sobre la olvidada nobleza de la muerte de algunos espíritus nobles.

Víctor Ortiz Aguirre, cuyo solo currículum vitae llevaría varias columnas, ha cultivado su existencia tanto en la enseñanza e investigación en el país y en el extranjero cuanto en el estudio cuestionador de diversas vertientes de la bioética, así como en la atenta asesoría a organismos internacionales en materias como el sida y la violencia de género. Excepcional conferenciante y riguroso autor, Víctor se dio tiempo, además, para incursionar en el mundo maravilloso de la danza, concretamente del baile flamenco, donde surgió su entrañable amistad con el maestro Manolo Vargas. Al respecto dice Víctor:

“Este 15 de agosto de 2011 Manolo hubiera cumplido 99 años… Se nos fue a sus tan sólo 98, porque hay seres que deberían vivir un poco más. Porque hay seres que las nuevas generaciones se perderán para siempre. Porque hay seres como Manolo, Manolo Vargas.

“María Elena Anaya tomaba clases de contemporánea donde yo daba clases de ese estilo de danza. Al paso de los meses comenté con ella mi necesidad de encontrar otras formas de danza donde se hiciera música con el cuerpo, donde se utilizara cada parte de sí. Ella dijo: me estás hablando del flamenco, ve con mi maestro a tomar clases. Pasaron tres meses hasta que decidí ir con el maestro Vargas. Desde la primera clase quedé totalmente avasallado por la belleza de tal forma de danza, por la manera de dar clases, por la humanidad de ese hombre. Mi vida cambió.

“No había forma de no amar a Manolo, como tampoco la había para cerrar el corazón y los oídos ante sus palabras. Compañero, cómplice, padre, amigo, hermano, sabio, guerrero, humorista… Ni yo he llegado a conocerme como siento que Manolo me conoció”, señala el maestro Ortiz. (Continuará)