Oro de pobres

A MÁS DE DOS DÉCADAS de la antidemocrática incorporación de México al neoliberalismo descarnado, como uno de sus laboratorios neocoloniales más “avanzados” en el hemisferio americano, el panorama no podría ser más desolador e indignante. El “libre” comercio con Estados Unidos y Canadá, yugo fundamental de nuestra economía (hay otros: la corrupción gubernamental, el narcotráfico, la desigualdad sostenida), cumple con creces su proyecto de destruirnos como Nación soberana y amenaza con borrar todo lo regional en beneficio de las grandes empresas trasnacionales, que para nosotros son desnacionales. Con más del 10 por ciento de la población obligada a la migración ilegal y la semiesclavitud en el vecino país del norte, y con la mitad de los mexicanos restantes hundidos en la pobreza, el proyecto político y económico de la ultraderecha triunfante nos está destruyendo y no se vislumbran alternativas coherentes y viables, como no sean las luchas focales y aisladas, por lo general en territorios indígenas. En tanto, los sindicatos tradicionales son la encarnación misma de la derrota (electricistas, mineros), cuando no de la descomposición (petroleros duchampistas, maestros gordillanos).

El oro es la metáfora cruel de nuestro presente. La vinculación barroca entre el áureo metal y el excremento proporciona una clave de nuestra condición vergonzosa. El capitalismo entra en recesión mientras el oro sube hasta las nubes, y hoy se ofrece a las mineras nuestro subsuelo para que sus señorías saqueen lo que quieran sin consideración alguna por los mexicanos. El oro siempre está ensangrentado, y el calderonato alcanza pavorosos récords en materia de sangre que no despeinan a los inversionistas de la extracción, los emaciadores de la tierra cultivable, los envenenadores de nuestros ríos, ni los banqueros yanquis y gachupines. Eso sí, el gobierno federal gasta carretadas nada transparentes de dólares en recomprar el metálico recurso que tan bien supo malbaratar a sus amos con servil obediencia, y en un arrebato anal lo entierra en las bóvedas del Banco de México y uno que otro innombrable bolsillo particular.

Para garantizar el proceso, este gobierno desató una guerra sin pies ni cabeza, suficiente para doblegar las voluntades de resistencia en buena parte del país, incluyendo aquellas arrogantes urbes de “progreso sostenido” como Monterrey. Con el norte y buena parte del occidente convertidos en campo de batalla donde la violencia es unilateral entre pandillas criminales y tropas o policías degradadas que se supone están enfrentándose, la percepción neta es que coinciden en desproteger y aniquilar a la gente. ¿Qué tan distintos son los fuegos mortíferos de nuestro oro en Chihuahua (primer productor del mencionado recurso) y los diamantes ensangrentados de Sierra Leona? A lo mejor la tragedia juarense no es mera casualidad.

El extractivismo desbocado no sólo infectó a escala suicida a países con gobiernos entreguistas como el nuestro, Colombia, Honduras y Chile. También aqueja a los presuntos Estados “progresistas” del sur, no importa cuán lindas credenciales de vocación popular nos quieran presumir. Y la epidemia no se limita a los metales y el petróleo. También los ríos, las semillas naturales, los territorios más o menos conservados. La coartada del progreso se cae en pedazos. En México vivimos un festín de pillos al que los partidos políticos son invitados de honor (aunque poquito) y los monopolios de nuestros magnates Forbes se ahítan con las sobras que dejan los capitalistas extranjeros. Saqueo, despojo, gestión corrupta e irresponsable en todos los niveles de “gobierno” son el signo de los tiempos.

De abajo, y sólo de ahí brotan hoy las únicas reacciones vitales. De los pueblos mayas, andinos y amazónicos. De los mapuche y los ngobe. De las organizaciones populares aún a salvo de la complicidad con los vendepatrias y los represores.

O sea, de allí donde lo pequeño todavía es hermoso.