Opinión
Ver día anteriorMartes 9 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Educación curatorial
C

oordinado por Kitty Scott, cuyo nombre aparece en la portada, existe un discreto y bien editado volumen cuyo título me llamó la atención debido a que, sin saber nada del asunto, lo atribuí a Cuauhtémoc Medina. Se titula Raising Frankestein: Curatorial Education and Its Descontents. Fue editado por el Banff Center, cuyo lema es inspiración creativa.

Se trata de una institución cultural, educativa y multidisciplinaria ubicada en Alberta, Canadá, que recibe propuestas, sometidas a arbitraje, encaminadas a participaciones colectivas o individuales.

No me equivoqué al atribuir el título a mi colega. Está integrado por dos evocaciones. La primera se refiere a Educando a Arizona (Raising Arizona), la película de los hermanos Coen, y la segunda es la traducción al inglés de Das Unbehagen in der Kultur, 1930, o sea El malestar en la cultura, de Sigmund Freud, cuyo famosísimo nieto pintor, Lucien, recientemente falleció. El título implica que la educación, entrenamiento o preparación de curadores supone enfrentarse a un organismo compuesto de varias partes, al que hay que darle vida y acción. Tal misión pudiera implicar perturbaciones, debido a que (Sigmund dixit) “los límites del yo no son fijos”.

La idea del curator se ha modificado radicalmente durante los pasados lustros. Antes, los curadores formaban y siguen formando parte inextricable del personal de los museos, dependen de los mismos y se ocupan de la catalogación, diagnóstico del estado de las obras, preservación y en muchos casos selección y exhibición. En los museos de cualquier latitud que se califican de tales existen curadores, pero desde luego tal actividad rebasa ese campo. Estamos en la era de los curadores y ahora trabajan en estrecha reunión con los artistas, y ya sabemos que en la curaduría se deposita el sentido o lectura de las exposiciones o participaciones, nacionales e internacionales.

A la reunión aludida concurrieron varios curadores y teóricos, entre ellos el mismo Cuauhtémoc Medina.

Otro participante, Francesco Manacorda, escogió como título de su participación también una evocación de Edward Albee: el autor de ¿Quién teme a Virgina Woolf? Su participación fue ¿Quién teme al público ideal? Manacorda, algo conflictuado, expresa que la práctica curatorial necesita estar al servicio del artista y que los curadores deben procurar que los sueños de él o de ella se hagan visibles, por decirlo de algún modo. No obstante, manifiesta con contundencia que se debe tener en cuenta al público.

Al mencionar a Umberto Eco, refiere que el autor de la idea curatorial imagina un cierto tipo de público, pero que tales receptores anhelados, no sólo no se corresponden con la realidad de la audiencia, sino que ésta ni siquiera desearía ocupar el lugar que el curador pretende. Afirma sentirse preocupado, debido a que muchas propuestas curatoriales sólo con los propios colegas curatoriales como público ideal (p. 46).

Manacorda fue curador de la Barbican Gallery, de Londres, y también es conferencista visitante en el Royal College of Art.

Cuauhtémoc Medina alude a un vetusto método que redundó en que ciertas personas, tramitando una suerte de carismática proclamación, se autodenominaran curadores. Pero no hay curador cuyo llamado vocacional no envuelva, hasta cierto grado, peculiares mezclas genealógicas, burocrática y mesiánicas que dan como resultado principios (inceptions) o modos de actuación que pueden estorbar o contradecir sus propias ideas.

Más que el término creación, pronuncia, hay dos palabras que plagan el vocabulario de las acciones curatoriales: negociación e intervención.

Se acepta que un curador tiene que negociar con todo, absolutamente con todo, excepto con sus propios métodos de negociar, y es por eso que el término, más allá de su genealogía, que parte de la antigua ley romana, ocupa o debe ocupar el locus de una permanente revisión y reinvención de los contextos artísticos. Esa sería la meta ideal y pienso que es correcta, aunque alcanzable sólo en muy contados casos.

Medina asume que hay toda clase de curadores y que tanto los preparados y educados para sus quehaceres, como los arribistas, colaboran y surgen en los mismos espacios.

Curar, admite, no es tanto una profesión como una función que se ajusta y que muda de acuerdo con cada proyecto específico. Hasta donde capto su dicho, que cito casi textualmente, aunque en español, ni siquiera el mejor currículo o validación académica logra cancelar la impresión de que los curadores carecen de un criterio profesional compartido. Eso, a mi juicio, no sería un defecto, sino un medio de evitar la academia curatorial, misma que existe pese a todo.

Volviendo a Freud, el curador ejerce su propio imperio yoico y no puede ser de otro modo.