Opinión
Ver día anteriorMartes 26 de julio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Rodríguez Lozano en el Munal
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oy día en esta ciudad se revisan mediante exposiciones monográficas a tres pintores: Roberto Montenegro, Ricardo Martínez y el que ahora me ocupa: Manuel Rodríguez Lozano.

La muestra, con todo y faltantes negados por algunos coleccionistas e instancias, es la más completa que se le ha brindado, pues ofrece el meollo de su trayectoria pictórica en su contexto. Hay demasiados misterios en su vida imposibles de develar a través de su pintura, pues ese intento, a tanta distancia, únicamente redundaría en sobreinterpretaciones.

La exposición de Rodríguez Lozano, el catálogo próximo a aparecer y el ciclo de conferencias que acompañan su vigencia suscitará la necesidad de ahondar en su problemática, como ya sucedió en parte a través de la publicación de la entrevista a Raquel Tibol, efectuada por el curador el 6 de junio pasado.

En parte versa sobre el hurto del que se le acusó injustamente, cuando fungía como director en la ENBA (Escuela Nacional de Bellas Artes, hoy de Artes Plásticas), endilgándole haber sustraído o perdido grabados de Durero y de Guido Reni, que aparecieron por casualidad hasta 1966.

Durante su consecutivo encarcelamiento en Lecumberri, el artista pintó La piedad en el desierto, el mural transportable que no falla en llamar la atención en la sala de los murales del Palacio de Bellas Artes. Es interesante percibirlo ahora adherido a su propia producción y, sobre todo, calibrar la diferencia que existe entre ese trabajo al fresco de 1941 y la versión al óleo de 1945 que también se exhibe. Eso, por sí sólo, amerita la visita al Museo Nacional de Arte (Munal) por pintores actuales.

La exposición abarca trabajos desde 1922 hasta 1958, si bien el pintor de vida tan callada y carácter difícil, falleció en 1971. ¿Por qué decidió abstenerse de pintar durante la etapa postrera de su vida?, sus razones quedan en la incógnita,

La curaduría, a cargo de Arturo López Rodríguez, está dividida en rubros. La muestra abre con una pintura muy plana (a mi juicio), que ha sido poco vista. No se optó por visión cronológica. Al ingreso sigue la visión de su etapa denominada colosal, dado que en ella se inscribe el cuadro del personaje visto de espaldas titulado El coloso (que no es afortunado), más otras pinturas que integran la que quizá sea una de las dos modalidades con las que tendemos a identificarlo en mayor medida.

En esta sección destacan Las parcas, tres mujeres de enormes extremidades inferiores que devanan una bola de estambre rojo, lo que da el título a la escena. El empleo del color es algo en lo que hay que poner mucha atención, sus usos en ese aspecto guardan relación con las visiones que tuvo de las vanguardias parisinas, practica la figuración como si fuera un artista abstracto.

Siempre afirmó que fue autodidacta, cosa que no necesariamente es cierta, porque durante su estancia europea pasó lapso sobrado en San Sebastián, donde el tiempo liberado del que disfrutaba pudo ponerle en contacto con maestros de la región. Fue tan buen dibujante que Picasso le obsequió un grabado que dedicó al gran dibujante Rodríguez Lozano, creo que lo hizo porque sus dibujos, llamémosles académicos, guardan reminiscencias de Ingres y Picasso; vaya si admiraba a Ingres.

Rodríguez Lozano puso énfasis en la influencia que recibió de Picasso, pero ya viendo de cerca, me parece que ni aun en la etapa gigantística o colosal su opción se base en el periodo Dinnard del malagueño.

Otra pintura en esta sección, El Verdaccio, se integra de dos figuras; una mujer arrodillada vista de perfil parece secar o limpiar la piel del enorme joven sentado y frontal que se mira en un espejito. No es que éste sea verde, sino que el término alude a su lozanía: él es todavía verde, eso quiere decir la palabra verdeggiante. Quizá el autor escogió el título atendiendo a su apellido, se sintió lozano y en cierto sentido todavía verde.

El título del segundo apartado un fauvismo mexicanista me parece menos afortunado, pues veo pocos o ningún eco fauve en sus obras que están en perfecto contexto con la llamada contracorriente a la que ha aludido Jorge Alberto Manrique.

Ésta se inserta, desde luego, en la escuela mexicana de pintura, en cuanto a obra de caballete (no en los murales) de esa época. Así como en el primer rubro se incluyó, muy pertinentemente, una obra lozaniana de Francisco Zúñiga, en éste hay piezas de sus discípulos y amigos-amantes Tebo y Nefero. Puede verse su autorretrato de 1924 en el estilo que fue propio de Abraham Ángel. Se le ve de frente, vistiendo una gabardina muy europea de cuello levantado. Es un dandi ante un villorio.