Opinión
Ver día anteriorMartes 26 de julio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La iglesia a la hora de la tragedia noruega
L

a destrucción de gran parte de los edificios del gobierno noruego en Oslo y la masacre de muchachas y muchachos laboristas perpetrada el viernes pasado por un fanático y cobarde joven neonazi en Utoeya, una isla muy cercana a la capital de Noruega, ha cubierto las principales páginas de este diario y de la prensa internacional. Ya son más de ochenta las víctimas que perdieron la vida. Se trata de la mayor tragedia que ha sufrido el pueblo noruego desde la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial.

El domingo, casi todos los 5 millones de habitantes que pueblan este país fueron a la iglesia más cercana a su casa. Los noruegos en general van poco a su iglesia, que es luterana y cuyo jefe es el rey; la mayoría va el día de Navidad, pero fuera de esa fiesta, lo hace muy raramente. El domingo nadie los invitó; fueron espontáneamente. Aquí en Oslo, donde vivimos cerca de un millón de personas, desde muy temprano en la mañana había cola para entrar a la catedral. A la misa de las 11 acudieron el rey y su familia; el primer ministro, su gabinete y el pueblo. Al emotivo sermón de la obispa Byfuglien siguieron las palabras del primer ministro, Jens Stoltenberg, del partido laborista, amigo de muchas de las víctimas y de sus familias; su elocuencia provocó las más hondas emociones. El propio rey no paraba de secarse las lágrimas, la congregación ahí reunida tampoco, y seguramente los miles de televidentes a lo largo del país compartían esa misma emoción.

A la hora de la comunión, todos los asistentes, entre ellos el rey y su familia, se acercaron en fila a recibirla. El imponente silencio que envolvió el ritual sólo fue interrumpido por los sollozos de muchos que no pudieron contener el llanto.

Por la tarde fuimos a depositar un ramo de rosas en el atrio de la catedral y a encender veladoras. Una multitud rodeaba el templo; las flores ya desbordaban el atrio y comenzaban a cubrir la plaza del mercado que está enfrente. En el interior del recinto la gente rezaba, se consolaba en voz baja y circulaba: niños, viejos, jóvenes, creyentes y no creyentes, musulmanes, ellos con sus turbantes y ellas cubiertas con su tradicional velo. Unos lloraban, otros se abrazaban sin siquiera conocerse, otros encendían veladoras. Ya que Noruega ha abierto sus puertas a miles de musulmanes originarios de Pakistán y también de muchos otros países, las mezquitas del país también estaban abiertas y llenas de gente.

Cuando regresamos a la casa en la noche, encontré un mensaje de nuestra hija, que vive en Los Ángeles, para contarnos que había ido a la iglesia de los marineros noruegos que hay en Long Beach para compartir la pena con sus paisanos. Me quedé pensando que ella no había ido al consulado, sino a la iglesia a la que nunca había ido desde hace más de un año que se mudó allá. Me quedo pensando también en la espontaneidad con la que los noruegos fueron a buscar consuelo en la iglesia; no acudieron ni al parlamento, ni al palacio del rey, ni a la alcaldía, ni a la universidad, ni al estadio: fueron directamente, casi diría instintivamente, a la iglesia para sentir en carne propia la unión con los demás, para verificar concretamente esa idea tan abstracta de la fraternidad en las peores horas. Me conmueve esta imagen de la iglesia abierta, la iglesia del pueblo; este testimonio es mejor, infinitamente más elocuente que cualquier especulación teológica. Es el espíritu de la iglesia del nuevo siglo alojada, hoy en Oslo, tanto en los templos luteranos como en las mezquitas. Aquí la iglesia es efectivamente del pueblo y en el espíritu democrático de este pueblo noruego encuentro una conmovedora lección del calor humano ante la adversidad.

Dicen que a partir de estos terribles sucesos la vida del pacífico pueblo noruego tendrá que cambiar por las medidas de seguridad que habrán de tomarse. Pero yo confío en que un día de estos vuelva a encontrarme en la fila de la caja del modesto supermercado de la esquina de mi casa con el ministro de Relaciones Exteriores cuando por la tarde regresa a su casa y pasa a comprar la comida para su cena, o cuando veo a la esposa del alcalde en el tranvía, o al primer ministro en su bicicleta, o al rey paseando a su perro por la orilla del fiordo. No dudo que las puertas de Noruega seguirán abiertas de par en par para los que buscan refugio y oportunidades de trabajo a pesar de la criminal reacción neonazista contra el multiculturalismo y la humanitaria y generosa hospitalidad noruega. Estoy convencido de que el genuino espíritu democrático e igualitario de este pueblo es inquebrantable.