16 de julio de 2011     Número 46

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


IMAGEN: José Guadalupe Posada

Pobre del pobre

Una forma de ser muy feliz es ser muy, muy, muy rico. Hay algunos placeres humanos que el dinero no puede comprar… pero de momento no recuerdo cuales. He escuchado a los ricos quejarse de que hay problemas que no remedia el dinero. Pero un problema es un problema es un problema y dos veces problema si uno es pobre.
Kurt Weill y S. J. Perelman. Un toque de Venus

Crisis alimentaria es un eufemismo para no decir hambre: expresión máxima de la pobreza y un flagelo que la modernidad prometió desterrar, que nunca erradicó del todo y que en el tercer milenio arremete de nuevo encarnizado y global. Por el momento sus víctimas son mil millones de pobres que se van a dormir con la panza vacía, y cada día son más. En vez de abundancia, el capitalismo trajo escasez extrema: un enrarecimiento de las premisas naturales y sociales de nuestra existencia que nos amenaza como especie. Y el epítome de la escasez es la insuficiencia e inaccesibilidad de los alimentos que sustentan nuestra reproducción biológica.

La injusticia distributiva es crónica y, aun existiendo comida suficiente, siempre ha habido quienes padecen por no poderla pagar. Pero el hecho es que como efecto del riego, la mecanización, los fertilizantes y las semillas mejoradas, en la segunda mitad del pasado siglo aumentó notablemente la productividad en el cultivo de granos y desde la segunda guerra mundial hasta fines del milenio el precio de los alimentos disminuyó 75 por ciento. La gran promesa del capitalismo parecía estarse cumpliendo gracias a la Revolución Verde y el impulso a la agricultura industrial.

Los primeros nubarrones aparecieron en la década de los 80s de la pasada centuria cuando la tasa de crecimiento de la población rebasó ligeramente a la de la producción de trigo y maíz: 11.8 por ciento contra 11.7, alcance que no se había presentado en los 20 años anteriores. Y el panorama se acabó de oscurecer durante los 90s, en que la producción de maíz, trigo y también arroz, creció más lentamente que la población mundial, profundizándose en la primera década del siglo XXI pues entre 2008/09 y 2010/11 las cosechas mundiales de granos se redujeron 2.6 por ciento. Un factor importante en este comportamiento es que en los diez años recientes el crecimiento, antes acelerado de los rendimientos por hectárea, se estancó en el caso del maíz y la soya y disminuyó en el trigo y el arroz.

Es en este contexto que en 2007 y 2008 se disparan los precios de los alimentos, carestía que se repite y aun se incrementa en el nuevo pico 2010 y 2011. Para marzo de 2011 los precios reales de los alimentos han alcanzado el nivel más alto de los 27 años recientes, y las prospectivas de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) son pesimistas pues, debido a factores climáticos, en vez del aumento esperado inicialmente de 1.2 por ciento, se estima para 2011 una caída de dos por ciento, y una reducción en las reservas de maíz y trigo de 12 y 10 por ciento, respectivamente.

En el desmesurado encarecimiento de la comida desde 2008, tiene un papel destacado la especulación: juego económico en sí mismo perverso que sin embargo se monta sobre una real situación de escasez relativa, reservas mermadas e incertidumbre climática. El poder de chantaje de las trasnacionales y el arrasador efecto social de la carestía por ellas agudizada se hacen patentes si tomamos en cuenta que, según el Banco Mundial (BM), alrededor del 70 por ciento de los países son importadores netos de comida y que, de acuerdo con la FAO, hay cuando menos 30 países con necesidad de ayuda alimentaria.

“El mundo quizá deba acostumbrarse a alimentos caros (pues el aumento de la demanda) se debe a cambios estructurales irreversibles en la economía mundial”, sostiene el Fondo Monetario Internacional, y en la más reciente reunión del Foro Económico Mundial, Susilo Bangbang, presidente de Indonesia, pronosticó que “la próxima guerra (…) puede ser la carrera por recursos escasos”.

En nuestro Apocalipsis de entre siglos el jinete de la pobreza con hambre es el más fiero. En 1992 se calculaba que 848 millones de personas se iban a dormir mal comidas, para 2008 los hambrientos eran 923 millones y para 1911 ya pasan de los mil millones. Jacques Diouf, hasta hace poco director general de la FAO, ha dicho que así como van las cosas el objetivo del milenio consistente en reducir el hambre a la mitad, que se había programado para 2015, no se alcanzará sino hasta 2150, de modo que nos esperan cuando menos seis generaciones más de hambrientos. Todo hace pensar que la pobreza alimentaria llegó para quedarse.

¿Somos pobres, apá?... Pos, a según, m’ijo. Y es que pobreza es un concepto relativo. Los neandertales se morían de hambre, de un torzón o de un catarro pero no eran pobres. Las carencias materiales y espirituales siempre agüitan pero se tornan pobreza porque no son fatales, porque en la casa de enfrente, en la colonia de al lado o en el país vecino hay unos güeyes que nadan en la abundancia. Somos pobres porque hay ricos que para serlo se montan en nuestra pobreza. Por más que se modere la indigencia, por más que se atenúe el pauperismo, mientras haya gandallas opulentos no habrá justicia, no habrá verdadero “desarrollo humano”.

Redistribuir parte del ingreso concentrado reduce en algo la desigualdad. Y eso está bien… pero no acaba realmente con la pobreza. No es extremismo fácil y declarativo, es que de veras no hay de otra: para terminar con la pobreza hay que “cambiar el sistema”. La lucha contra la pobreza es la lucha por la utopía, lo demás son sobaditas y trapos calientes. Apapachos que se agradecen pero no curan. En ausencia de la utopía las “políticas compensatorias” son en el fondo placebos.

Me explico: en el orbe-mercado que padecemos no hay estancos de valor económico y en alguna medida todos participamos de la riqueza creada por todos. En una economía mundo como la nuestra el conjunto de todos los privilegios conecta con el conjunto de todas las carencias y toda inequidad tiene su origen en la explotación. En un sistema conformado por ilimitados flujos de valor económico que se nutren del esfuerzo de trabajadores y trabajadoras visibles o invisibles pero todos exprimidos y acogotados, no hay riqueza inocente ni pobreza culpable. En un orden así, el filo del pauperismo puede ser más o menos cortante pero el real “florecimiento humano” es ilusorio pues se mira en el espejo del general marchitamiento humano. Entonces, la realización del hombre será utópica o no será.

No es que estén de más, pero en verdad no necesitamos diagnósticos exhaustivos del sistema para ser llamados al altermundismo. Basta con mirar a nuestro alrededor. La perspectiva visionaria es convocada, sin más, por la evidencia cotidiana de la pobreza. Y la utopía es necesaria para no caer en posturas poquiteras que ven en el pauperismo generalizado un mal corregible con retoques, que conciben el “desarrollo humano” como cuestión cuantitativa que depende del grado de satisfacción o insatisfacción de tales o cuales necesidades.

Ideas, éstas, que coinciden en lo sustancial con la reivindicación que de la utopía hace la inglesa Ruth Levitas en el texto “La educación del deseo: el redescubrimiento de William Morris”, publicado en el número 23 de la revista Desacatos. Ahí escribe la cofundadora de la Utopian Studies Society:

El florecimiento humano es intrínsecamente un concepto utópico en tanto que se enfoca más allá del presente, a un orden social transformado como condición necesaria de dicho florecimiento. El problema conceptual del florecimiento humano es entonces, en sí mismo, el problema de la utopía. Como Marx y los marxistas siempre lo entendieron, es imposible imaginarlo, porque no podemos prever ni cerrar anticipadamente las necesidades, los deseos y las capacidades de los seres humanos del futuro; no sabemos lo que ellos o nosotros podamos ser entonces. Aun así, estamos obligados a intentarlo, pues es solamente el imaginarnos el mundo y a nosotros mismos de otra manera lo que nos proporciona un punto de apoyo para el cambio por la vía de la crítica de las condiciones actuales.

Admitiendo que a la utopía no se llega de sopetón y que la transformación radical que necesitamos será progresiva y demandará un tiempo prolongado, también hay que cuidarse de los “remedios” que teniendo efectos benignos ocultan algunos síntomas pero nos dejan con la enfermedad a cuestas. Por ejemplo, aplacar el hambre que padecen mil millones de personas repartiendo algo de comida o reducir la desigualdad nacional mediante políticas públicas redistributivas y asistenciales como nuestro Oportunidades, es loable y lo segundo quizá hasta se traduzca en cierto “desarrollo humano”, como lo entiende el BM. Pero nada de eso deviene auténtico “florecimiento humano” en un sentido fuerte y con la connotación generosa y radical que le otorgan Ruth Levitas y entre nosotros Julio Boltvinik (a quien podemos seguir los afortunados que leemos este periódico). Y es que la auténtica emancipación supone no sólo retocar sino subvertir un orden como el nuestro donde la inequidad no es relativa sino absoluta.