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El doble juego del poder de Murdoch

Como un califa, el magnate de los medios manipula información con máscara de libertad

The Independent
Periódico La Jornada
Viernes 15 de julio de 2011, p. 48

Es un califa, supongo, casi del estilo de Medio Oriente. Se escuchan todas esas cosas horribles de los dictadores árabes, luego uno los conoce y son el encanto en persona. Hafez Assad alguna vez me tomó la mano largo rato mientras me sonreía paternalmente. Casi me dije que no podía ser tan malo. Eso ocurrió mucho antes de las matanzas de Hama, en 1982. El rey Hussein me llamaba señor, y hacía lo mismo con la mayoría de los periodistas. Estos potentados, en público, a menudo bromean con sus ministros. Sus errores pueden perdonarse.

Los Diarios de Hitler fueron el error de Rupert Murdoch, quien desestimó el cambio de opinión de su propio experto en cuanto a la autenticidad de esos documentos, horas antes de que los publicaran The Times y The Sunday Times. Meses más tarde, mientras yo visitaba nuestra oficina en Londres antes de volver a Beirut, el jefe de temas internacionales, Ivan Barnes, alzó un cable de la agencia Reuters, fechado en Bonn, y vociferó: “¡Ajá! ¡Los diarios son falsificaciones! El gobierno de Alemania Federal comprobó que fueron escritos mucho después de la muerte del führer”.

Barnes me envió con el cable a la oficina del director, Charles Douglas-Home, y allí me encontré con que tenía a Murdoch de visita. Charlie, aquí dice que son falsificaciones, informé mientras evitaba mirar a Murdoch. Pero cuando lo hice, éste reaccionó: Bueno, ahí lo tienen, señaló al tiempo que esbozaba una risita: El que no arriesga no gana. Se veía muy alegre. Su despreocupación era casi conmovedora. Gran historia. El único problema es que resultó no ser cierta.

Lo extraño es que nunca me pareció el ogro de maldad, oscuridad y veneno que se ha pintado en estos días. Tal vez se deba a que sus editores, subeditores y reporteros muchas veces adivinaban lo que Murdoch diría.

El magnate era el propietario de The Times cuando cubrí la sangrienta invasión y ocupación israelí a Líbano, en 1982. Ni una línea se omitió de mis reportes, sin importar cuánto criticara a Israel. Después de la invasión, Douglas-Home y Murdoch fueron invitados por los israelíes a hacer un recorrido en helicóptero sobre Líbano. Intentaron manchar mis reportajes. Douglas-Home dijo haberme defendido.

En el vuelo de regreso a Londres, Douglas-Home y Murdoch se sentaron juntos. Yo sabía que a Rupert le interesaba lo que estabas escribiendo, me confió más tarde. Me dio la impresión de que esperaba que yo se lo dijera, pero nunca me exigió verlo y nunca se lo mostré.

Pero las cosas cambiaron. Antes de ser editor en jefe, Douglas-Home solía escribir para la revista Al Majella, escrita en árabe, a menudo con críticas a Israel. De pronto, sus editoriales para The Times tenían un tono optimista sobre la invasión israelí. Afirmó que en este momento no existe un palestino con el que el mundo pueda hablar.

Agregó –por amor de Dios– que tal vez, al final, los palestinos en Cisjordania y la franja de Gaza dejen de esperar que exhibicionistas como el señor Arafat los salven milagrosamente de hacer negocios con los israelíes.

Todo eso era política oficial del gobierno de Israel en ese entonces.

Posteriormente, en la primavera de 1983 hubo otro cambio. Con pleno acuerdo de Douglas-Home, pasé meses investigando la muerte de siete prisioneros de Israel, palestinos y libaneses, ocurrida en Sidón. Concluí que era obvio que los hombres fueron asesinados; incluso el sepulturero me contó que llevaron los cadáveres con las manos atadas a la espalda y cubiertos de moretones. En ese momento, Douglas-Home argumentó que no podía justificar la publicación del reporte tanto tiempo después de ocurrido el hecho.

En pocas palabras, el método del periodismo de investigación, consistente en corroborar cada dato y realizar entrevistas durante meses, se había vuelto contra sí mismo. Para cuando teníamos los hechos, ya había pasado mucho tiempo para publicarlos. Pregunté a los israelíes si les molestaría llevar a cabo una investigación militar y, ansiosos de demostrar lo humanitarios que eran, nos dijeron que abrirían una pesquisa oficial. La investigación israelí fue, sospecho, una ficción. Pero ese pretexto bastó para justificar que se publicara mi amplio y detallado reportaje. Una vez que los israelíes tuvieron la oportunidad de aparecer como los buenos, las preocupaciones de Douglas-Home desaparecieron.

Cuando murió de cáncer, se anunció que su segundo, Charles Wilson, asumiría la dirección del Times. Murdoch dijo que Wilson fue elegido por Charlie y yo supuse que así había sido hasta que en charla con la viuda de Douglas-Home, me comentó que era la primera vez que escuchó de la supuesta decisión de su difunto esposo.

Todos sabíamos que Murdoch firmaba cualquier cantidad de garantías de independencia para la casa editorial, incluidas omisiones y promesas de buena voluntad cuando compró The Times, para después despedir al director general del periódico, Harlold Evans. Ya después se arreglaría con el sindicato.

Charles Wilson, quien mucho después fue director de The Independent por un breve periodo, era un duro pero amistoso hombre capaz de tratar con igual amabilidad que rudeza a su equipo. También fue bueno conmigo. Pero una vez que visité a Wilson en Londres, Murdoch entró a su oficina. ¡Hola, Robert!, me saludó Murdoch antes de sostener una jocosa conversación con Wilson. Después de que se retiró, Wilson me comentó en voz baja: ¿Te diste cuenta que te llamó por tu nombre de pila? Esto era risible. Era como la sonrisa de Assad o el señor del rey Hussein. No significaba nada. Sólo era Murdoch bromeando con sus ministros y miembros de la corte.

Hubo un aviso de alerta. Cuando en el oeste de Beirut decenas de occidentales aún eran secuestrados, abrí The Times para descubrir que un colaborador pro israelí aseguraba en nuestra página central que todos los periodistas que cubríamos la zona mencionada éramos unos chupasangre, claramente intimidados por el terrorismo. ¿Mi periódico también me consideraba un chupasangre?

Durante todo ese tiempo, Murdoch expresó exclusivamente visiones pro israelíes y aceptó el título de Hombre del Año otorgado por una prominente organización judía estadunidense. Los editoriales de The Times eran cada vez más pro israelíes y hacían uso promiscuo de la palabra terrorista.

El fin llegó cuando volé a Dubai en 1988 después de que después de que el buque USS Vincennes derribó a un avión iraní de pasajeros sobre el golfo Pérsico. Unas 24 horas más tarde yo ya había hablado con controladores de tráfico británicos en Dubai y descubierto que los barcos estadunidenses ya habían interferido en los vuelos de British Airways debido a sus patrullajes del espacio aéreo y que al parecer la tripulación de Vincennes entró en pánico. El diario me dijo que reservaría el aviso en color de la primera plana para el reportaje. Advertí a mis colegas que la información incluía filtraciones de los estadunidenses que dijeron que eran mentira las versiones de que el piloto de IranAir intentaba perpetrar un atentado suicida estrellando la nave contra el Vincennes, y estuvieron de acuerdo.

Al día siguiente, desaparecieron de mi reportaje las críticas de los estadunidenses y habían sido ignoradas mis fuentes. El editorial de The Times incluso sugería que el piloto iraní era un atacante suicida. Un posterior informe oficial estadunidense y testimonios de oficiales de la marina de Estados Unidos corroboraron que mi información era correcta. Pero no se permitiría a los lectores de The Times leerla. Fue entonces cuando contacté a The Independent. Ya no creía en The Times, y en Rupert Murdoch, menos.

Meses más tarde, un editor que había estado de guardia la noche en que envié el reportaje sobre el caso Vincennes recordó en una carta que él había promovido que mi información se llevara en el aviso en color de la primera plana pero que Wilson respondió: No trae nada. No hay hechos. De ser por mí, ni siquiera publicaríamos esta tontería. El editor de la guardia nocturna recuerda que Wilson tachó el reportaje de pendejadas y un maquinazo. La minuta del editor para esa jornada terminó con esta frase: Despojos y Caos en el reportaje sobre el Golfo. George Brock (el editor de internacionales de Wilson) rescribe el material de Fisk.

La buena noticia fue que meses más tarde, ya era yo corresponsal en Medio Oriente de The Independent. La mala es que no creo que Murdoch haya interferido personalmente en ninguno de los hechos que narré anteriormente. No era necesario. Había convertido a The Times en un muy domesticado periódico conservador y pro israelí sin la menor independencia editorial. Me hubiese dado cuenta antes de no ser porque estaba viviendo en Medio Oriente.

Sin embargo, yo trabajaba en la región en que todo periodista árabe conoce la importancia de la autocensura o la censura directa, y donde reyes y dictadores no necesitan dar órdenes. Sus sátrapas, ministros y jefes policiales y demás ramas de sus democráticos gobiernos conocen a la perfección sus deseos, lo que les agrada y les desagrada, y hacen siempre lo que creen que su amo quiere. Por supuesto, todos los representantes de estos gobiernos que conocí siempre insisten en que no es verdad, pero que su rey o presidente, siempre tiene razón.

Estas dos últimas semanas me puse a pensar lo que fue trabajar para Murdoch: lo que estuvo mal fue que el poder se ejerció en forma diluida, a través de otros. Más que nunca, Murdoch fungió como califa, sin ser más responsable de editorial o reportaje alguno de lo que el presidente de Siria es culpable de una matanza, pues ésta fue perpetrada por órdenes de gobernadores que siempre podrán ser juzgados, despedidos o quitados del camino nombrándolos consejeros de algún primer ministro. Así, el líder queda invariablemente libre para ungir a su hijo como su sucesor.

Piensen en Hafez y Bashar Assad, o en Hosni y Gamal Mubarak, o en Rupert y James. En Medio Oriente, los periodistas árabes saben lo que sus amos quieren y ayudan a crear un desierto periodístico sin el agua de la libertad, que sólo refleja una versión distorsionada de la realidad. Lo mismo sucede dentro del imperio de Murdoch.

En ese mundo estéril, la nueva tecnología se usa para privar a los pueblos de la libertad de expresión y de su privacidad. En el mundo árabe, los potentados no tienen problema en que sean nombrados primeros ministros dóciles. El que no arriesga, no gana.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca