Editorial
Ver día anteriorViernes 1º de julio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Jóvenes: criminalización y riesgo
A

yer, en un acto organizado por el Instituto Nacional de Ciencias Penales, diversos especialistas en seguridad interna, derecho penal y antropología social señalaron que en la guerra contra la delincuencia organizada persiste una tendencia a criminalizar a los jóvenes. A renglón seguido, los académicos fustigaron la ausencia de políticas públicas integrales que prevengan con eficiencia la incorporación de la juventud a las filas del crimen organizado.

En efecto, los señalamientos tienen como telón de fondo una tendencia creciente y sostenida a equiparar desde el discurso oficial –aunque también desde la sociedad– la condición de joven con la de delincuente.

En todas las sociedades es común que los estamentos inferiores y más precarios y riesgosos de prácticamente cualquier actividad estén ocupados por muchachos y muchachas, y el crimen organizado no tendría, en ese sentido, por qué ser la excepción. Si a esto se añade la circunstancia de marginación laboral y educativa que en el país padecen millones de jóvenes de escasos recursos –y la consecuente ausencia de horizontes de desarrollo personal más allá de la economía informal, la emigración y la delincuencia– es inevitable suponer que ese sector de la población –colocado en condición de sobrevivencia particularmente precaria– es particularmente propenso a ser reclutado por las organizaciones delictivas.

Desde luego, las consideraciones anteriores no justifican suponer una relación causal entre juventud y delincuencia, pero han alimentado, en amplios sectores, una mentalidad que considera sospechosos por principio a los jóvenes, sobre todo a los de escasos recursos.

Para colmo de males, al agravio que representa el encasillamiento injusto y prejuicioso de este sector poblacional por la sociedad y las instituciones se suma una explosión de violencia y barbarie que, como suele ocurrir con todo conflicto armado, se encarniza particularmente con los jóvenes: lo anterior puede constatarse no sólo con la enumeración de los casos de muchachos y muchachas que han pasado a engrosar el saldo de bajas colaterales, sino también con los datos sobre la edad de los presuntos sicarios abatidos en enfrentamientos entre cárteles rivales o entre éstos y las fuerzas públicas –mayoritariamente entre 21 y 30 años–, así como la de los efectivos policiales y castrenses caídos.

En el contexto de criminalización y riesgo que padecen los jóvenes del país, resulta preocupante que el principal ofrecimiento formulado por el actual gobierno federal a este sector sea que se incorpore a las filas de las corporaciones policiales y la invitación a ver esa tarea como sacerdocio cívico. En condiciones de normalidad institucional y paz social, la carrera de policía podría constituir una opción profesional como cualquier otra; en el México de 2011, en cambio, semejante invitación equivale a colocar a los muchachos del país a merced de la violencia generalizada y de la descomposición institucional y a hacerlos partícipes, con ello, de una guerra en la que la juventud ha sido reducida, por todos los bandos involucrados, a la condición de carne de cañón.