Opinión
Ver día anteriorDomingo 15 de mayo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pérdidas y recuperaciones
M

i conclusión de la semana que pasé entre sedes de la Universidad de California fue que el centro de la ciudad de Irvine equivalía a la identidad que Juan José Arreola perdió en un viaje solo a París; que la Feria del Libro en Español de Los Ángeles, con el hallazgo de su logo LéaLA, equivalía a todo lo que un escritor deseó de una organización como ésa pero nunca obtuvo; y, por último, que las altas palmeras de tronco delgado y penacho pequeño de hojas frondosas que bordean la costa de Santa Bárbara y algunos de sus prados y parques, las lanchas, los veleros, los yates, equivalían al mejor de mis sueños de vida regalada.

No sé por qué acepté la invitación a esa gira, que desde el principio sentí ajena a mí, si no amañada, como no fuera para escribir mi conferencia para Irvine, Ser y no ser una ficción autobiográfica, o armar la plática que di en Santa Bárbara sobre mí misma y el cuento. En Irvine perdí la identidad que el muelle, la librería The Book Den y los estudiantes de Santa Bárbara contribuyeron a retribuirme. El mar atenúa la sensación de vacío, abandono y ausencia que puede dar una ciudad.

Durante mi estancia en el suroeste de Estados Unidos, en el mundo murieron tres celebridades y un profesor de letras hispanas. Recorté las notas de los cuatro recogidas por el New York Times, y por muy diferentes razones lamenté su muerte. La de Ernesto Sabato por haber encabezado la comisión que investigó los crímenes que la dictadura militar de Argentina cometió en la década de los setentas del siglo XX; la de Ira Cohen, porque se llevó a la tumba la obra de arte que hizo de sí mismo; la de Bin Laden, que fue asesinato, porque canceló mi esperanza en Barack Obama. Pero la que sin duda me conmovió más de las cuatro fue la muerte, que fue suicidio –a cuchilladas–, del profesor.

Antonio Calvo era un ciudadano español cuarentón que desde hacía más de una década enseñaba en Princeton. Parece que era malgeniudo, pero mientras él estaba de vacaciones, las amables autoridades universitarias le notificaron su expulsión, previo interrogatorio, en el que se le concedería el derecho a explicarse. Le prohibieron volver a las instalaciones de la universidad, salvo para depositar sobre su escritorio su credencial y sus llaves.

Por una entrada en su diario y la conversación telefónica con una amiga, se sabe que prefirió dejar las cosas como estaban que seguir en una situación que no lo conduciría sino a tormentos aún mayores de los que su circunstancia le provocaba, expuesto como si fuera culpable de un crimen, cuando el comité que me acusa en vez de encontrar mééito en mi trabajo lo que hace es destacar que reprendo a mis subordinados.

Si yo creyera que sucede algo después de la muerte, expresaría el deseo de que Antonio Calvo descansara en paz.

Pero en mi ánimo, tan dejado en el abandono como mi identidad, lograron penetrar sucesos todavía pulsantes de vida, como fueron vitalmente mis constantes llamadas de larga distancia a W, y sin duda los encuentros con amigos presentes, entre ellos, Graciela Iturbide, Juan Pellicer, José Ramón Ruisánchez, Eduardo Antonio Parra o, en mi paso fugaz por LéaLA, Marcelo Uribe, Silvia Eugenia Castillero, Peggy Espinosa, Marcela González Durán, Alberto Ruy-Sánchez o el propio Raúl Padilla. Dejo para otro momento los comentarios de lo benéfico que me resultó contar con estos contactos, así como la enumeración de las nuevas relaciones que trabé y sus beneficios. Y pospondré también las reflexiones de mis lecturas de esos días, en que recurrí con tino a Bertrand Russell y rencontré a Dostoievsky y a Clarice Lispector.

Me quedé con una pregunta que hacer a mis anfitriones en cuanto a quién me había invitado a la gira, si ellos o sus copatrocinadores, los del cuasi ministerio de cultura de México, que se encargaron de la otra invitada que según esto asistió en las mismas condiciones que yo, de no académica y distinguida como invitada especial en nuestras respectivas presentaciones. Me pareció poco delicado hablar de honorarios, o quizá vi el lado bueno de no tener cuentas que dar a la Secretaría de Hacienda, La eterna vampiresa.

Pensé que, mientras yo tuviera compromisos que cumplir no perdería la cabeza y recuperaría la identidad. Tener qué hacer y con quién comentarlo. Porque Calvo tenía amigos y llevaba diario, pero su fuente de trabajo lo privó de su quehacer.