Opinión
Ver día anteriorJueves 5 de mayo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Estamos sufriendo...
N

o toca a los no católicos, y menos a los no creyentes, juzgar la beatificación de Juan Pablo II en tanto hecho religioso. Los católicos sabrán si el personaje reúne los méritos que la regla exige para iniciar el camino de la santificación y, caso contrario, aducirán las pruebas del caso. Ese es su derecho intransferible. En cuanto ciudadanos del mundo, el nuestro reside en preguntarnos si las virtudes proclamadas del beatificado trascienden los límites confesionales para convertirse, digámoslo así, en valores universales, como de algún modo lo pide desde Roma Benedicto XVI, tan preocupado por asegurarse de que las reverberaciones mediáticas de su antecesor le ayuden a paliar los duros tiempos que le ha tocado encarar. Y aquí surge el debate que trasciende las razones eclesiales. No se entiende cómo, hablando de moral y virtudes, en el proceso de canonización se desvaneció la actitud de Juan Pablo II ante las conductas delictivas en las que incurrieron numerosos sacerdotes, entre ellos el mexicano Marcial Maciel, cuya cercanía al papa polaco es historia sabida. Pero así están las cosas. La Iglesia católica se aferra a sus viejos códigos conservadores y opta, como dice Claudio Magris, por un espectacularismo que llene de vez en cuando las plazas, aunque deja cada día más vacías las iglesias.

No escribo, empero, para polemizar sobre la beatificación en sí, que, repito, es un acto religioso respetable, cuyo significado habrá de ser interpretado por los propios católicos, si bien se puede hablar del hecho también como un fenómeno terrenal, propio de la lucha por el predominio ideológico a escala universal, es decir, como la defensa de una concepción del mundo que intenta sobrevivir sin que la institución que la encarna parezca dispuesta a una verdadera renovación. Pero ese es un asunto que merece más que estas divagaciones, cuyo propósito es el de señalar la profunda contradicción en la que incurrió el Presidente de la República al presentarse a la beatificación en su calidad de jefe de Estado. Que Felipe Calderón acepte en sus términos el proceso para santificar a Karol Woyjtila es una cuestión que concierne a su propia conciencia, a sus creencias religiosas que nadie cuestiona, pero que convalide su propia catolicidad haciéndola extensiva a la representación de todos los mexicanos es, sin duda, un grave exceso.

Para justificar el súbito viaje a Roma, el gobierno elaboró un comunicado que podría servir como ejemplo del grado de simulación al que se ha llegado en la interpretación de las leyes que rigen al Estado laico cuyo abandono por los presidentes panistas debería ser un escándalo nacional. Dice la Presidencia que la visita respondió a la invitación oficial del Estado Vaticano y es expresión de los vínculos diplomáticos existentes entre ambos estados, y a continuación alega que allí estuvo junto con altos funcionarios y representantes de más de 80 países, pero en ninguna parte de la explicación se reconoce que la beatificación es puramente un acto religioso. Por cierto, el comunicado elude señalar que entre los representantes de más de 80 países sólo 16 eran jefes de Estado o de gobierno, y entre ellos estaban los presidentes de Zimbabwe, Robert Mugabe, y de Albania, Bamir Topi. De América Latina, además de Calderón, hizo el viaje su homólogo hondureño, Porfirio Lobo, nadie más.

Como es natural, la agenda de trabajo se limitó a observar la ceremonia y a un breve saludo al Papa. El resto del escaso tiempo presidencial se distribuyó entre entrevistas a la televisión y el encuentro con Giovanni Sartori, viejo conocedor de la arquitectura política mexicana. La imprecisión deliberada del comunicado oficial, así como la tozudez para hacerse presente en el acto emblemático de la elevación de Juan Pablo II, abrieron la puerta a la interrogante que los analistas han tratado de responder desde entonces. ¿A qué fue el Presidente a Roma? ¿Qué objetivos se planteaba, más allá de probar su devoción hacia el fallecido pontífice cuyo carisma conmovió a México?

La primera respuesta tiene que ver directamente con la solicitud que el presidente Calderón le hizo al Papa ya en la sacristía de San Pedro, recogida por la televisión vaticana. Se trata de un fugaz diálogo en el que sobresale el tono dramático de Calderón en el que parece un desesperado llamado de auxilio, impropio entre jefes de Estado, pero normal en una relación paterno-filial. Calderón dijo: “Santo padre, gracias por su invitación, gracias a usted y a la Iglesia. Le traigo una invitación del pueblo mexicano (…) Estamos sufriendo por la violencia. Ellos lo necesitan más que nunca, estamos sufriendo. Lo estaremos esperando”.

Es una lástima que ese estamos sufriendo no aparezca cuando se trata de los informes triunfalistas acerca de la guerra contra el crimen organizado, donde la ciudadanía resulta reprendida por desconfiar de un curso de acción que deja sólo un rastro de muerte y desesperación.

Una vez más, la jerarquía gobernante, estrechamente vinculada por tradiciones y nexos materiales e inmateriales a la jerarquía católica, pide que ésta le ayude a sacar las castañas del fuego, sin precisar a cambio de qué. No es casual que especialistas como Bernardo Barranco vean en el viaje a Roma el comienzo de la estrategia panista para ganarse de nuevo la confianza de los altos prelados mexicanos, que ya se han embarcado en la gran coalición que ha propuesto sentar al gobernador Peña Nieto en la silla presidencial, toda vez que el panismo no ha dado los resultados que ellos esperaban, y a los que apostaron con fuerza en 2000 y 2006. Por lo pronto, el Estado laico ha sufrido un nuevo atropello.

PD. Hoy parte de Cuernavaca la marcha por la paz y la justicia que deberá culminar el domingo 8 en el Zócalo capitalino. Se trata de una causa justa, legítima, nacional, capaz de trascender las diferencias y asentar el esfuerzo unitario a favor de la vida y la dignidad de las personas, para revertir el grado de violencia y descomposición social que ya se registra en buena parte del país. Así, la indignación ciudadana vence al miedo para convertirse en un grito colectivo, en la protesta moral que servirá en la medida que permanezca y sea capaz de crear un marco de exigencia a la autoridad.