Opinión
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Juan Pablo II, pontificado de contrastes
P

ocos imaginaron en octubre de 1978 que el cardenal Karol Wojtyla se convertiría como papa en uno de los actores internacionales más gravitantes en el siglo XX. El fenómeno Juan Pablo II se sustenta en cuatro grandes factores: a) el personaje poseía una sólida y profunda convicción religiosa; b) mostró una generosa disposición mediática ante los grandes y más modernos medios de comunicación; c) tuvo una novedosa actitud peregrina, que le permitió encuentros con las más diversas culturas en sus más de 104 viajes internacionales, y d) un proyecto religioso eclesiocéntrico, es decir, una voluntarista neocatolicidad impulsada por las propias estructuras de la Iglesia.

Juan Pablo II fue un personaje convincente que cautivó a millones de personas, creyentes y no creyentes. Su fórmula fue sencilla y contundente: carisma y poder. Durante largo tiempo, Juan Pablo II gobernó la Iglesia no desde Roma, sino mediante sus continuos viajes. En sus visitas, el Papa se convierte en un actor central que incide en los entramados locales, empuja y refuerza a los episcopados en sus agendas y demandas políticas y sociales. En México fue patente el impacto de su apoteósica visita en mayo de 1990, movilizando a cerca de 20 millones de personas, cuyo resultado final fueron no sólo los cambios constitucionales que otorgaron existencia jurídica a la Iglesia, sino el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y México. Juan Pablo II es un papa difícil de clasificar con pocos adjetivos o con clásicas y tradicionales categorías ideológicas.

El papa polaco siempre ha estado marcado por claroscuros. Desde el inicio de su mandato confirma el Vaticano II; sin embargo, en la práctica a lo largo de su pontificado fue tomando decisiones que parecen matizarlo. Juan Pablo II es un papa de facetas contrastantes; utiliza, por ejemplo, las técnicas más modernas de comunicación para manifestar posturas tradicionales y hasta rigoristas en el plano ético. Es un abierto defensor de los derechos humanos; no oculta su rechazo categórico a las reivindicaciones de la mujer en el interior de la Iglesia y propicia que la Congregación para la Doctrina de la Fe combatiera con singular severidad a los teólogos progresistas; Juan Pablo II insistía en que sus viajes eran pastorales y espirituales, pero en realidad también resultaron muy políticos. Un papa intelectual en sus encíclicas de lenguaje inaccesible para las grandes mayorías se presenta ante las masas del Tercer Mundo como un líder con ciertos rasgos populistas que conmueve las emociones y las energías de las poblaciones visitadas. Un pontífice muy abierto en lo social, sensible ante la pobreza e injusticia, pero muy firme en el plano doctrinal tradicional, no tolera ningún tipo de desviación.

Según el libro de Valentina Alazraki Luz eterna de Juan Pablo II, los responsables del proceso de beatificación de Juan Pablo II privilegiaron el carácter religioso y místico del pontífice sobre su condición de jefe de Estado de la Santa Sede. Por ello han sido más complacientes frente al tema, aún candente, de la pederastia y sobre todo el caso Marcial Maciel, que ha lastimado particularmente la sensibilidad de los mexicanos. Quedan muchos hechos por evaluar con mayor rigor como la severidad represiva de Wojtyla ante los simpatizantes de la teología de la liberación, su cercanía con dictadores como Pinochet, el papel de la mujer dentro de la Iglesia, los nombramientos erróneos de muchos obispos sin carisma pastoral ni espiritualidad profunda, su papel como artífice político en la caída del muro de Berlín, etcétera. Sin embargo, la mayor tentación de Juan Pablo II fue haber fabricado una Iglesia triunfalista, mediática, masiva, imperial, tradicionalista, poseedora de verdades absolutas e inamovibles. La capacidad de convocatoria del pontífice creó una quimera ilusión de un catolicismo pujante capaz de guiar a la humanidad frente a los naufragios y tempestades culturales de la modernidad contemporánea. Esta actitud creó desafortunadas soberbias en muchos miembros de la curia y altos dignatarios de la Iglesia, que se han venido demoliendo ante la crisis mundial de autoridad moral por encubrimientos sistémicos a religiosos abusadores sexuales en casi todo el mundo.

La burbuja artificiosa se reventó. El actual papa Benedicto XVI no tiene ni el carisma ni la potencia para haber seguido la ruta del papa polaco. Por ello esta beatificación no sólo es religiosa, sino política. Es una beatificación de Estado. Más que beatificar a la persona se beatifica el glamur perdido, con mucha nostalgia se retoman acciones, gestos, discursos, situaciones, visitas, encuentros, atmósferas de un personaje cuyo esplendor se ha extraviado.

Benedicto XVI busca afianzarse como pontífice en las internas aguas turbulentas, identificarse más con el fondo del proyecto de su predecesor que con las formas de grandiosidad y magnificencia. La curia quiere la santificación adelantada no del personaje, sino de su pontificado, y así protegerse y hasta blindarse de la actual debacle y acusaciones de corrupción en puerta. El domingo tendremos un espectáculo sencillo y fascinante de una fastuosidad ida, testificaremos una beatificación mediática y solemne, tal como lo hubiera querido el propio gran Juan Pablo II.