Opinión
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De nuevo la reforma del Estado
D

esde que en 1977 se inauguró el ciclo de la reforma política, ésta siempre ha carecido de un consenso generalizado. Nunca satisface a todos y, más bien, con nadie queda bien. Recuerdo que, desde la izquierda, la de 1977 fue calificada despectivamente como una reforma electorera. Todas las reformas han sido incompletas o limitadas. Debería entenderse que en un régimen constitucional de normal funcionamiento no hay reforma que pueda ser completa. Sólo un Congreso Constituyente es capaz y, por cierto, no siempre, de dar una reforma total del Estado.

Finalmente, los partidos representados en el Senado se han puesto de acuerdo, después de un año de negociaciones, en un proyecto que ya ha sido aprobado en comisiones y que se llevará al pleno, según se ha dicho, antes de que termine el mes de abril. Lo notable de este nuevo intento radica en el hecho de una virtual unanimidad de los consensos. Se trata de un acuerdo que tuvo como base varias iniciativas (incluida una de Calderón que fue rechazada en buena parte). Los puntos esenciales de la misma no son muchos (apenas ocho) ni representan un gran avance en la reforma del Estado.

Me detendré luego en algunos de ellos. Son los siguientes: se aprueban las candidaturas independientes; se establece el principio de la consulta popular; se acepta el derecho de los ciudadanos a iniciar leyes; se permitirá la reelección legislativa limitada; se impone la llamada iniciativa presidencial preferente; el Ejecutivo podrá vetar el presupuesto y el veto sólo se podrá superar por las dos terceras partes de los legisladores; se establece un sistema muy limitado de ratificación de funcionarios por parte del Senado, y se especifican los casos en que el presidente faltante puede ser sustituido automáticamente por algunos servidores públicos. Calderón propuso otras modificaciones que no pasaron.

Los senadores no quisieron meterse con asuntos como la reelección de presidentes municipales; reducción de las cámaras de Diputados (a 400 miembros) y de Senadores (a 96); segunda vuelta en la elección presidencial; aumentar de 2 a 4 por ciento la votación para que los partidos mantengan su registro; respaldo de la iniciativa ciudadana con el 0.1 por ciento del padrón electoral y de las candidaturas independientes con el aval de 1 por ciento, y la facultad de iniciativa de la Suprema Corte. En todo lo demás, la iniciativa presidencial fue aceptada. Ya esta última era limitadísima; pues el consenso de los senadores lo es mucho más.

Me interesa comentar algunas de esas reformas. Sobre la reelección de legisladores, en realidad, hay que decir que siempre ha existido, con sus limitaciones. Yo he conocido legisladores que toda la vida lo han sido, como diputados, con el obligado intermedio de tres años, o como senadores.

El senador Carlos Jiménez Macías, de San Luis Potosí, fue diputado conmigo en la 52 Legislatura (1982-1985) y no ha dejado de ser o diputado o senador; mi admirado y gran amigo José Luis Lamadrid Sauza también fue diputado conmigo (se alcanzó la puntada de organizar su rica biblioteca jurídica por secciones que hacían referencia a las diferentes comisiones legislativas). También en mi Legislatura, tuve a dos panistas, Gerardo Medina y Juan José Hinojosa, que estaban cumpliendo entonces su cuarto periodo legislativo. Lo único que cambia es que los diputados y los senadores podrán ser reelegidos sucesivamente por doce años consecutivos los primeros y por nueve los segundos.

Es un avance que haya una forma limitadísima de consulta popular (que será obligatoria según el nuevo propuesto artículo 36 constitucional) y la iniciativa popular (artículo 35). Las restricciones a la primera son casi totales; en la segunda es un exceso que se fije como número de iniciantes el 0.25 por ciento de la lista nominal, pues cualquier grupo de ciudadanos, claro, de cierta entidad, debería poder iniciar leyes. Las candidaturas independientes sólo se justifican por el hecho de representar una opción ciudadana; pero tiene más problemas de lo que suele imaginarse. Se podrían presentar, literalmente, cientos de miles de candidatos independientes y, en caso de tener una mediana viabilidad, como dijera en su momento José Woldenberg, habría algo así como un partido sin registro en torno suyo. Eso, por decir lo menos.

Es bueno, desde mi punto de vista, que se establezca el veto presidencial al presupuesto. El titular del Ejecutivo debe hacer ver al Legislativo en qué considera que su proyecto no ha sido entendido o ha sido atropellado. Según el proyecto del Senado, en diez días naturales deberá hacer esas observaciones. Lo que me parece excesivo es que se requiera de una mayoría calificada para pasar por sobre el veto del presidente. En ese caso, no habrá modificación presupuestal formulada por el Legislativo que pueda atajar un veto presidencial y el presidente estará siempre en condiciones de burlar la voluntad del Legislativo. Se trata del 74 constitucional y se recurre al 72.

El tema más polémico se presenta con la propuesta llamada de iniciativa preferente. Exceptuando la reforma de la Constitución que se excluye expresamente, se dice que el Ejecutivo podrá presentar dos iniciativas o volver a presentar otras dos que no hayan sido dictaminadas y que deberán ser aprobadas o rechazadas en cada periodo de sesiones del Legislativo. Aparte el hecho de que no se justifica ningún tipo de sumisiones del Legislativo al Ejecutivo, queda siempre el hecho de que en un régimen democrático, la labor legislativa implica siempre negociación y, si se quiere, hasta cabildeo por parte del Ejecutivo para que se aprueben sus iniciativas.

No puede aceptarse que la labor del Legislativo esté subordinada a ningún principio de urgencia o de máxima necesidad ajena a su soberanía pues, en todo caso, corresponde al mismo Legislativo determinar lo que es urgente o necesario. El presidente puede proponer lo que le venga en gana, pero es el Legislativo el que debe determinar cómo y cuándo se aprueba o se desecha una iniciativa. El Ejecutivo es siempre el encargado natural de formular iniciativas de reformas legales, porque es el poder que gobierna a la nación; pero es, también de modo natural, el Legislativo el que debe decidir en cada caso.

El tema de la sustitución del presidente por falta definitiva, en realidad, es un asunto de poca monta. Se trata sólo de fijar quién debe sustituir al presidente, porque, luego, es el Congreso el que debe decidir cómo se sustituye definitivamente al presidente faltante. Que sean los secretarios de Gobernación o de Haciendo o de Relaciones Exteriores me parece una fruslería.

Sobre la ratificación de funcionarios, la verdad es que se avanza muy poco. Se había propuesto que el Senado ratificara a todos los funcionarios de alto nivel que nombre el presidente; pero sólo se hace referencia a embajadores, integrantes de los órganos de regulación de telecomunicaciones, energía y competencia económica, así como a oficiales superiores de las fuerzas armadas. Lo que se necesita es que todos los funcionarios de cierto nivel del Ejecutivo sean ratificados por el Legislativo y sean responsables de sus actos ante el mismo.