Opinión
Ver día anteriorLunes 18 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Contra las decapitaciones
L

a trayectoria del presente, con su procaz desfile de cabezas cortadas, logró despojar de elegancia a la contemplación artística y el pensamiento científico, el buen gusto, las sutilezas del buen vivir. Ver la violencia suprema de cabezas separadas del cuerpo, llevarle la cuenta, gastar en ella nuestra imaginación, ya no es materia de nota roja, sino el centro mismo del debate público, los chistes, las películas, los blogs, las novelas. El arte de la hora radica en el género negro: policías, ladrones y víctimas; sólo allí podemos evadir la realidad sin dejar de sentir su peligro, su vértigo, su horror grotesco, y creer que nos estamos informando. La crueldad extrema del desmembramiento, destreza común hoy en México, vuelve intolerable el juego de las decapitaciones de José Lezama Lima, fina chinoiserie que, vista Ciudad Juárez, no tiene maldita la gracia.

Hemos olvidado que hay otras cuentas que ensartar en el collar de la vida, hipnotizados por noticieros que callan más de lo que dicen, y lo que callan nos grita aturdidoramente, pues hay cosas que ni el silencio consigue acallar.

Justo por parecerme impertinente considero pertinente hablar de otros modos de observar, hoy en desuso y franca agonía como la desinteresada contemplación de las estrellas y las aves, origen de anchos capítulos de la ciencia astronómica y ornitológica (y sus antepasadas precientíficas astrología y heteromancia).

El señor Palomar de Italo Calvino, con sentido práctico, debe ver las estrellas porque odia los derroches y piensa que no es justo derrochar toda esa cantidad de estrellas que vienen puestas a su disposición. Palomar es un villamelón, un hombre de ciudad, como todos ahora. Todavía a mediados del siglo XX estaban extendidos los clubes de observadores de estrellas que realizaban caminatas y cruceros lejos de ciudades y puertos con el único fin de mirar el firmamento nocturno, leer las constelaciones griegas y sobreponerles las de los mayas, los egipcios, los aborígenes de Australia. Conocían al dedillo el calendario anual de los astros (oficio ocioso si los hay) como el Más antiguo Galván.

Las constelaciones son construcciones culturales sin ninguna relación con la realidad del universo, pero su estudio era una deliciosa aventura intelectual. Con su expansión perpetua de reflectores y humo, las ciudades desterraron al cielo nocturno. Gran parte de la humanidad ha perdido contacto con el firmamento, y si lo encuentra alguna noche de playa se desorienta, se impresiona sin saber por qué, sorprendido de que haya tantas estrellas todavía.

Otra contemplación-observación similar y extinguiéndose es la de pájaros. Sí, hay sociedades y clubes. Pero como dijera el magnífico José Bergamín, cuando se tiene la cabeza a pájaros, hay que andarse con pies de plomo. (El molino trabaja perezosamente, como hay que trabajar: mirando siempre al cielo.) Contemplar aves, o estrellas, no pide ciencia, aunque puede usar la taxonomía básica como parte del placer de identificar cantos, reconocer patrones de vuelo, admirar plumajes en miniatura (colibrí o zorzal), rotundos (faisán o alcaraván), estrepitosos como guacamayas y cacatúas, o majestuosos (águila o buitre; hay quien prefiere los cernícalos).

Igual que las constelaciones, el pajarerío quedó excluido del espacio humano. En la ciudad los canarios viven en jaula y las estrellas en fotografías. Su experiencia resulta rudimentaria o nula. Los autores de haikú clásico estuvieron dotados de mirada para los pájaros, residía en su naturaleza, en sus circunvoluciones cerebrales: Basho, Issa, Ryokan, Shiki. El caso extremo sería Yosa Buson, poeta y pintor japonés (1716-1784), cazador de momentos fugaces, realista exquisito. Su traductor al castellano, Alberto Silva, dice que para entender de pájaros hay que pasar tiempo al aire libre, caminar por montañas y prados, ponerse mentalmente a la intemperie (Alada claridad, Pre-textos, Valencia, 2007).

Pero, ¿acaso estas cosas importan? ¿Debemos imponernos el deber inútil de ver estrellas o pájaros, contra el considerable esfuerzo que exige salir al campo? Es más fácil y accesible contar cabezas y osamentas, extraerles ADN y estadísticas. Incluso conversar con los decapitados, como pretende Sam Shepard en su excelente nueva colección de historias, muchas de ellas de alguna manera fonterizas, Days out of Days (Vintage Books, Nueva York, 2010). ¿Será esto andarse con pies de plomo? Ya quién conoce el nombre de cada pájaro, de cada estrella, y para el caso, de árboles y flores. Hasta los poetas y los campesinos usan sólo nombres genéricos, la cosa sin su qué cosa. El resto es televisión.

Bergamín avanzaba en sentido contrario. Tan hemos dejado de pisar el suelo que no somos capaces de mirar con calma y provecho las estrellas ni los pájaros, sólo reconocemos aviones, misiles, humo de incendios. También él se quedaría con Buson: es salir del pantano/y escuchar de nuevo/al ruiseñor.