16 de abril de 2011     Número 43

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Xochiquetzal Fonseca / CIMMYT

Desaprovecha México
variedades mejoradas de maíz

Lourdes Edith Rudiño

Entre 1946 y 2010 el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP) y sus instituciones predecesoras investigaron y generaron 260 variedades mejoradas de maíz a partir de semillas criollas, nativas, de México, con el interés de atender las necesidades de productores de pequeña y mediana escala en condiciones de temporal.

El esfuerzo es valioso si se toma en cuenta que cada desarrollo implica de 12 a 15 años de trabajo de diversos especialistas coordinados (genetistas, fitopatólogos, entomólogos, fisiólogos, expertos en semillas, etcétera) y que su validación en campo toma tres años más. Es valioso también porque hoy por hoy más de 70 por ciento de la producción de maíz en México ocurre con maíces criollos no mejorados, y por tanto hay un gran margen de posibilidad de aumento de rendimientos.

Sin embargo los efectos que estos desarrollos han tenido en el campo mexicano son muy limitados; decisiones y apatía gubernamentales, aunados a la complacencia con las semilleras trasnacionales, están en la raíz de esta situación, según lo demuestra el relato que nos hace en entrevista Alejandro Espinosa Calderón, investigador en producción y tecnología de semillas del INIFAP.

La mayoría de las variedades del INIFAP, dice, llegaron a la paraestatal Productora Nacional de Semillas (Pronase), la cual multiplicó y comercializó las que más demanda tenían por parte del productor, y con ello cubrió hasta el año 2000 entre 55 y 60 por ciento del mercado de semillas de maíz en México. El resto estaba en manos de las empresas privadas, altamente penetradas por el capital trasnacional.

Pero la Pronase dejó de operar desde 2001 y fue extinguida formalmente en 2007. Así que las grandes compañías avanzaron hasta adueñarse de 92 por ciento del mercado hace tres años, para luego retroceder un poco y cubrir hoy día alrededor de 80 por ciento del mercado, debido a que surgieron los agentes que debían ocupar el vacío que dejó la Pronase, –microempresas semilleras, algunas propiedad de los agricultores– que hoy atienden 15 por ciento.

Del lado de las trasnacionales, Monsanto es la principal oferente, con una cobertura de 60 por ciento del mercado total de semillas de maíz en México (reportada en 2007) con híbridos de maíz de alto rendimiento con valor de 110 millones de dólares, y apuesta a ganar más espacios, por medio de la presión para que los maíces transgénicos sean autorizados comercialmente en México.

Alejandro Espinosa asegura que de esas 260 variedades hay algunas destacadas como la Cafime (generada en 1958, para condiciones de temporal en zonas tipo Bajío) y la H-507 (de 1961, para zonas tropicales, específicamente Michoacán) que siguen sembrándose y comercializándose.

Comenta que hay entre 20 y 35 microempresas semilleras –algunas desaparecen, surgen nuevas y por eso el número es variable– que le están dando la batalla a las trasnacionales en los valles altos (Tlaxcala, Estado de México, Puebla) y en Veracruz con esos materiales generados por el INIFAP, pues “nuestros maíces son competitivos: siempre hemos demostrado que en rendimientos por hectárea o les ganamos o estamos muy parejos con las trasnacionales. En precio, el ciclo pasado las corporaciones vendieron a dos mil 500 pesos el saco y las microempresas a 700 u 800”.

Los precios de las trasnacionales están más altos en México que en otros países (en algunos casos los duplican) porque cuando desapareció Pronase no tuvieron competencia alguna y han abusado de la situación, señala.

Adicionalmente los materiales del INIFAP provienen de maíces nativos, esto es, se adaptan a las condiciones agroecológicas de lugares donde se siembran, mientras que los híbridos de las grandes corporaciones tienen germoplasma de otras regiones y de otros países, lo cual representa riesgos y daños fitosanitarios muy graves.

“En un afán de comercializar sus variedades (las corporaciones) las han llevado a lugares, como los valles altos, donde es riesgoso que se siembren por ser susceptibles a algunas enfermedades. Por ejemplo, el carbón de la espiga es una de las enfermedades más graves del maíz; la tuvimos en México en los años 50s y logramos controlarla con variedades mejoradas, con fuentes de tolerancia, y nos dimos cuenta de que si usábamos variedades de fuente tropical se presentaba esa enfermedad. Desde hace cinco años ha resurgido la enfermedad en valles altos, incluso en Toluca. Las tierras afectadas no producen nada, sólo carbón en lugar de mazorca y las esporas duran en el suelo siete años teniendo efectos en posteriores cosechas. En 2010 en Atlacomulco se presentó otra enfermedad, mancha de asfalto, que es tropical y ocurrió porque allí se sembraron variedades que son ajenas a esa zona”.

Así, resultan mucho más convenientes las variedades mejoradas del INIFAP (y de otras instituciones nacionales) que implican más respeto por la sustentabilidad ambiental, las condiciones agreocológicas y el bolsillo del productor.

¿Por qué las microempresas no han avanzado más? Alejandro Espinosa explica que el INIFAP tiene una unidad de productos y servicios “que se supone que es la que promovería el uso de las semillas (del instituto) pero eso no ha funcionado. Sí han funcionado los investigadores y éstos, con la gente cercana a ellos son los que han promovido el desarrollo de las microempresas” mencionadas.

“Pero las microempresas, para producir semillas, compran cada año la semilla de los progenitores de la variedad, que es la semilla registrada –es como si comprara el pie de cría– y con ella obtienen la semilla certificada que se vende a los productores. Por muchos años, las autoridades del INIFAP no han entendido y no han tenido el apoyo real para que se produzca la suficiente semilla registrada, de tal forma que cada año los microempresarios quedan en una situación desventajosa porque les venden mucho menos que lo que necesitan”.

La bioeconomía de Georgescu-Roegen

Claudia Brunel

Afinales de los años 60s, uno de los pocos economistas sensatos –y por lo mismo ignorado por sus colegas y el público en general– escribía sobre la locura del pensamiento económico, que se niega a vincular los procesos productivos con la naturaleza.

“La humanidad se compara a una familia que consumiría todos sus alimentos disponibles en la alacena y echaría los detritus inevitables en un basurero, en este caso, el espacio que rodea”. De origen rumano, Nicholas Georgescu-Roegen fue primero un matemático y luego se convirtió a la economía. Fue el primer economista en hablar de termodinámica y entropía. Temas bárbaros, para expresar que cualquier producción necesita transformar una energía accesible en calor y que el proceso es irreversible. Es decir, la energía utilizada ya no puede servir. Extraemos, transformamos, utilizamos, desechamos… y regresamos al inicio del ciclo con la diferencia de que el nivel de energía disponible disminuyó.

“Más grande es la producción, más grande son los desechos”. La eliminación de la contaminación, como la de los desechos materiales, no puede ser total y utiliza también energía, afirmó Georgescu-Roegen, lo que provoca un aumento de calor que, a la larga, va a modificar el delicado equilibrio térmico del planeta de dos formas: 1) provocar islas térmicas que van a perturbar la fauna y flora locales y 2) aumentar la temperatura global del planeta, a tal punto que se va a derretir el casquete glaciar.

Todo estaba dicho desde 1970, año de la publicación de The Entropy Law and the Economic Problem. Antes de que se percibiera el calentamiento global y que se sufriera sus consecuencias. Los escritos de Georgescu-Roegen anunciaron la degradación ambiental; el mayo 68 francés denunció el consumismo a ultranza y el tipo de sociedad que estábamos construyendo. A pesar de ello, llegamos al siglo XXI con las mismas creencias que tenían los economistas clásicos del siglo XIX: el progreso llevará a un mayor bienestar general. Sin crecimiento económico, las sociedades se degradan.

¿Será? Tal vez ha llegado la hora de la última llamada para que nosotros, los seres humanos, enfrentemos la realidad de nuestra Tierra Madre con responsabilidad y alegría. A pesar del lado alarmista de los análisis de Goergescu-Roegen, surge una verdadera lección de humanidad. Porque más allá de la producción de bienes materiales y desechos, este autor veía en el proceso económico “un flujo inmaterial: la alegría de vivir”. En nuestra locura por crecer, hemos olvidado que nuestros estómagos y nuestras vidas son finitas –parafraseando a su discípulo Herman Daly– y que más que crecer, tenemos que repartir el pastel de forma más equitativa. Recordar que “cada vez que producimos un carro, destruimos de forma irrevocable una cantidad de baja entropía que hubiera podido ser utilizada para fabricar un arado o una pala”.

La gran lección de Georgescu-Roegen y de los posmodernistas actuales es enseñarnos un camino más eficiente para llegar a la felicidad verdadera. Como sociedad, tenemos que elegir entre abordar nuestra evolución como individuo ávido de obtener ganancias personales, o como humanidad construyendo nuestro destino común. “El estado estacionario demandaría menos recursos de nuestro medio, pero mucho más de nuestros recursos morales” (Daly, 1989:35). ¿Le entramos?

Este texto es una edición de un artículo publicado por la autora en el semanario Mirada Sur, número 6, del jueves 16 de septiembre de 2010, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, bajo el título: “¿Quién dice que no somos responsables? Reflexiones en torno a nuestra contribución en crear un mundo fuera de control”.