Opinión
Ver día anteriorDomingo 10 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Treinta treinta
P

or más de treinta años, México experimentó un cambio social y económico importante que, bajo cualquier criterio de entonces o de ahora, mereció ser llamado desarrollo. El país dejó de ser el conjunto pequeño y disperso de comunidades rurales con unas cuantas ciudades, y sus actividades productivas y económicas se volvieron cada vez más diversificadas y complejas, hasta conformar un panorama productivo industrial que predominaba sobre la agricultura, la ganadería, la pesca y la explotación forestal, así como sobre la minería, para darle a su economía el calificativo de en vías de desarrollo o en trance de serlo.

Podía hablarse entonces de modernidad en serio, y las elites de aquel tiempo darse el lujo de importar, imitar y hasta de innovar en materia de consumo y de vivir superfluamente, como lo relatara magistralmente Carlos Fuentes en La región más transparente. ¡Qué le vamos a hacer, diría Ixca!

La época tuvo larga y excesiva celebración, hasta ser calificada de milagro cuando en los años sesenta del siglo pasado se logró una combinación virtuosa entre crecimiento económico impetuoso, estabilidad financiera y orden político, que el licenciado Ortiz Mena bautizara como un desarrollo estabilizador, que prometía un pronto arribo al bienestar generalizado, a la justicia social prometida por la Revolución. No hubo tal cosa, y el 68 y el 2 de octubre fueron llamada y llamarada.

Con todo, el desarrollo no fue ilusión sino una acumulación tangible de infraestructuras, capacidades productivas e intelectuales, seguridades sociales y sanitarias que, en medio de una desigualdad inconmovible, se las arreglaban para ofrecer horizontes de progreso y un futuro mejor para casi todas las capas de una población que se volvía urbana y crecía sin freno, para angustia de los demógrafos de aquellos años que predecían una tragedia poblacional antes de llegar al fin del milenio. Fueron estos, lustros de aprendizaje y prueba.

Tampoco ocurrió tal tragedia, debido, entre otras cosas, a esas advertencias y a la tozudez con que don Víctor Urquidi las difundió, hasta convencer al presidente Echeverría de que era indispensable cambiar sus dichos de campaña del gobernar es poblar, heredado de Calles y el fascismo italiano, a los sensatos de la familia pequeña vive mejor, vamos haciendo menos que recogían la nueva legalidad de la planificación familiar postulada en la Ley Federal de Población de 1974. Y sin embargo, algo cercano a una tragedia empezó a urdirse en esos años.

El gran dilema se dio en los ochenta, con la magna crisis de la deuda externa, el ajuste del desperdicio, el inicio del estancamiento estabilizador y del cambio estructural globalizador, que no conjuraron sino agravaron la disonancia entre una demografía que se transformaba y una economía que no crecía, para dar lugar al gran divorcio entre economía y sociedad que hoy define nuestra economía política. Carente de un lecho cierto para encauzar sus contradicciones y conflictos y, al parecer, incapaz de generar los estímulos y expectativas de cambio y mejoramiento social y personal que constituyeron el cemento de aquel pasado autoritario pero cada vez más dispendioso, el sistema económico político aparece devastado.

No olvidemos: para lograr aquella combinatoria milagrosa, el desarrollo fue indispensable pero no suficiente, para por él mismo satisfacer las exigencias y necesidades nuevas de una sociedad que había cambiado mucho. El 68, de nuevo, y la Tendencia Democrática de los electricistas de don Rafael Galván, dieron el aldabonazo no escuchado.

Todo por servir se acaba y usufructuar las inercias no resultó buena opción. Las capas dirigentes del Estado se pelearon por el poder pero extraviaron el rumbo y la mirada, mientras que los grupos que concentraban la riqueza no estuvieron dispuestos a compartirla ni a aceptar por mucho tiempo más el monopolio del poder político de la coalición heredera de la Revolución. La cuestión crucial de la legitimidad atravesó muros y mistificaciones y, sin pedir permiso, se instaló en el centro de los corredores de palacio.

Todo el edificio posrevolucionario sufrió una profunda erosión financiera y moral, hija de su debilidad como Estado fiscal. Un Weber vengativo tiñó la historia final de las dinastías del priato tardío, como lo llama León García Soler.

Todo cambia para que nada cambie, pero la máxima de Lampedusa no puede cumplirse así nada más. Frente y debajo del poder, el fogón maldito de Lefebvre donde se cuecen tan tremendas verdades, hay una sociedad que intuye o sabe que no puede vivir como comunidad sin lazos que le recuerden su esencial fragilidad y sin mecanismos que le ofrezcan, a veces a un costo muy alto, protección, seguridades, esperanzas.

Es esto lo que los estados modernos han prometido y a veces realizado, y es lo que el Estado mexicano, lo que quedó de él, no puede ofrecer ni convertir en realidad. Este es el embrollo mayúsculo que marca el presente y amenaza volverse una herida histórica todavía mayor que la desigualdad secular que ha marcado nuestra historia patria. Los plazos para encararlo y resolverlo poco tienen que ver con los de los banqueros en Acapulco o los que, como bonos de la ilusión, nos ofrece el secretario García Luna.

Sin embargo, pretender que con un nuevo discurso antipolítico se va a saltar esta tranca, es una ilusión que puede volverse una utopía destructiva. Si de algo requerimos hoy, como las lágrimas para aliviar el dolor o el oxígeno para sobrellevar la tragedia, es de política y de políticos. A pesar de las lastimosas metáforas futboleras del secretario Cordero (pace querido Pepe W) y de un Presidente que oye pajaritos de la suerte.

No de cualesquiera políticos, ciertamente, sino de hombres y mujeres dispuestos a conmoverse y avergonzarse de tanta inequidad como la que hoy priva y de llorar en público, como hombres y mujeres cabales, para acompañar a los deudos de una barbarie que nos puede devorar si perdemos la huella. El Censo nos contó y nos cuenta de lo hecho, pero a la vuelta de la hoja lo que sin remedio hacemos es contar muertos.

Para don Javier Sicilia: padre doliente