Tenemos un país en problemas

Para empezar, y aunque no sea el único problema, tenemos un presidente que miente de manera sistemática y con una obstinación que asusta, mientras se nos impone una realidad tremenda, como si fuera una fatalidad, y si bien ese señor nos repite que todo está bajo control, sólo podemos citar a ese gran intelectual panista, el Chapulín Colorado, cuando gemía chistosamente: “lo tenía fríamente calculado”. Los optimismos declarativos del ex-gobierno mexicano aún en Palacio (o bueno, Los Pinos) son incapaces de pasar la prueba de ácido de lo real.

Felipe Calderón y sus corifeos más desvergonzados, como el inefable secretario de Hacienda, nos recetan muy orondos, con números y porcentajes refulgentes (tomados del censo del inegi o los indicadores económicos, por ejemplo), un sarta de mentiras que ni siquiera se sostienen en su propia fuente. Según el discurso calderoniano, florecen el empleo, la agradable condición de “clase media”, la dicha intacta del atractivo turístico en nuestras playas ensangrentadas, la certidumbre agraria, el aplicado “combate a la pobreza” (siempre sinónimo de combate a los pobres) y un indiscutible, ese sí, torrente de dólares que se concentran en nuestra insultante decena de millonarios Forbes.

El país se militariza abiertamente. Los jefes policiacos de casi todos los estados hoy son generales partidarios de la pena de muerte, actúan en consecuencia y los más audaces lo proclaman con orgullo (como señalaba recientemente Lydia Cacho en “Los generales de la muerte”). Graduados de academias de prestigio como Fort Bragg, al fin pueden aplicar sus conocimientos sin preocuparse por derechos humanos, víctimas colaterales, falsos positivos y otras nimiedades.

Padecemos una “guerra” que cambia de nombre, se camufla, se monta en los pactos de silencio “responsable” de la vocinglería mediática, se parapeta en cifras de decomisos, apañones y bajas de un enemigo inabarcable, y sigue aniquilando a miles de compatriotas, no siempre culpables. Guerra que toca a las puertas de todas esas casas que da por prósperas el señor presidente. Ha de ser por ello que existen cinco millones de casas abandonadas. Secuestros, balaceras, narcobloqueos y mortíferos retenes militares, asaltos descarados, policías cómplices de la delincuencia, o torturadores, o funcionarios paralizados. Así quién quiere quedarse en su casa.

Entre los humos de toda esa pólvora contra los “malos” se esconde una guerra más sorda y larga contra los pueblos indígenas, bajo los imperativos de la avaricia y la claudicación de la soberanía territorial. Ante unos lingotes de oro, unos barriles de petróleo o unos dólares de propina para el mesero tropical nada valen pueblos originarios, culturas, lenguas, formas sabias de conducir la vida comunitaria sobre tierras productivas que son amadas por sus hijos. Que pase la aplanadora. Qué otra cosa, si no, significa el acaparamiento de tierras en Texcoco (Atenco) por la engañosa Conagua del farsante señor José Luis Luege, heraldo foxista del aeropuerto que no fue, pero insiste.

Es en esos pueblos despreciados donde el reino mágico del solitario de Palacio —que tanto disfruta sus juguetes, gadgets y soldaditos de plomo— sigue topando con algo duro y consistente que, contra los pronósticos neoliberales, lo sobrevivirá a él y a sus socios transnacionales.

Yon Le Bot ha documentado “la gran revuelta indígena” que recorre las tierras de América al sur del río Bravo (La grande révolte indienne, Editions Robert Laffont, París, 2009). Un fenómeno que inyecta extraordinaria sinergia a los procesos políticos de afirmación nacional y regional en Sudamérica, aun a pesar de la fobia al multiculturalismo mostrada por los gobiernos “progresistas” de Venezuela y Ecuador.

Cabe decir que en México, uno de los países donde dicha revuelta ha sido más extensa y original, su peso demográfico no ha sido suficiente para arrancar al poder y su sistema político el reconocimiento de sus derechos, mucho menos para mandar a gobernantes y cuerpos de guerra al basurero de la historia, como sí sucede en Bolivia con todo y sus asegunes. Y no parece que el presuntamente morenazo proyecto preelectoral del lopezobradorismo sea menos fallido al respecto. Los pueblos siguen siendo sujetos a redimir.

Por si faltaran problemas, el reyezuelo espurio ha desgarrado nuestras fronteras visibles en favor del vecino yanqui, pero no lo ha logrado con las fronteras invisibles marcadas por ríos profundos que todos anhelan embotellar o convertir en represas.

Fronteras que los de arriba nunca han tomado en serio. Será dentro de ellas donde México siga en pie después del desastre. O nada. 

 

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