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EDICIÓN: LAURA ANGULO   4 DE ABRIL DE 2011 
NUMERO ESPECIAL


Portada

Presentación

Anaversa, a 20 años de un crimen impune
Dra. Lilia América Albert Palacios


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Anaversa, a 20 años de un crimen impune

Dra. Lilia América Albert Palacios*
Consultora internacional en toxicología ambiental y evaluación de riesgos

Introducción

En México, poco se habla de las emergencias químicas y los graves daños que resienten las comunidades cercanas, como fue el caso reciente de San Martín Texmelucan. Sin embargo, en nuestro país ocurrieron nueve (más del 15%) de las 55 emergencias químicas más graves registradas en el mundo hasta 1993, entre las que figuran las de Seveso y Bhopal.

Se calcula que el ritmo de estas emergencias en México es, al menos, de una importante cada año. Pero casi cotidianamente ocurren muchas menores en instalaciones industriales, almacenes o durante el transporte de sustancias peligrosas que, en general, no llegan a los periódicos ni a las estadísticas. Es posible que, independientemente de su desarrollo, pocos países se acerquen a estas alarmantes cifras.

Las emergencias químicas

Las emergencias químicas están asociadas con la fuga, derrame, explosión o incendio de sustancias peligrosas, ya sea que éstas las generen, que el accidente cause que se formen otras nuevas de peligrosidad diferente. Pueden ocurrir durante cualquier actividad –transporte, almacenamiento, procesado, uso y disposición final– en la que se manejen sustancias peligrosas en instalaciones fijas o durante su transporte por diversos medios.

Causan un daño grave, inmediato o posterior, que puede afectar, de manera temporal o permanente, a un gran número de individuos: causarles la muerte, contaminar una gran extensión de terreno, alterar la estabilidad ambiental a corto o largo plazo, dañar o destruir las instalaciones en donde se originó la emergencia, así como los bienes materiales de la comunidad cercana. Por definición, son inesperadas y originan gran confusión y caos.

A diferencia de los accidentes característicos del siglo XIX, cuyas consecuencias se limitaban al espacio y tiempo del accidente, las emergencias químicas pueden causar daño grave a comunidades y sitios remotos, incluyendo generaciones posteriores a las expuestas, con consecuencias de duración y gravedad variables. Actualmente son causa importante de desastres en el mundo, sólo superadas por catástrofes naturales, como inundaciones o terremotos.

Antecedentes. La frecuencia y magnitud de las emergencias químicas están directamente relacionadas con la evolución histórica de la producción, almacenamiento uso y transporte de sustancias químicas, tanto por las características de estas sustancias, como por la naturaleza competitiva del sector industrial que las genera o utiliza y el aumento de los procesos industriales correspondientes.

Después de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, desde 1970, estas emergencias son cada vez más graves y frecuentes a causa del desarrollo acelerado de la industria química y la creciente oferta de nuevos productos. Por ejemplo, hace medio siglo se consideraba grande una planta para producir 50 mil toneladas anuales de etileno, esencial para la fabricación de varios polímeros. Pero desde hace 20 años estas plantas sobrepasan el millón de toneladas anuales, con un aumento paralelo en los medios de transporte y almacenamiento.

Además, muchas ellas se han trasladado a países en vías de industrialización en los que hay un entorno legal favorable, requisitos ambientales menos estrictos, costos accesibles de mano de obra, y suficientes trabajadores y técnicos capacitados. Un resultado negativo de estas transferencias es que, a menudo, la frecuencia y magnitud de las emergencias químicas son mayores en estos países receptores, que no suelen estar preparados para enfrentarlas.

Acciones internacionales. La preocupación sobre los riesgos de las sustancias químicas se expresó desde la Conferencia de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente Humano (Estocolmo, 1972). Como resultado, se crearon el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y el Programa Internacional de Seguridad de las Sustancias Químicas y se recomendó a los países establecer planes para responder a las emergencias químicas, así como para prevenirlas.

A partir de 1975 en el mundo ocurrieron varias graves, entre ellas, las de Seveso, Italia, en 1976; durante 1984 la explosión de gas licuado en San Juanico, la de un ducto de gasolina en Brasil y el desastre de Bhopal, en India. En 1986, el accidente de Basilea.

En Seveso se dispersaron peligrosos contaminantes, en especial dioxinas, sobre casi dos mil hectáreas, exponiendo a unas 40 mil personas. En el de Bhopal murieron de inmediato más de 3 mil fueron evacuadas más de 200 mil y se calcula que, a la fecha, han fallecido unas 25 mil de las expuestas. En los dos casos, las plantas producían plaguicidas o productos para su síntesis.

En el caso de Basilea, un incendio afectó mil 200 toneladas de productos tóxicos, varias de las cuales llegaron al río Rin, a través del cual contaminaron unos 250 km2 en Suiza, Alemania, Francia y Holanda; 12 millones de personas estuvieron potencialmente expuestas y 320 kilómetros del río quedaron totalmente devastados. Estos desastres contribuyeron a aumentar la preocupación sobre estas emergencias y renovaron el interés en su prevención.

A fines de 1986, el PNUMA presentó el Programa APELL (Awareness and Preparedness for Emergencies at the Local Level), dedicado a la preparación local para controlar las emergencias, así como a desarrollar y fortalecer la conciencia de las comunidades sobre los riesgos que las instalaciones industriales presentan para la vida, el ambiente y las propiedades.

En 1992, la ONU realizó la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo en Río de Janeiro (Cumbre de Río), donde se reconoció que las sustancias peligrosas representan un riesgo grave, a corto y a largo plazo, para el ambiente y la salud, a pesar de lo cual, se seguirán usando y, probablemente, en cantidades cada vez mayores; sin embargo, se reconoció también que, a pesar de su peligrosidad intrínseca, aun las sustancias más peligrosas pueden usarse con eficacia económica y alto grado de seguridad si se conocen sus propiedades y se especifican con claridad las precauciones con las que deben manejarse.

Con este objeto, en la declaración final de dicha conferencia –Agenda XXI–, se incluyó un capítulo –el 19– dedicado a la gestión racional de las sustancias químicas, en el que se reconoce que el uso inadecuado de muchas de ellas ha generado una grave contaminación química en varios lugares, con riesgo de daños severos a la salud, a las estructuras genéticas y a la reproducción humana, así como a la estabilidad del ambiente a largo plazo, por lo que es necesario aumentar los esfuerzos para lograr su gestión adecuada. Para esto, en dicho capítulo se propone que se establezcan planes para la prevención y respuesta a las emergencias químicas y para lograr que las áreas afectadas por ellas se descontaminen y rehabiliten.

Aunque en los países industrializados se acepta sin discusión la importancia de prevenir estas emergencias y enfrentarlas (pues causan importantes daños económicos y graves efectos en la salud y la estabilidad del ambiente), diversos factores políticos, económicos y culturales han dificultado que se le dé al tema la prioridad que requiere en la mayoría de los países en desarrollo. Como resultado, la conciencia de los riesgos asociados con las sustancias químicas y la importancia de reducirlos es incipiente entre las autoridades y comunidades de esos países. No suele haber planes para prevenir y enfrentar estas emergencias o, si existen, son insuficientes o inadecuados.

Vulnerabilidad de los países en desarrollo. Antes de 1970, todas las emergencias químicas con más de 60 muertes ocurrieron en países industrializados. A partir de esa fecha, las emergencias de esta magnitud han ocurrido sobre todo en países en vías de industrialización, como México.

Y aunque en los países industrializados ocurren más emergencias químicas, sus consecuencias son peores en los en vías de industrialización; por ejemplo, entre 1974 y 1987, las emergencias químicas con más de 50 muertes fueron 59; aunque 21 ocurrieron en países en vías de industrialización, a ellos les correspondió el 92% de las 4 mil 281 muertes. Algo similar sucede con los lesionados: aunque sólo 12 de los 28 accidentes con más de 100 lesionados que hubo en esos años fueron en estos países, a ellos les correspondió el 96% de los 74 mil 363 lesionados.

Datos como éstos confirman que la industrialización de estos países aumenta la probabilidad de que ocurran en ellos emergencias químicas graves, como las de Seveso y Bhopal, y comprueban su vulnerabilidad hacia ellas. Esto se debe a que, por lo común, estos países no tienen experiencia al respecto y, con frecuencia, tampoco recursos para establecer planes básicos de prevención y control de estas emergencias, o no le conceden la importancia debida al problema.

Una causa fundamental de la vulnerabilidad hacia las emergencias químicas de países como México es la búsqueda compulsiva de un desarrollo económico rápido mediante un modelo de industrialización que no toma en cuenta las características y riesgos de la tecnología que utilizan. Este modelo propicia una industrialización rápida, mal planeada, desordenada; asociada con un creciente flujo migratorio desde las zonas rurales y un proceso acelerado de urbanización de las zonas elegidas para instalar las industrias, lo que contribuye a que las nuevas comunidades carezcan de cohesión social y no sean tomadas en cuenta por los gobernantes. También es común que las nuevas industrias se establezcan en zonas de alta marginalidad, lo que eventualmente genera problemas de justicia ambiental.

Además, como ha ocurrido en México, no se establece oportunamente un marco legal adecuado para proteger al ambiente y la salud de la población de los riesgos asociados con las nuevas industrias. El fruto son reglamentaciones inadecuadas o ineficaces, lo que propicia que las corporaciones internacionales tengan una política de prevención de riesgos en un país desarrollado y otra, mucho más laxa, en cualquier país en desarrollo al que se trasladan, en los que pueden emplear tecnología obsoleta o peligrosa o producir sustancias obsoletas o prohibidas ya en los países de origen a causa de su peligrosidad. Es lo que se conoce como “exportación de riesgos” y “doble estándar”.

Además, las estructuras sociopolíticas de los países en desarrollo generan circunstancias en las cuales emergencias que no habrían ocurrido en un país industrializado (o hubieran sido menores), pueden ser verdaderas catástrofes, con una importante amplificación sociopolítica de los riesgos. A esto contribuyen la debilidad de la democracia y de los sistemas políticos, la baja (a menudo, nula) participación social en las decisiones y el hecho de que, por consideraciones de estabilidad política, en general no se informa a las comunidades de los riesgos a los que están expuestas, ni se les prepara para prevenirlos.

Sin embargo, debemos tener en cuenta que, además de sus efectos negativos en la salud o el equilibrio ambiental, los costos de una emergencia química incluyen daños sociales, económicos y, a veces políticos. Y por eso mismo debería ser estar claro que establecer precauciones básicas para reducir la frecuencia y magnitud de las emergencias químicas en un país, no sólo es un ahorro considerable sino una gran inversión pues los costos de estas emergencias incluyen los posibles efectos adversos sobre las generaciones futuras, los que puedan ocurrir en sitios remotos al del accidente, así como los daños socioeconómicos a largo plazo en términos de contaminación persistente, enfermedades crónicas, y desestabilización económica y política.

Vulnerabilidad de México. Tal como ocurre con otros países en vías desarrollo, México es muy vulnerable hacia estas emergencias; por ejemplo, entre 1974 y 1987, el país tuvo el cuarto lugar en número de accidentes (17), pero ocupó el tercero en muertes, con un promedio de 49.9; y aunque Estados Unidos tuvo el primer lugar en número de accidentes (144) ocupó el octavo en muertes (un promedio de 15.6), por su mejor preparación al respecto.

Además de los muertos y lesionados durante dichas emergencias, con los daños para la salud, desequilibrio ambiental y pérdidas financieras, también hay resultados sociopolíticos indeseables. Por ejemplo, el 15% de las manifestaciones en Guadalajara durante el año siguiente a la explosión de 1992 estuvieron relacionadas con el accidente. Un problema asociado son las violaciones a los derechos humanos de las comunidades afectadas.

Como se puede demostrar mediante una somera revisión de las noticias, en México la mayoría de estas emergencias ocurren en instalaciones o ductos de Pemex; sin embargo, muchas de ellas no llegan a las noticias y sólo se conocen las más graves como las de San Juanico o Texmelucan.

Lamentablemente, hasta el momento, los datos disponibles sobre emergencias químicas no han sido tomados en cuenta en el país, a pesar de que urge una evaluación que permita conocer y cuantificar el daño que causan y el hecho, innegable, de que se carece de una preparación adecuada para enfrentarlas. En el mejor de los casos, las autoridades pueden llevar agua o colchonetas a los damnificados por un huracán, pero no atender a los intoxicados de manera aguda en una emergencia química. Tampoco a los expuestos de manera crónica por el mal funcionamiento de las industrias, de lo cual hay innumerables ejemplos.

En la respuesta oficial a las emergencias químicas en México predominan la ignorancia, la improvisación, la desidia, el control político de la información o su ocultamiento, lo que viola la legislación ambiental y los derechos constitucionales de la población afectada. Mientras es posible, los datos oficiales al respecto se manejan como si fueran secreto de estado y, a veces, se llega al extremo de declarar que la información es confidencial”, para hacerla inaccesible. Cuando no queda más remedio que reconocer el problema, a las quejas ciudadanas se les dan respuestas lentas, ineficaces o burocráticas y, finalmente, para “resolverlo” se toman medidas demagógicas de nula eficacia.

Aunque debería ser evidente la urgencia de establecer cambios en este rubro, hasta el momento en México se carece de una política pública para las emergencias químicas, la cual debería enfocarse, ante todo, a la prevención. Y también, a la organización de lo necesario para dar respuesta pronta y eficaz a estos accidentes, para aplicar lo acordado en la Cumbre de Río sobre el desarrollo de planes de prevención y la participación de las comunidades en ellos.

Anaversa, un crimen impune

Entre las muchas emergencias químicas graves ocurridas en el país, destaca la explosión en la planta de Agricultura Nacional de Veracruz (Anaversa), cuyas consecuencias negativas siguen vigentes veinte años después.

Antecedentes. Esta planta se estableció en Córdoba, Veracruz, en 1962, para formular, envasar, almacenar y distribuir varios plaguicidas. Se ubicaba en una zona central de la ciudad, cerca de importantes avenidas y de varias escuelas, una guardería infantil, dos iglesias, la estación del ferrocarril, una gasolinera, varias fondas, pequeños comercios y casas-habitación de nivel económico medio y bajo; en los alrededores había numerosos puestos callejeros de frutas, vegetales y comida preparada.

La empresa tenía autorización oficial para formular cinco plaguicidas: pentaclorofenol, 2,4-D, malatión, paratión metílico y paraquat, pero en las paredes del local había anuncios de varios más, lo que permite suponer que, al menos, los almacenaba y distribuía.

En el momento de la explosión, la compañía tenía licencias federales de ambiente y salud, renovadas recientemente, a pesar de que, por varias deficiencias, las autoridades de agricultura le habían negado la renovación.

Prácticamente desde que la planta inició sus operaciones, los vecinos se quejaron de efectos como irritación de ojos, nariz y garganta que asociaban con sus actividades, así como del desagradable olor alrededor de la planta, que también salía por los drenajes cuando se limpiaban las instalaciones. Inclusive, poco antes del accidente, los padres y maestras de una de las escuelas cercanas habían pedido a las autoridades municipales que la reubicaran.

Por lo tanto, la comunidad aledaña había estado expuesta, quizá desde un inicio, a varios plaguicidas: a) a través de los humos, vapores y polvos generados por la ineficiente operación de la planta, b) a través de los desechos líquidos de Anaversa que iban por el drenaje municipal hacia el arroyo El Coyol o directamente a la calle, y c) con los desechos sólidos que se enviaban al basurero municipal.

El accidente. A las 13:20 pm del viernes 3 de mayo de 1991 se inició en Anaversa un incendio, seguido de una serie de explosiones atribuidas a un corto circuito. De acuerdo con la comunidad y la prensa local, en los días previos al accidente en la planta hubo al menos tres pequeños incendios, el último de ellos, el día anterior. Es posible que ésta fuera la causa de que los extinguidores de incendios estuvieran vacíos al ocurrir el accidente.

Del local se levantó una gran columna de humo de olor desagradable que, debido al viento del norte que prevalecía en ese momento, se movió con rapidez hacia el sureste, sobre una zona de casas-habitación de nivel económico medio y bajo.

Acciones de control. Los bomberos de la ciudad, cuya central se ubicaba a corta distancia de la planta, llegaron poco después de que se inició el incendio. Este servicio estaba formado por voluntarios sin capacitación especial ni equipo adecuado, por lo que no lograron controlar el incendio. Los tuvo que apoyar una brigada de Pemex y otros grupos de respuesta a emergencias. El control del incendio requirió más de tres horas durante las cuales hubo otras cuatro explosiones.

Además de controlar el fuego, los bomberos estuvieron enfriando con agua dos tanques de 50 mil litros cada uno que contenían disolventes inflamables. Si no lo hubieran hecho, estos tanques podrían haberse incendiado y el fuego llegar a la gasolinera situada a menos de 100 metros de distancia y causado un accidente aun más grave.

El acceso a las instalaciones no fue restringido y numerosas personas participaron en el control del incendio, exponiéndose innecesariamente y dificultando la labor de los bomberos. En la zona hubo pánico y caos agravados porque era la hora de la salida de los niños de la escuelas cercanas; las autoridades municipales no aparecieron.

Acciones de la comunidad. A pesar del pánico, las actividades de la comunidad fueron muy eficientes: algunos recogieron a los niños de las escuelas cercanas, otros ayudaron a los bomberos, unos más llevaron a los afectados a los servicios de salud; cuando se controló el incendio, las amas de casa acordonaron el sitio; después, fueron reemplazadas por los dueños de los comercios cercanos y otros vecinos que acordonaron unas doce manzanas hasta que llegó el ejército.

Acciones de los dueños. La empresa informó a las autoridades las cantidades aproximadas de algunos de los productos que tenía autorización de formular: 30 mil 500 litros. Afirmó que sólo el 15% llegó fuera de las instalaciones, ya diluido con el agua que se usó para controlar el incendio. Negó que hubiera habido explosiones o intoxicación por agroquímicos. Añadió que se esparcieron cal y celita sobre el lugar para inactivar algunos de los plaguicidas. Concluyó que era muy poco probable que se contaminaran los pozos por esta causa.

La empresa no indemnizó a los afectados ni les repuso las pérdidas de cualquier tipo.

Consecuencias inmediatas. Desde lejos se podía ver la enorme nube formada por los gases, vapores y polvos del incendio y las explosiones, la cual, al ser desplazada por el viento, cubrió la tercera parte de la ciudad, que entonces tenía 153 mil habitantes.

El agua que se usó para controlar el incendio y enfriar los tanques con disolventes corrió sobre todo en dos direcciones: la primera hacia la calle y, de ahí, hacia el drenaje municipal por los arroyos La Sidra, Tepachero y Las Conchitas; la segunda, hacia el arroyo El Coyol por una conexión clandestina de la planta con el drenaje municipal. La primera de estas direcciones era muy evidente en el declive de la calle; la otra se descubrió tiempo después.

A lo largo de estos arroyos había varios pozos artesianos de los que se surtían las familias sin servicio de agua entubada. El agua de estos arroyos y pozos, inclusive algunos bastante lejanos a la planta, tomó rápidamente un color verde intenso y los peces murieron de inmediato. Aunque el color persistió por varios días, fue hasta el quinto día que las autoridades de salud clausuraron 120 pozos y proporcionaron agua a las familias afectadas.

Después del accidente. Doce horas después del accidente llegó el ejército a poner en operación el plan DN-III de control de desastres. Está diseñado para atender desastres naturales, como inundaciones, y proteger las propiedades de quienes sean evacuados; conforme a él, los soldados se limitan a acordonar la zona afectada y a apoyar en la evacuación. En este caso, 20 soldados, apoyados por 50 elementos de seguridad pública, ayudaron a evacuar a más de mil 700 vecinos en 15 colonias de la zona y acordonaron la planta hasta el día 5, cuando se retiró. Lo que la comunidad consideró prematuro pues persistía el fuerte olor. A pesar de esto, se permitió que los evacuados de la zona aledaña regresaran a sus hogares, a los que vivían más lejos se les dejó regresar a las 72 horas y a los cinco días regresaron casi todos.

No se informó claramente a los evacuados sobre las precauciones que deberían tomar al regresar a sus casas, por lo que continuó habiendo intoxicados hasta tres semanas después del accidente. Estos nuevos casos no fueron incluidos en las cifras oficiales.

Posteriormente se liberaron para su venta 978 toneladas de azúcar que estaban almacenadas frente a la planta después que se afirmó que un análisis de residuos de plaguicidas en ellas había salido negativo. No se informó dónde se realizó el análisis ni cuáles plaguicidas se buscaron; además, el secretario de Salud del estado de Veracruz autorizó que se repartieran los libros de texto de primaria de nueve zonas escolares que estaban almacenados en una escuela cerca de la planta. Los escolapios limpiaron de polvo dichos libros.

El arroyo de aguas negras hacia el sur de la planta tenía botes, latas, empaques y plásticos, lo que dificultó el paso de las aguas contaminadas procedentes del siniestro. Por eso varios días después el olor era insoportable en esa zona y se intoxicaron algunos vecinos.

En junio se encontró que las dermatitis que empezaron a padecer los vecinos se podían atribuir a que en el techo de la planta había dos agujeros por los que entraba el viento y sacaba polvo con cal que caía en la zona y en la ropa que se estaba secando al aire libre.

Todavía en septiembre de 1991, el olor a plaguicidas era claramente perceptible en la zona. Cuando llovía, el agua penetraba por los agujeros del techo y de la planta salía un líquido verdoso con el mismo olor.

Manejo de los desechos. Una parte del producto fue acarreado por el agua, se coló por las alcantarillas y llegó a la calle en donde los residuos se acumularon y una semana después del incendio seguían ahí; otra parte fue absorbida con arcilla y cal y posteriormente recogida en tambos, que se llevaron a la vecina ciudad de Fortín de las Flores en donde se depositaron atrás de un hotel hasta que las quejas por el fuerte olor obligaron a trasladarlos de nuevo.

La limpieza de las instalaciones tardó más de dos semanas; debido a que la explosión rompió el techo, y era época de lluvias, por ahí entraba el agua, arrastraba los residuos de arena, arcilla adsorbente y plaguicidas y generaba un líquido verdoso de olor desagradable que corría por las calles del barrio. Todavía dos semanas posteriores al incendio, después de un aguacero aparecían charcos con olor a plaguicidas junto a los locales donde se expendían alimentos. Los vecinos del arroyo de aguas negras reportaron que les daban mareos cada vez que llovía.

No se informó a los vecinos las precauciones que deberían tener con el polvo que entró a sus casas y cubrió sus muebles, por lo que deben haberlo barrido y enviado al basurero municipal junto con la basura normal.

El manejo de los desechos del incendio corrió a cargo de las autoridades ambientales que, a fines de mayo, informaron que en junio se enviarían al confinamiento de RIMSA en Monterrey, sin que haya constancia de ello.

El 8 de julio, la Secretaría de Salud federal revocó la autorización de Anaversa y clausuró la planta definitivamente, pero no canceló el acceso y varias personas siguieron entrando a las instalaciones.

Actividades del sector salud. La capacidad de los servicios locales de salud fue rápidamente rebasada debido al elevado número de afectados y a que se intoxicaron de manera casi simultánea; inclusive, estos servicios recurrieron al apoyo de médicos y enfermeras privados, así como de estudiantes de medicina. Algunos afectados fueron trasladados a otras ciudades por la gravedad de sus síntomas o porque ya no hubo sitio en los hospitales cercanos.

Además de las limitaciones en su capacidad, el sector salud tampoco estaba preparado para atender a los intoxicados, pues el personal tenía un conocimiento superficial de los efectos adversos de los plaguicidas organofosforados (OF), no conocía los de otros plaguicidas y no contaba con antídotos para ninguno de ellos; independientemente de sus síntomas, trataron de la misma manera a todos los afectados.

Según datos oficiales, en las instituciones de salud locales fueron atendidas 292 personas, todas ellas con debilidad muscular, 95%, náuseas y 56% dolor abdominal, dificultad respiratoria y/o visión borrosa. Es posible que muchas más hayan tenido manifestaciones subclínicas y que la cifra oficial corresponda sólo a quienes tuvieron síntomas más graves pues, por lo menos 30% de los encuestados en el estudio epidemiológico posterior, dijeron haber tenido uno o más efectos agudos que pudieran asociarse con la exposición a plaguicidas.

Las primeras intoxicaciones se atribuyeron a la inhalación de humos y polvos generados por el incendio y las explosiones. Entre los más afectados estuvieron los bomberos, los residentes que ayudaron durante la emergencia y quienes se abastecían de los pozos artesianos. Sin embargo, a causa de la dispersión de humos y polvos con el viento, hubo intoxicados en zonas alejadas de la planta. También deben haber sido muy afectados los soldados, pero se desconoce su número y si tuvieron síntomas de intoxicación, pues el ejército se negó a que participaran en el estudio epidemiológico.

En marzo de 1992, persistían nerviosismo, agotamiento y debilidad muscular en quienes habían estado intoxicados.

A principios de 1993 empezaron a aparecer en la comunidad afectada algunos casos de anemia aplástica, trombocitopenia y alergias, ante lo que la comunidad solicitó que las autoridades le informaran sobre los resultados del estudio epidemiológico, que se suponía ya debería estar terminado. Por sus resultados, así como las pruebas de que había efectos adversos a largo plazo, las autoridades de salud decidieron continuar el estudio por tres años más, establecer una unidad de salud en Córdoba e informar a la comunidad de estos planes y sus resultados, nada de lo cual cumplieron.

Las actividades para evaluar la exposición fueron muy pocas y severamente deficientes, sobre todo porque se realizaron días o meses después del accidente. Aproximadamente un mes después se inició un estudio de colinesterasa en 138 individuos, el cual se interrumpió 18 meses después, porque sólo fue posible obtener 16 muestras.

Cinco meses después del accidente se tomaron muestras de agua y sedimento de los arroyos y los alrededores de la planta para determinar plaguicidas; se dijo que fueron positivas, pero no cuáles plaguicidas se identificaron en ellas. Esos resultados no se consideran válidos ya que: a) por el tiempo transcurrido, muchos contaminantes se pudieron haber degradado, b) el muestreo no tomó en cuenta las probables rutas de dispersión de los contaminantes, c) las muestras no se obtuvieron conforme a un procedimiento estandarizado, d) no se analizaron en laboratorios especializados y e) no se buscaron las dioxinas y furanos que podían haberse formado de durante el incendio. En resumen, ninguna de estas actividades fue adecuada. Fueron inútiles.

Para evaluar los efectos agudos se realizaronlos estudios de colinesterasa y epidemiológico ya mencionados, centrados en los efectos de los plaguicidas organofosforados (OF). No tuvieron en cuenta los efectos de otros plaguicidas ni la posibilidad de que en los humos y polvos, así como en el agua, hubiera productos de reacción, como dioxinas y furanos.

En cuanto a las actividades para evaluar los efectos a largo plazo, entre mayo de 1991 y octubre de 1992 la Dirección General de Epidemiología de la Secretaría de Salud realizó un estudio epidemiológico enfocado, sobre todo, a evaluar los efectos a largo plazo de la exposición a plaguicidas OF. Conforme a sus resultados, en la zona de alto riesgo hubo mil 854 afectados, con 379 viviendas, y 6% de enfermos. Por su parte, la Pastoral Social de la ciudad hizo un censo de 300 personas con síntomas, en el que aparecían algunas que no se incluyeron en la encuesta de la secretaría, por lo que la comunidad pidió que todos los enfermos tuvieran atención médica adecuada y se les realizaran los estudios necesarios, lo que no ocurrió.

Por lo que se refiere a la generación de dioxinas durante el accidente, por presiones de la comunidad, en julio de 1992 se tomaron tres muestras de suelo las cuales se analizaron en los laboratorios de la Chemical Waste Management en Estados Unidos, para buscar dioxinas y furanos, pues México carecía (y carece) de la capacidad analítica para estos estudios. En las tres muestras se identificaron diversas dioxinas y furanos con concentraciones totales de 16 mil 421, 45 mil 800, y 220 mil pg/g, que exceden con mucho lo aceptable para estos contaminantes. Pese a ello, las autoridades de salud concluyeron que estos datos sólo indicaban la posibilidad de contaminación del entorno por dioxinas y propusieron que se analizara el tejido adiposo de algunos expuestos, lo no se realizó.

Quejas de la comunidad. Las quejas de la comunidad se centraron en a) la responsabilidad moral de las autoridades ante la comunidad, b) el vacío de información y, en especial, c) el informe falso que presentó la empresa negando que hubiera habido una explosión e intoxicados y en el cual dio datos sobre las sustancias que se derramaron y sus cantidades aproximadas.

Tomando en cuenta la falsedad de esas declaraciones, la comunidad concluyó que se ignoraba qué sustancias se derramaron y que, además de los plaguicidas, la población estuvo expuesta a los disolventes y a los productos de la combustión. Nunca se supo cuáles plaguicidas había en la planta en el momento del accidente ni cuáles formulaba o almacenaba.

Aunque la comunidad había perdido la confianza en las autoridades porque no recibió atención médica adecuada, se declaró dispuesta a colaborar pero solicitó atención de mejor nivel para los enfermos (a quienes se les negó acceso a sus expedientes) y apoyo para estudios más profundos. También preguntó sobre el significado estadístico de los resultados del estudio epidemiológico realizado por la secretaría citada y si, con base en ellos, se podía afirmar que hubo daño a la salud. Nunca respondió.

Fideicomiso. El gobernador del estado aportó dinero para formar un fideicomiso en apoyo de los afectados pero el alcalde lo aplicó a otros fines.

Comisión Nacional de Derechos Humanos. Un mes después del accidente, la comunidad presentó una queja ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), la cual, después de evaluar los acontecimientos, en su recomendación 99/91 del 29 de octubre, consideró que las autoridades federales de ambiente y salud habían sido omisas en sus responsabilidades y causado la violación de los derechos constitucionales de los afectados debido a que, conforme a la legislación vigente, las actividades de la empresa eran extremadamente peligrosas para la salud y el ambiente y requerían precauciones especiales para el manejo de las sustancias.

Entre las principales omisiones, la CNDH señaló que, en la empresa: a) el manejo de los materiales peligrosos no fue adecuado, b) los mecanismos de seguridad eran deficientes, c) los desechos de su funcionamiento no eran bien manejados, d) no había un sistema para enfrentar contingencias químicas, y e) no se cumplía con las más elementales normas de higiene y mantenimiento, a pesar de lo cual, y de las frecuentes quejas de la población aledaña, la planta tenía licencias renovadas en fecha reciente por las autoridades de salud y ambiente.

La CNDH cuestionó se le hubiera permitido operar por más de veinte años sin que cumpliera con los requisitos de seguridad que se le debieron exigir desde un principio. Destacó que era inexplicable que cinco meses antes del siniestro la delegación estatal de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología hubiera considerado que las condiciones de seguridad de la empresa eran aceptables, a pesar de que violaba flagrantemente múltiples disposiciones legales. Y que, después del incendio, la propia delegación hubiera determinado que la empresa había incumplido con la mayoría de las condiciones que se le habían impuesto.

La CNDH determinó que las autoridades competentes actuaron demasiado tarde al imponer sanciones a la empresa después del desastre, el cual causó serias afectaciones a la salud de la población y al ambiente y puso en riesgo la estabilidad ecológica de la ciudad, enfatizando que el inmueble ya estaba remozado y casi listo para reanudar actividades, a pesar de que las autoridades federales de ambiente se habían comprometido a evaluar los riesgos de su demolición, así como a presentar el Plan de Contingencia Ambiental para Sustancias Químicas y los avances del estudio de impacto ambiental que comisionó al Instituto de Ecología, AC, sin cumplir ninguna de estas promesas.

En cuanto a las autoridades federales de salud, la CNDH notó que la licencia sanitaria tenía vigencia hasta octubre de 1992, lo que hacía suponer que se le otorgó sin valorar las condiciones de operación de la empresa y consideró que la falta de apego a las normas en la materia, el descuido y la negligencia contribuyeron al siniestro. Sobre la queja de la población afectada respecto a la falta de informes de las acciones de estas autoridades después del incendio, afirmó que la SSA se había comprometido a enviar un informe, pero no lo hizo.

Considerando que las consecuencias del incendio de Anaversa eran graves y que las afectaciones al ambiente y la salud pudieran ser irreversibles, la CNDH consideró esencial que se diseñaran programas de prevención y control de dichos efectos. Y, en vista de las propiedades del 2,4-D, recomendó que se desarrollara la metodología necesaria para determinar dioxinas en los expuestos, lo que tampoco se hizo.

Finalmente, la CNDH consideró que hubo daños a la salud de la población y contaminación de agua, suelo y plantas en la zona afectada y recomendó a las instancias federales correspondientes que: a) ordenaran una investigación exhaustiva de los motivos por los cuales se le renovaron a Anaversa las licencias sanitaria y de funcionamiento, cuando era evidente que no reunía los requisitos indispensables para operar y b) informaran a la población de Córdoba y a la CNDH, de manera clara y permanente, sobre los avances de los estudios y acciones que llevaran a cabo a raíz del incendio.

A la de Salud le recomendó que realizara: a) un censo integral de la población que estuvo expuesta de manera aguda (bomberos, cuerpos de rescate, voluntarios, obreros y vecinos de la planta) y b) estudios epidemiológico y de colinesterasa complementarios de los que tenía en curso e informara periódicamente a la CNDH de sus avances.

A la SEDUE le solicitó que 1) llevara a cabo los estudios necesarios para determinar la pertinencia de demoler el inmueble de Anaversa, 2) difundiera ampliamente entre la opinión pública el Plan Nacional de Contingencia para Accidentes Ambientales, incluyendo cuándo y cómo debía operar, así como los organismos responsables de realizarlo, señalando claramente las responsabilidades de cada uno.

A pesar de la resonancia nacional e internacional, bastaron pocos años para que este caso pasara al olvido oficial. Y lo peor: que en 1999 la CNDH declarara que esta recomendaciónhabía sido“totalmente cumplida” aunque las autoridades de salud y ambiente no lo hubieran hecho.

Deficiencias que afectaron la eficacia de las acciones

Después del incendio se supo que las autoridades municipales y el cuerpo de bomberos suponían que Anaversa era solamente un almacén y distribuidora de plaguicidas y desconocían sus actividades de formulación. Por lo tanto, cuando acudieron a controlar el incendio, los bomberos no iban preparados para lo que encontrarían, aunque, de todos modos, por su condición de voluntarios, no habían sido capacitados para enfrentarse a una emergencia de este tipo y magnitud. No contaban con equipo de protección adecuado y estuvieron excesivamente expuestos a diversas sustancias tóxicas y, por lo tanto, en riesgo grave de desarrollar enfermedades a largo plazo.

Los dueños de la planta no proporcionaron una lista comprobable de los productos que se formulaban o almacenaban allí y de las materias primas respectivas, las que hasta el momento se desconocen.

No se tenía información sobre los posibles productos de degradación y reacción de los plaguicidas que se incendiaron; mucho menos sobre sus efectos adversos a corto y largo plazo sobre la salud. Sin embargo, por las características de dos de ellos (pentaclorofenol y 2,4-D), las consecuencias del accidente tenían forzosamente que ser muy graves, puesto que, al estar sometidos a altas temperaturas, esos plaguicidas generan dioxinas, contaminantes de elevada persistencia y gran toxicidad crónica, lo que las autoridades locales y las federales de salud y ambiente prefirieron ignorar.

Debido a que la conexión de la planta con el drenaje municipal era clandestina, en un principio no se supo cuál era la ruta del drenaje de la planta lo que impidió que las autoridades clausuraran de inmediato los pozos contaminados.

No existía un plan local para enfrentar emergencias químicas. Este sigue siendo el caso, ahí y en el país, como lo demuestran las emergencias químicas posteriores.

Evaluación de las acciones de las autoridades de salud. Inmediatamente después del incendio, el sector salud debió compilar una lista exhaustiva de los expuestos, incluyendo los residentes a lo largo de los arroyos La Sidra, Tepachero y Las Conchitas, y de quienes obtenían agua de pozos artesianos asociados con estos arroyos.

También, convocar a los expertos en este tipo de problemas, en particular sobre los efectos adversos de plaguicidas y dioxinas, para que diseñaran un plan de seguimiento a largo plazo. Debió asegurarse de que en el diseño del cuestionario para el estudio epidemiológico participaran toxicólogos y expertos en química de plaguicidas para asegurar que dicho cuestionario cubriera los principales riesgos de los expuestos.

Igualmente, buscar de inmediato apoyo para realizar el muestreo y los análisis de agua, suelos y alimentos y, después, para los de tejido adiposo u otros tejidos humanos en busca de las dioxinas que se pudieron formar durante el incendio.

En cuanto a las acciones para evaluar los efectos a largo plazo, el estudio epidemiológico debió incluir preguntas sobre los posibles efectos adversos para la salud debidos a otros plaguicidas que pudieron estar presentes en el accidente. Además, el personal de salud de la ciudad debió recibir información y capacitación para detectar los efectos a largo plazo de dichos plaguicidas, así como los de sus posibles productos de reacción y degradación, para dar atención adecuada a los enfermos.

Otras autoridades. Las autoridades estatales demostraron una gran irresponsabilidad e ignorancia al dotar de una suma muy baja al fideicomiso que debería haberse constituido para atender a los afectados por el accidente, como si éstos fueran a padecer una enfermedad leve y de corta duración.

Por su parte, las autoridades municipales también demostraron irresponsabilidad e ignorancia cuando, amparadas en la negativa de las autoridades de salud a reconocer que los síntomas de los afectados estaban relacionados con la explosión, dedicaron el dinero que debió depositarse en un fideicomiso a construir una reja para un “parque ecológico” privado, negándoles a los enfermos el escaso apoyo que hubieran podido darles.

Algunas lecciones de Anaversa

En el nivel local. Las autoridades municipales en las zonas industriales del país deben estar informadas de todas las empresas químicas que allí operan, tenerlas ubicadas en un mapa, mantener una vigilancia continua sobre ellas, asegurarse de que tienen licencias válidas y, mediante visitas ocasionales no programadas, cerciorarse de que operan de acuerdo con la legislación vigente.

Los bomberos y los grupos de salud locales deben tener acceso a la información anterior para estar preparados en caso de emergencias, incluyendo los materiales adecuados contra incendios, equipo de protección, antídotos, etcétera.

Las empresas que se encuentren en áreas urbanas deben ser reubicadas.

En el nivel nacional. Debe existir un plan nacional, con componentes regionales y locales, para enfrentar estas emergencias, ya que el Plan DN-III en vigor no es adecuado.

En sitios con industrias químicas, las comunidades deben ser informadas y capacitadas para actuar correctamente en caso de una emergencia.

Debe haber colaboración entre toxicólogos y epidemiólogos para planear los estudios de seguimiento a largo plazo de dichas emergencias.

Debe establecerse una red nacional de laboratorios especializados en análisis de residuos y análisis especiales. Esta red debe intercalibrarse con laboratorios internacionales y contar con sistemas de aseguramiento de la calidad.

El accidente de Dragón, 2010

A finales de los años 80 del siglo pasado, se estableció en los terrenos abandonados de un antiguo campo de aviación civil, en el Barrio de Santiago Mihuacán, Izúcar de Matamoros, Puebla, la empresa Maquiladora de Polvos, SA de CV, filial de Agricultura Nacional, al igual que Anaversa.

Como consecuencia del accidente de ésta, los vecinos de Córdoba impidieron que la empresa se reinstalara ahí, por lo que se trasladó a Izúcar de Matamoros, en donde, en febrero de 1996, inauguró dos plantas de plaguicidas: una productora de polvos e inertes y una envasadora de plaguicidas. A partir de ese año, empezaron a funcionar en ese sitio las empresas Dragón, Inertes e Insecticidas de Izúcar, Agricultura Nacional, Compañía Maquiladora de Polvos, Transportadora Dragón y Servicio de Transporte de Carga Dragón, dedicadas a la producción, maquila y transporte de 27 plaguicidas, 17 herbicidas y dos rodenticidas.

Estas empresas han tenido varios problemas de seguridad; por ejemplo, según testimonio de un trabajador, en el año 2000, en Agricultura Nacional explotaron cuatro tambos, con 198 kilos de monocrotofós cada uno. Según el Primer Listado de Actividades Altamente Riesgosas (DOF, 28/03/1998), el derrame de un solo kilo de este plaguicida hubiera sido suficiente para causar una afectación significativa a la población o a sus bienes y se debió reportar a la autoridad; sin embargo, no se informó a la población de Izúcar ni a las autoridades.

En general, Agricultura Nacional actuó continuamente con negligencia y descuido. Era común que entregara a escuelas de la región, tambos vacíos que contuvieron plaguicidas para ser usados como recipientes para basura. Otras veces, empleados de la empresa se llevaban a sus hogares la madera de las tarimas contaminadas con derrames de plaguicidas y las utilizaron como cercas o combustible para preparar sus alimentos. Otros construían sus jacales con estas tablas, a pesar de su desagradable olor.

Aproximadamente a las 10:30 de la noche del 24 de marzo de 2010, dos tambos que contenían dimetoato, según Agricultura Nacional, hicieron explosión causando alarma en los habitantes de la zona. No hubo confirmación oficial o independiente de que efectivamente se haya tratado de este producto y esas cantidades y no de otro o varios más.

A pesar de que la Secretaría de Salud del estado reportó 128 intoxicados por este accidente, el secretario de Gobernación y el director de Protección Civil de Puebla manifestaron que el dimetoato no era peligroso.

El 24 de marzo se organizó una marcha en la que algunos vecinos exigieron al presidente municipal la salida de la empresa Agricultura Nacional. Después de la marcha, unos 300 pobladores nombraron un Consejo Ciudadano para hacerse cargo de la defensa de la comunidad contra la empresa Dragón. Entre las primeras acciones de este consejo estuvo exigir a la empresa que retirara todas las sustancias peligrosas que existían en ella, lo que los dueños aprovecharon para retirar toda evidencia que los pudieran comprometer por el manejo inseguro de sus productos y materias primas.

A raíz de este accidente, las autoridades federales y estatales anunciaron la clausura de la empresa por tres meses para hacer el “estudio de impacto ambiental”, a pesar de que dicho estudio debería haberse presentado y aprobado antes de que se inaugurara la planta.

Un año después del accidente, en la parte legal se han entregado documentos exponiendo el problema al gobierno estatal y federal. El primero no ha contestado y el segundo envió el asunto a la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente, (Profepa), para que lo atienda. También se han presentado denuncias ciudadanas en materia ambiental a la delegación Puebla de Profepa. La Presidencia Municipal mantiene clausurada a la empresa por presión del movimiento ciudadano.

La empresa amenazó con demandar a dicha presidencia y a los miembros del Consejo Ciudadano por daños y pérdidas por más de 60 millones de pesos y asegura que se reinstalará; sostiene que, según las autoridades federales del ambiente, no es ningún riesgo para la población del municipio poblano. Se dice que la empresa compró la radiodifusora local en donde había programas de denuncia ciudadana, por lo que esos programas dejaron de trasmitirse.

Mientras tanto, la comunidad se organiza y coopera para poner una radio comunitaria y difundir la información del movimiento ciudadano y siguen tratando de impedir la reinstalación. El presidente municipal que tomó posesión el 15 de febrero, dijo que seguirá apoyando a la ciudadanía y no concederá licencia a Dragón.

Anaversa y las recomendaciones internacionales

Entre otras, las recomendaciones de la Cumbre de Río especifican que los gobiernos, las organizaciones internacionales correspondientes y la industria, deben cooperar para desarrollar políticas nacionales y adoptar el marco regulatorio necesario para la prevención de emergencias químicas y la preparación de la respuesta a ellas y detallan los requisitos para informar de las emergencias químicas y para contribuir al directorio internacional de centros regionales de respuesta. También se especifica que quienes manejen sustancias peligrosas deben preparar planes de respuesta para las emergencias que puedan ocurrir en sus instalaciones y fuera de ellas y procedimientos para efectuar dicha respuesta.

Para el cumplimiento de dichas recomendaciones, se menciona que es urgente: reunir y difundir en el país información reciente sobre las sustancias peligrosas y desarrollar la capacidad nacional para: evaluar los riesgos asociados con estas sustancias, hacer frente a emergencias relacionadas con ellas, atender a las personas intoxicadas, rehabilitar los lugares contaminados, adoptar una política nacional de control de riesgos y desarrollar programas eficaces de educación al respecto.

Como lo demuestran ampliamente los casos de Anaversa y Dragón, estas recomendaciones están lejos de cumplirse en México y las comunidades. Especialmente los vecinos de industrias que manejan sustancias peligrosas siguen expuestos a todo tipo de emergencias químicas a pesar del creciente número de leyes y reglamentos que se emiten, pero no se aplican.

Conclusiones

El accidente de Anaversa hizo evidente la falta de información sobre las actividades reales de esa planta; la inexistencia en la ciudad –y en el país– de planes adecuados para el control de emergencias químicas; la ignorancia generalizada de los graves riesgos a que se expone el personal de primera respuesta, así como su nula protección y escasa capacitación, para no hablar de las irregularidades por las que se le renovaron las licencias federales de salud y ambiente.

También fue notorio que, en Córdoba, –como en el resto del estado y del país– no había mecanismos de protección civil ni control alguno para reducir la exposición y los riesgos de la población cercana, ni los de los servicios de emergencia y los soldados.

A pesar de resentir en su salud los efectos adversos de la exposición continua a esos productos, sus trabajadores y los vecinos de la planta ignoraban el peligro al que estaban expuestos hasta que las llamas consumieron las numerosas sustancias tóxicas almacenadas ahí.

El accidente mostró que, desde un principio, todas las autoridades habían actuado con ignorancia, irresponsabilidad o connivencia con la empresa, pues desatendían las continuas quejas de la población mientras renovaban periódicamente los permisos de funcionamiento.

Cabe señalar que las autoridades de salud y ambiente que indebidamente autorizaron dichas renovaciones fueron separadas de sus cargos después del accidente pero, después de un tiempo prudencial, regresaron a puestos de primer nivel. Sus errores, junto con sus posiblemente ilícitas acciones, siguen impunes, mientras se desconoce cuántas personas han muerto por males derivados de los tóxicos que se incendiaron. Después, el fuego resaltó aun más el grado de complicidad entre el sector privado y el oficial supuestamente encargado de velar por la salud pública y cuidar los recursos naturales, así como la negligencia y corrupción oficiales.

La irresponsabilidad y la connivencia de las autoridades locales con los propietarios de la planta fue evidente cuando insistieron en que, para reconocer que la explosión había causado un daño, los afectados deberían demostrar la relación entre una y otro. A pesar de que, en un caso como éste, en que la exposición aguda resultante del accidente se superpuso a la exposición crónica de la comunidad, no es fácil establecer una relación causa-efecto, por lo que debería haberse exigido a los dueños que probaran que no había habido daño.

En el accidente de Anaversa, también destaca la incapacidad de las autoridades de todos los niveles para aprender de sus propios errores y evitar que en nuevos accidentes se repitieran, como ha ocurrido con el de Dragón y varios más. Así, por ejemplo, se siguen otorgando licencias a industrias que no deberían obtenerlas o permitiendo que continúen operando las que no cumplen con la normatividad vigente. Mal papel hizo también la CNDH, pues consideró que su recomendación se había cumplido, a pesar de que no fue así.

Mientras los dueños de la planta no fueron sancionados, la comunidad afectada y quienes la han apoyado han sufrido desatención, ofensas e intentos de desprestigio y han visto cómo sus derechos constitucionales se violan impunemente sin que nadie se haga cargo de atender sus justas demandas. Mientras muchos inocentes han muerto y muchos más padecen las secuelas de la exposición a las sustancias que consumió el fuego y a las dioxinas que posteriormente se produjeron, ninguno de los responsables (propietarios y autoridades) pisó la cárcel. Éstos son casos claros en los que no se ha aplicado la actual legislación ambiental ni su principio básico “el que contamina paga”.

Lo de Anaversa no ha terminado, ni terminará, mientras los afectados no reciban la atención y apoyo que requieren; mientras el local de la planta siga en pie, destechado y como fuente continua de contaminación del entorno con sustancias muy peligrosas; mientras no se draguen los arroyos y pozos afectados por el accidente, hasta asegurar que están libres de contaminantes persistentes; mientras se siga violando el derecho constitucional a la protección de la salud de quienes residen en las cercanías de plantas de alta y mediana peligrosidad en Córdoba, el resto de Veracruz o en el país, aunque no exploten. Y, desde luego, mientras se tengan que pedir, como algo especial, datos sobre los contaminantes que las fábricas emiten o desechan.

Anaversa figura entre las grandes tragedias debidas a la industria de agroquímicos y sólo podrá ser recordada positivamente cuando sus enseñanzas sirvan para prevenir casos similares; cuando el personal de atención a las emergencias no sea tanto o más afectado por ellas que la comunidad. En fin, el día en que todas las plantas que manejan sustancias peligrosas estén realmente bajo control o sean clausuradas, si se niegan a estarlo.

Recomendaciones

El país gasta mucho en indemnizaciones, reparaciones inadecuadas y no siempre suficientes y por la omisión del cumplimiento de la legislación y exigir que el que contamine, pague; es decir, en solapar a la industria para que eluda su responsabilidad ambiental y de reparación del daño, cuando este dinero podría ser mejor utilizado, entre otras cosas, para llevar un registro de las instalaciones y actividades peligrosas, establecer mecanismos de alerta temprana, desarrollar la conciencia sobre los riesgos en las comunidades aledañas, así como para fortalecer los centros de emergencias químicas y de información toxicológica para que actúen con coordinación y eficacia en estos casos. Es evidente que en México falta una ley de responsabilidad ambiental.

También es necesario que el Sistema Nacional de Protección Civil deje de centrarse en los desastres de origen natural y preste una atención adecuada a las emergencias químicas; de igual importancia es que las autoridades de salud y ambiente de los tres niveles de gobierno tengan una participación mayor y más activa en el sistema y que éste salga del control de las autoridades de gobernación.

En realidad, no sólo es importante la preparación para responder a las emergencias químicas sino para evitarlas, para ello se necesita fortalecer la aplicación de la legislación ambiental, la inspección y vigilancia.

No debe olvidarse al respecto las instancias técnicas y administrativas que deben participar en el control y evaluación de estas emergencias y emitir reglamentos para que se lleve un control puntual de todas las que ocurren en el país. De tal modo que, eventualmente, se cuente con una base de datos para determinar las sustancias que intervienen en ellas con mayor frecuencia, los sitios en que ocurren, sus consecuencias y sus costos monetarios en salud, en equilibrio ambiental y en estabilidad sociopolítica, a corto y a largo plazo.

En síntesis, es de extrema urgencia que las causas y consecuencias de las emergencias químicas en México sean motivo de un análisis serio, a partir del cual se establezca una política pública explícita para prevenirlas. Y mecanismos suficientes y adecuados para asegurar la protección de las comunidades que residen en las zonas industriales más importantes del país y cerca de las principales rutas de transporte de materiales peligrosos.

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