Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Réquiem mexicano

P

or estos rumbos todos nos conocemos. Rara vez llegan nuevos vecinos y es difícil que la gente se vaya de este barrio. Como nunca lo han incluido en los programas de remodelación no se ven unidades habitacionales, hay pocos edificios altos, las rentas de las casas siguen siendo bajas y hay menos tráfico que en otras partes.

Además de agradable, vivir aquí es muy cómodo. No falta nada y todo nos queda cerca, desde las escuelas y las tiendas hasta el cementerio. Froylán, el dueño de la panadería, dice que, si no lo queremos, no necesitamos salir ni siquiera cuando nos lleven a enterrar.

El camposanto queda frente al mercado. A veces cuando voy por la comida paso a comprar dos ramitos de flores: una para ponerla sobre la tumba de mis abuelos en donde también descansan mis padres, y otro para dejársela a mi primo Arcadio y a su hijo. Según el médico la causa de su muerte fue la atrofia del pulmón que padecía desde chico. Yo más bien creo que mi primo se murió de tristeza porque le mataron a Carlos, y a lo mejor también lo hizo para reunirse con el niño asesinado. La tragedia ocurrió hace más de dos años y todavía no sabemos quién cometió el crimen.

Todo este tiempo ha sido un infierno para Etelvina, la viuda de mi primo. Sigue viviendo en su casa, a tres cuadras de la mía. Para sostenerse traspasó el taller de Arcadio y con lo que le dieron puso una miscelánea. Queda cerca de la escuela, así que todo el tiempo entran los niños a comprar. A Etelvina se le nublan los ojos cuando los ve porque le recuerdan a Carlos. A mí también. Espero que nadie les arrebate el futuro, que nunca tengan la desgracia de ir por la calle en el momento en que cruzan las balas que no eran para ellos.

II

En cuanto supo que su hijo iba a ser varón Arcadio decidió que iban a ponerle Carlos en memoria de su padre. Etelvina aceptó con gusto porque guardaba muy buenos recuerdos de su suegro. Apenas compraron la cuna mi primo dibujó en la cabecera las iniciales de Carlos y su mujer la adornó con ángeles y moños azules.

Etelvina se pasó los nueve meses del embarazo tejiendo chambritas y Arcadio comprando toda clase de juguetes: móviles, muñecos de peluche y hasta un triciclo. Pero si falta mucho para que su hijo pueda usarlo, le dijimos cuando nos lo enseñó. No tanto. El tiempo se pasa volando y no quiero que me agarren las prisas cuando el chamaquito me pida su triciclo. Luego le traeré una bicicleta. Yo de chico quería ser ciclista profesional pero no se me hizo. A lo mejor mi hijo corre con suerte y hasta llega a ser campeón.

En el barrio todos esperamos con ansia el nacimiento de Carlos. Cuando mi esposo y yo fuimos al hospital a conocerlo, Arcadio nos preguntó si alguna vez habíamos visto una criatura más preciosa. Le contestamos que jamás, pero el bebé estaba más bien feo y yo le pedí a Dios que el niño se compusiera con el tiempo. Y así fue. A los dos meses Carlos era tan lindo que daban ganas de comérselo a besos.

iente de su hijo. Arcadio ni se diga. Nunca lo vi más contento y orgulloso que cuando alguien le comentaba: ¡Pero cómo se parece Carlos a ti! Quién iba a decirle a mi primo que años después iba a ocurrir una tragedia y que esa semejanza se convertiría en motivo de mayor desesperación. Ver en su cara la de su hijo ausente para siempre debe de haber aumentado el dolor de la pérdida.

III

Etelvina jamás se apartaba de su bebé. Por las mañanas lo llevaba a hacer las compras y luego al jardín, que para que le diera el sol porque su casa es muy oscura. Por la tarde, mientras ella hacía su quehacer, sentaba a Carlos en una silla alta y lo acercaba a la ventana para que se divirtiera mirando jugar a los otros niños. Por eso Carlos siempre fue tan sociable.

Ya más grandecito, me parece que lo veo agarrado de la mano de su madre y con un oso de peluche en la otra, tratando de correr tras los chamacos, los perros y las palomas que tanto le gustaban y abundan por aquí.

Carlos también fue muy despierto. A los tres años empezó a manejar su triciclo. Iba de un extremo al otro de la banqueta, con Etelvina detrás. Cuando me los encontraba me detenía a preguntarle al niño qué iba a ser de grande. Entonces, muy simpático y en su media lengua, me respondía lo que su padre debe de haberle dicho infinidad de veces: pampeón, y alargaba su piernita para que viera lo fuerte que la tenía.

Nunca imaginé que un día íbamos a ver ese miembro destrozado por las balas en la página roja de un periódico.

IV

Llegó la hora en que Carlitos tuvo que ir a la escuela. El niño lo tomó con mucha naturalidad. Arcadio, que estaba ansioso de que su hijo creciera, se sintió feliz de que asistiese al kínder pero Etelvina no. El primer día en que lo llevó a clases se quedó toda la mañana junto a la puerta de la escuela esperando la hora de la salida y hablándole a Arcadio por teléfono para decirle que era horrible no tener cerca a su niño.

En aquel momento ella no sospechaba que, por culpa de un asesino impune, al cabo de unos años tendría que apartarse de Carlos para siempre.

Para Arcadio las enfermedades de su hijo, aunque sólo se tratara de un resfriado, eran una tragedia y todavía más los accidentes que sufren todos los niños. Un domingo que estábamos en el parque Carlos se cayó del triciclo, se raspó un codo y le salieran unas gotitas de sangre. Eso fue suficiente para que mi primo se volviera loco.

Desesperado, tomó al niño en brazos y corriendo lo llevó a una farmacia a que le limpiaran la herida y le pusieran una venda. Bastó con un parchecito. Como la tela adhesiva estaba adornada con imágenes de Kitty, a Carlos le encantó. De vuelta al parque, se pasó el resto de la tarde presumiéndosela a sus amiguitos.

Pobre Arcadio, aquella tarde no adivinó que a la vuelta de unos cuantos años tendría que reconocer a su hijo destrozado por las balas en medio de su propia sangre.

V

Después de la tragedia, Etelvina y Arcadio se aislaron mucho. Me los imagino en la casa viendo los retratos de Carlos, acariciando su ropa, sus juguetes, el oso de peluche con que aprendió a caminar, esforzándose por reconstruir las ocurrencias de su hijo, sus conversaciones con él, las fiestas infantiles en su honor, la expresión de Carlitos cuando a los cinco años lo llevaron a conocer el mar.

Es muy posible que, aun sin Arcadio, Etelvina siga realizando la ceremonia de la ilusoria recuperación. Me estremece imaginarla indefensa, sola ante las fotografías, rodeada de objetos y prendas ya inútiles, sin nadie que la ayude a recordar palabras, detalles, incidentes que le devuelvan por un minuto al menos la vida que construyó sobre dos nombres.

Froylán, el dueño de la panadería, dice que encuentra algo antinatural y horrible en el hecho de que hayamos enterrado primero a un niño y después a su padre. Sobre la tumba que comparten hay cifras que a todos nos duelen: Carlos (l999-2008), Arcadio (l972-2010.)

Puedo imaginarme lo que siente Etelvina cuando va al panteón, mira esos números y los acaricia como ya nunca podrá hacerlo con su esposo y su hijo.