19 de marzo de 2011     Número 42

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

El campesinado y las políticas públicas
en América Latina


FOTO: Manuel Morillo

Susana Gauster

En casi toda América Latina, en los 50 años recientes la relación del campesinado con el Estado ha tenido diferentes expresiones, de acuerdo con los modelos de desarrollo económico en vigor.

La lógica de la época de la sustitución de importaciones implicaba incluir en el modelo al campesinado, aunque fuera bajo condiciones desfavorables, convirtiéndose –en su momento– las políticas de fortalecimiento productivo en políticas de combate a la pobreza. En cambio, en la época neoliberal se van separando desarrollo económico y combate a la pobreza: se excluye al campesinado del desarrollo productivo y se le va reduciendo a un sujeto social.

Después de varias décadas de un modelo de sustitución de importaciones basado en supuestos modernizantes (como la confianza en el efecto derrame –reducción de pobreza automática a partir del crecimiento económico–), a inicios de los años 70s se realizó un cambio conceptual en la teoría de desarrollo. Se generó conciencia de que el crecimiento económico por sí solo no había contribuido a la reducción de la pobreza (rural) y se empezó a cuestionar la relación entre pobreza y distribución. Derivado de ello se planteó la estrategia de necesidades básicas, que ponía en el centro del desarrollo al ser humano y sus necesidades.

En el ámbito rural esta estrategia se tradujo en el concepto denominado “desarrollo rural integral” (DRI), el cual consideraba vital para la reducción de pobreza la inclusión del campesinado a los procesos de desarrollo nacionales. Por tanto se planteaba fortalecer el sector rural de tal manera que por su propia fuerza pudiera generar los ingresos necesarios para superar la pobreza, a la par de proveer a las ciudades de alimentos baratos que permitirían que los salarios de los trabajadores urbanos aumentaran en términos reales (implicando ello una reducción de los costos de producción para las industrias domésticas).

Aspectos clave de esa estrategia eran la implementación de una política agraria estructural (reformas agrarias) para permitir un uso óptimo de la tierra; una política de intervención del mercado a favor de los agricultores, mediante la elevación (con subsidios) o estabilización (con precios de garantía) de los precios de los productos agrícolas; una política comercial protectora de bienes agrícolas básicos, así como el fortalecimiento del comercio intra-regional y nacional; el rescate y desarrollo de recursos locales ante la introducción de recursos externos (en tecnología, personal etcétera); la asistencia técnica, y la provisión de créditos con criterios de aplicación adaptados al contexto de los campesinos, entre otros.

Producto de lo anterior, se realizaron inversiones fuertes para las áreas rurales y se organizó la actividad pública alrededor de este propósito. Sin embargo, por el tipo de Estado que desarrollaba tales planes, el impacto de esta estrategia, al igual que las reformas agrarias que se dieron en la época, fue minimizado. Las dictaduras militares predominantes en muchos países de la región, con sus prácticas de corrupción y mal gasto de recursos, no contribuyeron a que los préstamos y demás inversiones llegaran a su destino y que la estrategia de inversión en el campo surtiera efecto.

A partir de los años 80s cambió la concepción de desarrollo. La crisis de la deuda dio lugar a la aplicación de medidas rígidas de ajuste estructural y sectorial, lo cual para el ámbito rural ha tenido tres repercusiones principales: el desmantelamiento de los sectores públicos agrícolas que hasta esos momentos habían apoyado la producción (campesina) alimentaria, la liberalización de los mercados agrícolas y la apertura comercial. Todas esas medidas luego se convirtieron en “ley” mediante el Consenso de Washington, cuyas principales características se han mantenido hasta la fecha.

Así, el apoyo al sector campesino desapareció; las políticas económicas macro obstaculizaron su desempeño. Todo ello sin existir medidas de “compensación” de ningún tipo. La teoría del derrame había regresado a la agenda económica.

A partir de una mayor sensibilización en los temas de la pobreza que se dio a mediados de los años 90s, los temas del desarrollo rural y del combate a la pobreza regresaron a la agenda de los Estados y de las instituciones (financieras) internacionales, pero con el sesgo neoliberal característico de la época, el cual cambió de fondo el papel del campesinado.

Con excepción del pequeño sector que logra la transición hacia la producción y comercialización de cultivos rentables y aquel grupo que posee suficiente tierra para seguirse reproduciendo con base en los excedentes en la producción de alimentos básicos, los campesinos tienen que ampliar su base de ingresos mediante la pluri-actividad, fuera del ámbito agrícola. De esta manera no desaparecen como campesinos, pero limitan la producción agrícola a las necesidades alimenticias de sus hogares y transforman su relación con el mercado. En lugar de productos agrícolas, venden su fuerza de trabajo como semi-proletarios.

La semi-proletarización es un fenómeno atractivo para los capitales pues permite la venta de la fuerza de trabajo por debajo de los costos de reproducción familiar, dado que una parte de estos costos es absorbida por la producción de subsistencia de los campesinos. Para mantener condiciones de semi-proletarización aun bajo la tendencia de reconcentración de la tierra, que afecta la producción de subsistencia campesina, las transferencias sociales pueden jugar el papel de cubrir parte de los costos de vida. Y son esas transferencias las que en la práctica constituyen aportes cada vez más significativos a los ingresos rurales. Se trasladan con el fin de que las poblaciones acepten las reformas económicas y se eviten revueltas sociales, y bajo el planteamiento aparentemente caritativo de establecer “redes sociales para los que quedaron atrás”.

Desde la óptica de la relación Estado-campesinado, resulta evidente entonces cómo el campesino se ha ido convirtiendo de sujeto económico, parte fundamental de la estrategia de desarrollo, en un sujeto social receptor de transferencias monetarias condicionadas e integrado a la estrategia de desarrollo nada más como vendedor de fuerza de trabajo barata.

Colectivo de Estudios Rurales IXIM

La vía campesina

Rocizela Pérez Gómez

La Vía Campesina (LVC) es un movimiento internacional e intercultural que coordina organizaciones nacionales y regionales de campesinos (as), mujeres rurales, campesinos (as) sin tierra, trabajadores (as) agrícolas, pueblos indígenas, migrantes y campesinos (as) que trabajan en la pesca o en la artesanía, así como jóvenes rurales. Es un movimiento autónomo, multicultural, pluriétnico y pluralista.

Se basa en la convicción de que las y los campesinos, incluyendo a los pequeños pescadores, pastores y pueblos indígenas, que constituyen casi la mitad de la población mundial, son capaces de producir alimentos para sus comunidades y alimentar al mundo de forma sana y sostenible. Su objetivo es desarrollar la solidaridad y la unidad en la diversidad entre las organizaciones miembros, para promover las relaciones económicas de igualdad, de paridad de género y de justicia social; la preservación y conquista de la tierra, del agua, de las semillas y otros recursos naturales; la soberanía alimentaria; la producción agrícola sostenible, y una igualdad basada en la producción en pequeña y mediana escalas.

La Vía Campesina se identifica como un movimiento internacional autónomo, plural, multicultural, independiente, sin ninguna afiliación política partidaria, económica o de otro tipo. Fue creada en mayo de 1993, constituida como una organización mundial en la primera conferencia de La Vía Campesina en Mons, Bélgica, donde, definió sus primeras pautas estratégicas y su estructura. La Vía Campesina tiene presencia en las regiones de: Norteamérica, Centroamérica, Caribe, América del Sur, Europa, África, Asia del sur y Asia del sureste y este.

El carácter anticapitalista y antineoliberal del movimiento es constatable en sus luchas contra instituciones como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial de Comercio (OMC). Y ratifica su lucha contra el modelo de agricultura industrial basado en la generación de excedentes y en la agroexportación, la acumulación, la explotación y el libre mercado.

Por una soberanía alimentaria: En la Cumbre Mundial sobre la Alimentación realizada en 1996, La Vía Campesina lanzó la idea de “soberanía alimentaria”, que es una de sus principales acciones de lucha; la misma creció y en la actualidad forma un movimiento popular global promovido por una gran variedad de sectores sociales, tales como pobres urbanos, grupos medioambientales, grupos de consumidores, asociaciones de mujeres, pescadores, pastores y otros muchos. Además, cuenta con el reconocimiento de numerosas instituciones y gobiernos.

La Vía Campesina considera esta acción primordial porque la soberanía alimentaria da prioridad a la producción y el consumo local de alimentos, además de que proporciona a un país el derecho de proteger a sus productores locales de las importaciones baratas y de controlar la producción, Además garantiza que los derechos de uso y gestión de tierras, territorios, agua, semillas, ganado y biodiversidad estén en manos de quien produce alimentos y no del sector empresarial. Sostiene que una auténtica reforma agraria integral constituye una de las prioridades del movimiento campesino.

Las mujeres juegan un papel fundamental en el trabajo de La Vía Campesina. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), las mujeres producen el 70 por ciento de los alimentos mundiales pero están marginadas y oprimidas por el neoliberalismo y el patriarcado. Ante esto La Vía Campesina defiende los derechos de las mujeres y la igualdad de género en todos los niveles y lucha contra todas las formas de violencia hacia las mujeres.

Desde La Vía Campesina, en las diferentes regiones la lucha es por incidir en el centro de poder y decisión de los gobiernos y los organismos multilaterales, para la reorientación de las políticas económicas y agrícolas que afectan los pequeños y medianos productores; por fortalecer la participación de las mujeres y los jóvenes, y por formular propuestas con relación a las temáticas que afectan a la mayoría de los pueblos del mundo. Entre sus banderas de lucha está el fomentar la movilización social y permanecer firmes en la convicción de que OTRO MUNDO ES POSIBLE. ¡Globalicemos la lucha, globalicemos la esperanza!

Cloc-La Vía Campesina en Guatemala

Guatemala

Agresión a comunidades y trabajadores

Nuevo modelo agroindustrial


FOTO: Hernán García Crespo

Olga Pérez

Guatemala , al igual que otros países de la región, enfrenta procesos de reorganización agraria y de crisis política que son expresión de las nuevas formas de acumulación capitalista e inciden de manera directa en la conflictividad agraria.

Si se parte de que el problema agrario y campesino es de orden político y no sólo técnico o institucional, se asume la necesidad de profundizar en cómo ha sido la configuración histórica –en lo económico– de los regímenes productivos y –en lo político– de los Estados oligárquicos.

Desde finales del siglo XX y principios del XXI observamos en Guatemala el desenvolvimiento y la expansión de formas agrarias –con la lógica de los procesos de acumulación liberales y oligárquicos, al mantener los ejes de dominio en el control de la tierra, la fuerza de trabajo y el carácter de “monocultivos”– que expresan una nueva etapa de expansión capitalista en el agro.

A la par del café, la caña de azúcar y el hule, el cultivo de la palma africana irrumpe en el contexto productivo guatemalteco, reflejándose en la concentración de la producción de cultivos comerciales. Esta realidad ha venido a transformar las formas de uso del territorio y de las áreas agrícolas, dañando la producción alimentaria para el consumo interno; debilitando la relación Estado-municipios (autonomía municipal) y propiciando la desterritorialización de comunidades y pueblos. Todo esto afecta de manera sustancial la relación del campesino y/o trabajador agrícola con la tierra.

La división político administrativa del país expresa desde la segunda mitad del siglo XIX el carácter del modelo agro-exportador cafetalero y la visión del Estado en torno a la nación. La historia nos brinda las herramientas para comprender el carácter de los procesos agrarios actuales y sus bases de fundamentación, entre ellos el carácter dependiente, mono-productivo, concentrador, militarizado y racista del modelo de desarrollo agrario que ha prevalecido en Guatemala y define al país como una economía primario exportadora. La realidad guatemalteca es la de una sociedad que transcurre el siglo XXI atada a normativas jurídicas del periodo de conformación del modelo agro-exportador cafetalero del siglo XIX: el Estado finquero que construye como categoría de análisis Sergio Tischler.

Este aspecto jurídico de los regímenes liberales es fundamental a fin de comprender los obstáculos estructurales para resolver el problema de la tierra y la producción en Guatemala, así también para entender cómo estos nuevos monocultivos irrumpen en los contextos municipales y regionales, debilitando aún más a los gobiernos y poderes locales y a la institucionalidad pública.

La nueva agroindustria se desenvuelve con pocos controles impuestos por el Estado, su tributación a las municipalidades no corresponde a los niveles de ganancia, además de no reportar los mismos a las municipalidades; implica pocos puestos laborales (entre dos mil 500 y tres mil en palma africana, en Fray Bartolomé de las Casas, Alta Verapaz), y tensa más la relación Estado-municipalidad.

Es evidente que las formas productivas delinean el tipo y carácter de los procesos de desarrollo nacional, es evidente también que las oligarquías nacionales guatemaltecas están activas en cuanto a las transformaciones político-administrativas, territoriales, laborales y tributarias que tienen que impulsarse en esta nueva etapa para actualizar nuestros marcos constitucionales.

Los pueblos, y en particular los trabajadores rurales y las comunidades, están respondiendo a los efectos –ya sentidos y en expansiónde las nuevas condiciones productivas: la pérdida de tierra para el cultivo de alimentos y rupturas en los circuitos comerciales y en los mercados laborales. Es importante recordar que en Guatemala el mercado laboral abarca tan sólo 180 de los 365 días del año. Esto ejemplifica las condiciones de miseria y falta de perspectivas de una vida digna.

Antropóloga. Escuela de Historia. USAC

Guatemala… aquí se respira lucha

Rocío García

En 1996, Guatemala ponía fin a una guerra interna de 36 años. A penas una década más tarde se firmaba el tratado de libre comercio entre los países de Centroamérica, Estados Unidos y República Dominicana. Para los guatemaltecos, una efímera ilusión de paz. No es un secreto que el fin de la guerra adquirió otra connotación en la geopolítica del capital: la ansiada gobernabilidad que garantiza la libre instalación de las empresas trasnacionales, la imposición de sus relaciones de trabajo y la circulación de sus mercancías.

Desde entonces hemos presenciado algunos cambios en la matriz económica del país, correspondientes con los ejes de acumulación de capital de esas empresas. Y ha habido mutaciones en el marco jurídico nacional y en las políticas de ordenamiento territorial para hacerlos permisivos a los intereses del capital nacional y trasnacional. Todas estas transformaciones –económicas y jurídicas– han sido respaldadas por las orientaciones políticas y el financiamiento de organismos internacionales como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Centroamericano de Integración Económica.

Si bien la tierra ha sido central en la economía guatemalteca, como medio de producción para la agroindustria y como base de la economía campesina –esta segunda condición sine qua non de la primera–, hoy la lucha por ella se intensifica dado el interés para mantener el consumo energético de los países del Norte, que incita a su concentración y reconcentración, con miras a la producción de caña de azúcar y palma africana como materias primas de los aditivos para agrocombustibles.

Datos recopilados por el Instituto de Estudios Agrarios y Rurales (Idear) apuntan que en Guatemala “(…) la caña pasó de ocupar el 3.4 por ciento de la superficie agrícola total en 1980 (…) al 14 por ciento en 2008”. Para el caso de la palma africana, nos dicen que “la superficie cosechada con palma estuvo cerca de cuadriplicarse entre el año 2000 y 2008, reportando la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) un total de 58 mil 800 hectáreas cosechadas ese año”.

A la concentración y reconcentración de la tierra se suma el advenimiento de las industrias extractivas –donde se funden capital nacional y trasnacional–, como la de minerales metálicos y la de hidrocarburos. Para finales de 2010 se reportaban dos licencias de reconocimiento, 116 de exploración y cuatro de explotación de minerales metálicos diversos. Los contratos petroleros son cuatro en fase de explotación y se prevé que aumenten su número en cuatro zonas que al momento se encuentran en fase de exploración. Dos de ellas están en áreas protegidas que han sido declaradas humedales de importancia a nivel mundial.

Aunado a estas industrias extractivas, hemos de considerar todo el sistema de infraestructura y logística que las hace funcionar. Se contempla la energía eléctrica de diversos orígenes, aunque para su generación el agua adquiere también importancia estratégica: para mediados de 2010 en Guatemala funcionaban o estaban en construcción 28 plantas hidroeléctricas y habían seis solicitudes en trámite. A esto sumamos la construcción de dos grandes carreteras: la llamada Franja Tansversal del Norte, con 340 kilómetros que conectan el norte de Huehuetenango (cercano a la frontera con México) con el puerto Santo Tomás de Castilla en el océano Atlántico, atravesando el país de noroccidente a nororiente. La otra es el Corredor Tecnológico, con 317 kilómetros de asfalto que van desde el mismo puerto hacia el suroriente del país, donde conectará con la autopista de El Salvador hacia el océano Pacífico. Se suman a esto proyectos de telecomunicaciones, puertos, aeropuertos, almacenadoras y maquilas.

Pero Guatemala sólo tiene una extensión territorial, polarizada ya por la estructura agraria de latifundio-minifundio. Y todos estos proyectos recaen en buena parte sobre bosques, campos de cultivo, ríos y montañas donde habían sido históricamente relegadas las comunidades indígenas y campesinas. Allí se ha reproducido la vida en todas sus manifestaciones, la economía nacional y diversas culturas. Los ofrecimientos paliativos: desarrollo –entendido apenas como infraestructura– y empleo –entendido como un magro salario–, ya no son suficientes para ganar voluntades a favor del modelo de acumulación capitalista. La violencia y el despojo con que se imponen, y la pobreza y degradación ambiental que generan, nos muestran la necesidad de nuevos paradigmas no sólo para la economía mundial y nacional, sino nuevas formas de organizarnos y concebirnos respecto de la naturaleza.

Quizá por ello, más de un millón de personas se han organizado para hacer valer el derecho a decidir sobre su tierra y territorio garantizado por instrumentos del derecho nacional e internacional, en lo que han sido ya 53 Consultas Comunitarias de Buena Fe que dicen “no” a la imposición de megaproyectos.

Quizá por ello estamos presenciando la emergencia de alternativas ancladas en la diversidad cultural. Los reclamos de los pueblos indígenas y las comunidades campesinas que defienden su territorio. Son más que la negativa al modelo de desarrollo hegemónico. Nos plantean alternativas de presente y futuro, un ejercicio probado por ellos en la historia, que sin hablar de ciudadanía ni democracia nos proponen modelos de desarrollo ambiental, económica y culturalmente sustentables. Aquí se respira lucha.

Guatemala

Agrocombustibles: ¿qué plantean
los nuevos mesías del agro mesoamericano?

Alberto Alonso-Fradejas

"Fuimos instrumentos del café primero, después del algodón, del ganado y ahora de la palma y la caña. Ya conocemos lo que nos vienen a ofrecer”. Así dijo hace ya cuatro años don Pedro, un anciano mayaq ´eqchi´ de 81 años originario de un área de violenta expansión de plantaciones de caña de azúcar y palma aceitera en las tierras bajas del norte de Guatemala. Y la verdad es que algo similar podrían haber comentado también sus coetáneos indígenas, mestizos, garífuna y afro-descendientes que pueblan –y trabajan– el agro desde Chiapas hasta Colombia.

Don Pedro tenía razón en que, en el fondo, los agronegocios palmeros buscan “lo mismo” que los cañeros, los bananeros, o los de la oligarquía terrateniente (muchas veces los mismos que los primeros). Una clase, por cierto, que auto-referenciada como suprema raza, se resiste a la extinción enquistándose en el corazón de las repúblicas centroamericanas para seguir ejercitando diligentemente el legado histórico de sus abuelos liberales de administrar la finca, el Estado y a sus pobladores.

Lo que don Pedro no se esperaba eran las “modos” en los que estos capitales extractivos de vida rural iban a operar. Los vecinos de don Pedro, y especialmente “las vecinas” –a quienes les toca aguantar otra vuelta de tuerca para seguir sosteniendo la vida en sus hogares– se ven envueltos en un salto histórico de 300 años, al ver cómo las relaciones de producción, caracterizadas por el trabajo semi-servil y el paternalismo autoritario y explotador de los finqueros, dan paso a posmodernas relaciones de producción flexible.

Efectivamente, a la par de la flexibilización de los modos de producción en el agro (respecto de la tecnología empleada; de los mercados destino o del control normativo), estos agronegocios flexibilizan también las relaciones sociales de producción. Así logran articular el control con la híper-explotación de la fuerza de trabajo por medio de la terciarización/ subcontratación; la subordinación a condiciones laborales flexibles con relación a la contratación, el despido, la duración de la jornada y la ubicación geográfica; la remuneración vinculada a la productividad, o la cancelación de sistemas de seguro social.

Una flexibilización que no sólo sufren quienes trabajan (nótese distinto de “emplearse”) en las plantaciones, sino que reconfigura de modo generalizado las relaciones sociales entre toda la población rural.

Más allá de elementos de diferenciación material (que también los hay) la diferenciación social a lo interno de la comunidad de Don Pedro y otras del área de expansión cañera y especialmente palmera del norte de Guatemala, se expresa por medio de elementos de carácter simbólico y de estatus. Así, por ejemplo, el caporal de la palma no tiene necesariamente una renta neta anual mayor que un vecino (aún) dedicado a la agricultura campesina, pero en muchos casos él y sus allegados entran a disputar el poder simbólico en la comunidad, haciendo valer su relativa capacidad de decisión sobre a quién contratar (o despedir), así como su rol de informante “a terceros” sobre los planes comunitarios (o de ciertos grupos dentro de la comunidad).

Y es que sin pretender ser tremendista, Guatemala podría estar en la génesis del tercer hito histórico de la desposesión –cultural y material– de la población indígena y campesina, tras la Colonia y las reformas liberales privatizadoras de las tierras comunales. Desposesión refuncionalizada hoy al régimen de acumulación flexible de los agronegocios, que por muy posmodernos que sean sus discursos no pierden las “viejas mañas” finqueras de control de la fuerza de trabajo y coacción de la población que habita –y trabajaba– los territorios de su interés.

Algo que tampoco don Pedro se esperaba, ni había visto antes por acá, era que estos agronegocios se iban a presentar (o re-presentar) con discursos endulzados de “desarrollo sostenible” y “responsabilidad social corporativa”. Y no lo hacen solos. Les acompañan burócratas y variopintos prescriptores a sueldo que incluyen desde personalidades carismáticas locales, hasta fundaciones, medios de comunicación de masas, e incluso grandes organizaciones no gubernamentales multinacionales de la conservación (perdón, quise decir, internacionales), las cuales rubrican sin mayores cargos de conciencia planetaria las solicitudes de estos agronegocios por millones de dólares al mecanismo de desarrollo limpio del Protocolo de Kyoto por vender bonos de carbono.

Asombrados nos quedamos propios y extraños, ante la desfachatez de tildar de “sostenibles” a negocios basados en exprimir socioecosistemas completos hasta reventarlos, para buscar repetir un ciclo que sólo “sostiene” los patrones de consumo en el Norte, y los de las elites en el Sur. Así es, de todas las nuevas tierras que se incorporaron a plantaciones de palma africana en Guatemala en la década reciente, cerca la mitad eran bosques tropicales y humedales, y casi una tercera parte eran tierras otrora dedicadas a la producción alimentaria nacional.

Aunque ya no sorprende a nadie, sí desespera a algunos –y encoleriza a muchos– el accionar de un Estado que ya no sólo “deja hacer y pasar”, sino que además “empuja” fervientemente el aseguramiento de estos privilegios poscoloniales. Lo preocupante de este modus operandi es que además de beneficiar a los lobos con piel de oveja del gran capital agrario nacional e internacional, promueve un imaginario social en que el campesinado no es sujeto económico, ni sus emprendimientos productivos objeto de inversión pública, sino de la acción de las transferencias condicionadas gubernamentales y de la caridad privada (pues al parecer la solidaridad, nacional e internacional, ya no está de moda).

Otro mito constitutivo de las repúblicas centroamericanas que migrantes, campesinos y trabajadoras y trabajadores rurales y urbanos derrumban anónima y cotidianamente, pues son ellas y ellos, y su trabajo, los que generan la riqueza y el empleo. Y esto no es un discurso. Pero ni modo, así sigue el patio trasero; mientras unos crían fama, otros cardan lana.

Responsable de Estudios del Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de CONGCOOP. Guatemala.


Por Guatemala y la agricultura campesina: ¡vamos al grano!

Nadia Sandoval Ramos

Desde hace más de 36 meses, 18 organizaciones de mujeres y mixtas de productoras campesinas y centros de investigación trabajan conjuntamente en investigación, acciones de sensibilización y articulación de alianzas, con el objetivo de modificar y revertir los efectos de las políticas neoliberales y del Consenso de Washington que en los años recientes han representado para el país un abandono de la producción campesina de granos básicos y el impulso a la agro-exportación y los agro-negocios.

Es evidente el riesgo de inseguridad alimentaria, al ser dependiente el país de las variaciones de los precios internacionales, lo cual contribuye a ampliar la pobreza y la brecha de la desigualdad.

Guatemala es el segundo país más desigual del continente y el tercero a escala mundial. Registra el mayor número de personas desnutridas y con desnutrición infantil (49 por ciento de niños menores de cinco años). El 51 por ciento de la población vive en pobreza y 15 por ciento en pobreza extrema, situación que constituye una condena a la nación en términos del impacto en el desarrollo.

El maíz y demás granos básicos son una parte primordial de la dieta de los guatemaltecos. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), 51 por ciento de la producción de maíz nacional se genera en parcelas menores a 0.35 hectáreas, por lo que atender a este sector constituye una medida fundamental.

El Estado, como garante del derecho a la alimentación, debe retomar su obligación de respetar, proteger y realizar este derecho a la población.

El desmantelamiento de la estructura estatal encargada del agro en los años 80s hace ahora visibles sus impactos en la dependencia de cada vez más productos de la dieta básica. Para contrarrestar esto, se requiere retomar causas históricas relacionadas con la exclusión y la pobreza –como el acceso a la tierra, el gasto social y otras medidas estructurales–. Es ineludible tomar medidas para evitar que se amplíen las desigualdades.

Bajo esa óptica, la Campaña Vamos al Grano en Guatemala propugna por la adopción de políticas públicas que garanticen el derecho humano a la alimentación adecuada. Las propuestas encaminadas a promover la producción y comercialización campesina de granos básicos son: asignar recursos del presupuesto nacional destinados a la producción; facilitar canales de crédito agrícola, y promover la atención al campo con asistencia técnica, que responda especialmente a las necesidades de las mujeres. Como medida de regulación

a los precios y de soberanía alimentaria: la recuperación e incentivos a un sistema de almacenamiento público de granos. A lo largo del trabajo realizado hemos encontrado eco en otras organizaciones indígenas y campesinas que impulsan esfuerzos por consolidar una política de desarrollo rural integral y convencer a los parlamentarios de la urgente necesidad de aprobar una ley que crea un Sistema de Desarrollo Rural Integral, reactivando las economías campesinas y garantizando un abordaje integral a las problemática del campo. ¡El momento del campo es ahora!

Centro Internacional para Investigaciones en Derechos Humanos (CIIDH) Campaña Vamos al Grano


FOTO: Pablo Sigüenza Ramírez

Guatemala

Palma africana: una amenaza a la seguridad alimentaria

Sindy Hernández


FOTO: Sindy Hernández

En 2009 Amartya Sen, Premio Nobel de Economía 1998, señaló que cuando se define el bienestar humano a partir de lo que se tiene y se consume, surge el debate entre el bienestar presente y el futuro. Si bien el tema ha sido estudiado en profundidad, es importante plantear nuevas fórmulas que tengan en cuenta que los beneficios de la educación, la salud y la alimentación van más allá del bienestar inmediato.

Hablar de inseguridad alimentaria no sólo se refiere a la falta de alimentos, sino también a un problema social que incluye la desigualdad en los mecanismos de distribución de la riqueza, así como las prioridades del Estado en aspectos socioeconómicos.

Un área con problemas de inseguridad alimentaria en Guatemala es la Franja Transversal del Norte (FTN). En este territorio ubicado al norte del país se implementa un proyecto de “desarrollo” impulsado por el gobierno y el sector privado, consistente en la promoción y expansión del cultivo de la palma africana. Sus promotores argumentan que está contribuyendo a disminuir la pobreza y los problemas alimentarios.

Sin embargo, el cultivo de la palma africana en Guatemala no tiene como propósito la producción de alimentos, sino la exportación de materias primas para la producción de combustibles (el denominado agro-diesel). Según el gobierno y los empresarios, al cultivar grandes extensiones con palma africana, los trabajadores locales reciben un pago, y así es como pueden comprar comida. Estos trabajadores locales son personas en condiciones de pobreza y pobreza extrema, que carecen de tierra para cultivar sus propios alimentos, o que se vieron forzados a vender su tierra.

Viejos y nuevos empresarios, con capital nacional y extranjero, introdujeron durante la década pasada esta agroindustria en la FTN, logrando reproducir una vez más el modelo de explotación de la mano de obra que proveen personas en condiciones de pobreza. Estos empresarios siempre se han amparado en el discurso de la generación de empleo, pero en este caso particular además argumentan en defensa de esta explotación que la nueva industria contribuye a reducir la inseguridad alimentaria.

Este esquema trastoca la dignidad humana, agrediendo las dinámicas locales. Por ejemplo, la economía local, campesina y caracterizada por un sentimiento colectivo de solidaridad, se ve amenazada con esta intervención mercantilista. La visión invasora privilegia la búsqueda sistemática de ganancias económicas, desplazando bruscamente las formas locales, en especial el significado social y cultural de la comida.

La industria de la palma africana está en expansión en Guatemala, poniendo en duda seria y razonable la viabilidad de la implementación de la Política Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional en la FTN. El cultivo de la palma africana reconfigura social, ambiental y culturalmente el territorio, con lo cual los siguientes pilares de la Política se tornan inviables: 1) disponibilidad de alimentos: el cultivo de palma africana para producir combustibles desplaza la producción de granos básicos para alimentar a la población; 2) acceso económico a los alimentos: al sustituir áreas de cultivo de maíz por la palma aumenta la demanda del grano, y con ello se incrementa su precio; 3) alimentación adecuada: al cambiar el uso de la tierra, los alimentos producidos localmente son remplazados por comida procesada de muy bajo contenido nutricional, agudizando la desnutrición, y 4) el consumo de alimentos de origen nacional debe ser prioritario, oportuno y permanente: la comida procesada que remplaza la producción local muchas veces es importada, y al vender la tierra a los productores de la palma africana, se pierde la fuente oportuna y permanente de producir alimentos locales.

En el escenario en que la implementación de la Política Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional es inviable, el bienestar económico de unos pocos continuará anteponiéndose al bienestar social de la mayoría de la población. Mientras se continúe impulsando industrias cuya competitividad se base en la explotación de mano de obra barata, y con ello persista la desigualdad en la distribución de la riqueza, la inseguridad alimentaria en la población de la FTN persistirá, y peor aún, se agudizará.

Los habitantes de la región mesoamericana podemos hoy reflexionar en lo que Amartya Sen nos señala. La industria de la palma aparenta generar bienestar humano presente. Sin embargo, el problema social, y especialmente de inseguridad alimentaria que se está agudizando, tendrá serias implicaciones en el bienestar futuro. Peor aún si se reflexiona sobre el hecho que las personas más afectadas en el futuro, hoy en día sufren el flagelo de la pobreza y la desnutrición. Así, la falta de bienestar humano presente será castigada con un déficit futuro aún peor.

Investigadora del área de Población, Ambiente y Desarrollo Rural de FLACSO, sede Guatemala

Este artículo fue elaborado a partir de la investigación “El programa de la palma africana como política de seguridad alimentaria en Guatemala”, 2010, realizada en conjunto con Flor Castañeda.