ojarasca  La Jornada

Los tintes amenazadores de la actual hora mexicana no consiguen opacar los colores claros y decididos de nuestros pueblos originarios, y mucho menos doblegar a estos pueblos que se plantan en defensa de las tierras que constituyen la médula de ese territorio también nuestro que seguimos llamando México. Existe una lucha indígena nacional de largo aliento, producto de sus significativas recuperaciones y ocupaciones de territorios a la luz de la reforma agraria cardenista, y más atrás pero aún visible en el horizonte, la llamarada gigantesca del Ejército Libertador del Sur del general Emiliano Zapata.

Hoy los pueblos indígenas son herederos de grandes luchas y victorias por los derechos a la tierra, la identidad y la autodeterminación. Desde el valle del Yaqui en Sonora hasta la selva Lacandona en Chiapas, los pueblos indígenas han tomado en sus manos los territorios y su propio destino. Este afianzamiento, su afirmación histórica, lleva décadas surcando las sierras de Juárez, Huichola y del norte de Puebla, los valles de la Chontalpa, el distrito Mixe. En 1994 se desencadenó una vasta recuperación de fincas en las montañas de Chiapas, en la estela directa del levantamiento del ezln, cuyas ondas expansivas llegaron mucho más allá de la considerada “zona de conflicto”. Cuando menos 700 mil hectáreas de tierras “particulares” pasaron a manos de las comunidades; unas por la vía expropiatoria institucional, muchas más por la vía revolucionaria que permitiría además la fundación de decenas de municipios autónomos zapatistas, hoy consolidados y en resistencia.

Este levantamiento llevó a los diálogos y los Acuerdos de San Andrés, que aún incumplidos representan una victoria nacional de largo alcance. Los pueblos indígenas (no sólo en Chiapas) los asumen en la base de sus leyes, incorporándolos a las tradiciones legítimas de cada pueblo. Y esta legitimidad es lo que los poderes económicos y políticos, descaradamente representados en los gobiernos federales del pan, tratan de destruir con hipocresía, corrupción y violencia.

Estos pueblos indígenas marcan un hasta aquí al frenesí vendepatrias del Estado y las dentelladas de grandes mineras, agroindustrias, petroleras y hoteleras transacionales. Los poderosos ambicionan los recursos del suelo en la montaña guerrerense, precisamente allí donde está organizada la ejemplar policía comunitaria de mixtecos, tlapanecos y nahuas. Quieren las ricas montañas de Chiapas, por eso les estorban tanto los ejidatarios de San Sebastián Bachajón y Mitzitón, (y si a esas nos vamos, todos los pueblos zapatistas en rebeldía). Por eso estorban los tenek y nahuas de la Huasteca, los wixaritari y su irrefutable reclamo por el desierto de Virikuta, los huaves y zapotecos del Istmo de Tehuantepec, a quienes las rapaces empresas eléctricas y constructoras españolas les vinieron a robar literalmente el aire.

Estos pueblos tienen la tierra (el agua, el aire, las semillas). Y no la venden, la defienden. Donde ellos se encuentran sigue siendo México. Son la última frontera de ese tesoro nacional que tanto desprecian los gobernantes antinacionales como Felipe Calderón: nuestra soberanía.

 

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Viñeta de Miguel Covarrubias, Circa 1940