Opinión
Ver día anteriorJueves 10 de marzo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El trilema de don Felipe de Jesús
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ecuerdo que la primera vez que me enfrenté a un trilema, fue en prepa. A un grupo de amigos nos dio por cuestionarnos por medio de trilemas. Constantemente nos interrogábamos: ¿Qué libro prefieres: Los sufrimientos del joven Werther, El lobo estepario o Trópico de cáncer? ¿Qué disco comprarías: el Concierto Varsovia; el No. 1 para violín, de Mendelssohn, o el Canon, de Pachelbel? ¿Qué comerías: una fritada de cabrito, un puchero de res o un machado? Vives en una isla desierta: ¿A quién quieres de compañía: a Brigitte Bardot, Kim Novak o Gina Lollobrigida? No recuerdo las respuestas de entonces, pero estoy seguro de que todos los sobrevivientes de esa generación en 2011 cambiaríamos a esas tres maravillosas divas por la compañía de Florence Nightingale, considerada la madre de la enfermería moderna.

Porque conozco de trilemas, entiendo a don Felipe de Jesús: el que ahora enfrenta lo está haciendo pasar las de Caín (aunque más grave sería que pasara las de Abel, a quien el hermano, ése sí incómodo, le partió, como diríamos ahora, la primera madre de la humanidad).

Las dos cuestiones que pienso, hoy por hoy, más preocupan y angustian a don Felipe son: la salvación de su alma y el no regreso del PRI a Los Pinos (me abstengo de jerarquizar). Al primer asunto no le veo mayor problema, como no sea su muerte súbita, aunque con unos minutos disponibles para la confesión y un vasto patrimonio de indulgencias plenarias, conseguido durante años de vida recatada, su acceso al paraíso sería en fast track. El problema es el otro: ¿cómo impedir el regreso de las víboras negras, las tepocatas y otras alimañas al poder?

Ante la angustia y desazón que lo agobian, don Felipe de Jesús se ha planteado este trilema: A) Me la juego con mis amigos, aunque sean panistas sietemesinos. B) Lo hago con militantes, aunque no sean mis amigos, o C) Le abro las puertas de Palacio Nacional al mexicano providencial que haya sabido conquistar la voluntad ciudadana, sin importar que no sea de Acción Nacional, con tal de que no sea del PRI. Con un acto así, superaría con creces la máxima hazaña democrática de don Ernesto Zedillo, porque don Felipe de Jesús es de la más clara estirpe panista y, en cambio, del doctor, el padrón priísta no logra recordar su nombre.

Si don Felipe se decide por la primera opción, tendrá que incentivar aceleradamente el crecimiento de los candidatos, ahora nonatos, que yacen a su vera. Todos necesitan con urgencia un tratamiento intensivo a base de tiroxina, extractos tiroideos y la hormona del crecimiento que ha venido desarrollando la ingeniería genética. No soy médico, pero es de lo más avanzado que conozco contra el enanismo.

La segunda posibilidad significa ingerir una sopa del mismo chocolate que él, hace años, le sirvió a Vicente Fox: ceder el mando a alguien con quien sólo se comparten las creencias ultraterrenas, pero nada de las crudas realidades de este mundo: Hacerlo así, diríamos poéticamente, está canijo.

Don Santiago Creel es un exquisito fallido. Tan charro él, como aquel españolito, Demetrio González (son parecidísimos), que vestido de chinaco intentaba incrustar en los huapangos falsetes del cante jondo. Al senador Creel es de alabársele la capacidad de rencor que lo hizo tirarse a fondo en la reciente reforma electoral para vengar agravios. Sin embargo, para don Felipe no es de fiar porque, ya desde la más alta magistratura, podría convertir sus sospechosismos en denuncias penales.

A esta fecha, desconozco si Manuel Espino sigue siendo miembro del PAN con todos sus derechos. Pero imagino lo que sería para don Felipe de Jesús tenerlo como sucesor.

El señor Espino es una especie rarísima de panista: bronco, alebrestado, entrón. Que yo recuerde sólo tiene dos antecedentes: Clouthier, un norteño acaudalado a quien la negativa del PRI para hacerlo candidato a presidente municipal y una toma de conciencia bastante tardía lo convirtieron en un protestatario grandilocuente. Ahora, los berrinches clasistas de sus briosos herederos lo reivindican.

El otro es don Diego Fernández. ¡Lo que es el paso del tiempo! En 1531 J. Diego asombró al nuevo mundo con la divina aparición que testimonió en su florido sayal, y que lo catapultó hasta conseguirle su membresía en el santoral oficial. Cuatrocientos ochenta años después, la aparición que cimbró al mundo, ya no tan nuevo, fue la del propio Diego, ahora sin sayal, pero sí con una chamarra Hugo Boss, Hermes o Carolina Herrera. Como antaño, las rosas son el mensaje, pero esta vez en mano, para no manchar el atuendo. Don Diego, a pesar de ser un verdadero doctor Lemuel Gulliver en el actual Lilliput panista, no está, por voluntad propia, en la pelea.

A él, el poder lo trastorna, pero no para ejercerlo, sino para disfrutarlo. Don Diego no es el enemigo a vencer, sino el ideal compañero de viaje para, en la moderna acepción del término, tranzar.

Este trilema da, como en los viejos folletines, para varias entregas. No se pierda las próximas, en la que continuaremos levantando el censo en Milendo (capital de Liliput, 170 m2), donde habitan los leales a don Felipe; en ella también nos referiremos a los principales artilleros del fuego amigo y, por supuesto, a los mesías que asoman en lontananza.

Pensemos: ¿cómo resolvería su trilema don Felipe si el candidato priísta fuera Peña Nieto o Manlio Fabio, o la señora Paredes? ¡Qué angustia, dioses, qué angustia! (Invocación incluyente.) O le atina o, previsoriamente, separa, desde ya, su camarote en la acreditada históricamente línea Ipiranga Cruises.