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Ana María Torres y Mariana Juárez protagonizaron la primera pelea femenil en el país

El respeto en el boxeo, un título que las mujeres ganan a golpes

Para La Guerrera las huellas de la batalla son trofeos al esfuerzo

La Barbie se repuso de los prejuicios

La Bronca Arrazola, madre, esposa y pugilista entregada a su pasión por el deporte

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Mariana Juárez y Sandra Hernández, durante una pelea por el título nacional mosca en 2008Foto José Carlo González
 
Periódico La Jornada
Martes 8 de marzo de 2011, p. a13

Las manos nerviosas de Ana María Torres estaban listas. El vendaje perfecto, tiras de gasa que envolvían con delicadeza sus instrumentos de trabajo, unos puños delgados de mujer joven dispuestos a entrar en los guantes para pelear esa noche, para protegerlos, para hacer el mayor daño con el menor riesgo. Poco antes de abandonar el vestidor de la Arena México, Ana sintió miedo. Esa descarga fría que recorre la columna vertebral y eriza los vellos del cuerpo la paralizó por un instante, un breve momento de debilidad que le hizo pensar en posponer el reto que le aguardaba. Ella y Mariana Juárez serían las primeras mujeres en sostener un combate profesional en este país. Era el 3 de julio de 1999. Con la ansiedad devorándola por dentro, por única vez en su carrera quiso dar marcha atrás.

–¿Por qué no suben otras? –preguntó a su mánager para intentar recobrar la tranquilidad mientras se preparaban las boxeadoras programadas para el segundo combate de la noche.

El entrenador sólo sonrió.

–No, así no son las reglas de este deporte –dijo para convencerla de que ahí no había lugar para arrepentimientos– subes tú y Mariana, y después van las otras.

Ante lo inevitable, salieron al pasillo rumbo al cuadrilátero. El trayecto lo recorrieron en silencio, Ana sólo escuchaba una voz interior que le repetía como un mantra: Tú puedes, tú puedes, tú puedes.

Al llegar al umbral de la zona de butacas hicieron una pausa. Ahí, espantada, jalando aire, Ana María escuchó al presentador que anunciaba con voz destemplada el debut de las mujeres en un deporte de hombres. Escuchó su nombre. Escuchó el de Mariana. Sólo unos metros la separaban del escenario en donde se verían las caras. Por fin, avanzó por el pasillo, lo hizo lentamente, con pasos cortos, casi a saltitos, como suelen hacerlo los boxeadores, quién sabe si para calentar las piernas o para controlar los nervios. En medio de las burlas e insultos de un público compuesto en su mayoría por hombres reacios al ver que dos muchachas harían algo inusual, Ana subió al cuadrilátero.

Pinches viejas, váyanse a la cocina a atender a sus maridos, les gritaban mientras Ana María y Mariana trataban de demostrar que eran peleadoras serias, forjadas en la disciplina de los gimnasios, que sabían de técnica, pero sobre todo que tenían fuerza, ese atributo que algunos consideran exclusivo de los varones. El combate fue crudo. Sangriento. Las dos jóvenes pioneras tenían 19 años y muchos deseos de darse a respetar en el mundo del boxeo.

Con el rostro y el pantaloncillo cubiertos de sangre, Ana María fue declarada vencedora por decisión unánime. Fue la primera mujer en ganar una pelea profesional. La primera en levantar el puño en un cuadrilátero. Ella ni siquiera lo sabía, tardó en asimilar que era la ganadora. En la otra esquina, Mariana lloraba de rabia. El público cruel no le perdonó esa expresión de impotencia, pues aun cuando exhibió una estupenda técnica, le había tocado la primera derrota en el boxeo femenil mexicano. Deja de llorar que pareces vieja, le escupió un fanático.

De vuelta al vestidor, Ana María se miró en un espejo y respiró aliviada. Los moretones, las magulladuras, las huellas del combate, lejos de asustarla la llenaron de orgullo. Para ella, las marcas en el rostro eran los trofeos al esfuerzo, al valor y al coraje. Mientras, su madre la observaba en silencio hasta que le dijo, mortificada: ¡Ay, Ana! Mira cómo estás. Ya experimentaste lo que es una pelea, ahora retírate. Estás a tiempo.

Pero la joven ya no era la misma que una hora antes temblaba aterrada al salir de ese vestidor. La peleadora que sería conocida como La Guerrera había sufrido una transfiguración. A partir de entonces nunca más sentiría temor.

No, mamá, esto apenas empieza, respondió.

Madres, esposas y campeonas

Unas mujeres llegaron al boxeo para aprender a defenderse, otras para estar en forma, algunas más para educar a sus hijos con el ejemplo. Ninguna con la falsa ilusión de hacer fortuna en el boxeo. Casi todas coinciden en afirmar que para las mujeres es prácticamente imposible vivir con lo que les pagan en este deporte.

Cuando Ana Arrazola acude a las juntas de padres de familia en la escuela de sus hijos la miran con cierta curiosidad. Algunos desconocen que ella es boxeadora profesional y no se explican la razón por la que a veces llega con moretones. Me ven y piensan que me pegó el marido; me preguntan quién me pegó.

Para Ana, apodada La Bronca, el boxeo es un asunto de familia: Juan Carlos Contreras, su esposo, es promotor y entrenador; su hijo Juan Carlos, El Bronquito, es boxeador amateur y campeón de olimpiadas juveniles; Ana Selena, la más pequeña, de nueve años, ya le pega al costal; sólo una hija, Diana Alejandra, es rara avis en el clan de los Broncos porque no le interesa nada que tenga que ver con los golpes. Arrazola encontró en el boxeo un recurso para la educación de su familia.

Así les enseño que en la vida uno puede caer en cualquier momento, pero siempre hay que levantarse, explica La Bronca, campeona regional y nacional en peso paja. Si uno de sus hijos tiene un problema o no obtiene una buena calificación, no pasa nada; a sacudirse, a tomar aire, que viene el siguiente episodio.

Una mujer que asume la responsabilidad de conducir un hogar y una familia lleva una gran carga sobre los hombros. Lo sabe Ana. Pero una mujer que asume el reto de destacar en este deporte necesita de una carga de coraje mayor a la que requiere un campeón antes del combate.

Cada mañana, La Bronca prepara el desayuno. La Bronca lleva a Ana Selena a la escuela y luego se va a correr. Regresa a preparar la comida. La Bronca entrena bajo las órdenes de su marido, que en el gimnasio deja de ser el cónyuge y se transforma en su entrenador. La Bronca regresa para preparar los uniformes y la cena. Se va a dormir agotada. Cada noche, La Bronca cae noqueada.

La consagración

Entre cada round, Mariana Juárez hacía lo que cualquier peleador en plena contienda para reponerse: sentada en el banquillo, escuchaba instrucciones, le rociaban el rostro con agua, sorbía líquido, escupía, resoplaba. Entre las indicaciones, volteaba rápidamente a la primera fila para ver a su pequeña hija, Natasha; para cerciorarse de que estuviera bien con las amistades con quien la había encargado. Al final del combate, con el resultado en favor o en contra, La Barbie iba de inmediato a ver a su hija.

Mariana no eligió el boxeo, sino éste la escogió a ella. La Barbie, a quien también le tocó inaugurar el boxeo profesional de mujeres en México aquella noche de julio en 1999, no dejó de pelear. Combatió sobre la lona y bajo el cuadrilátero. Peleó contra los prejuicios de algunos de sus compañeros de oficio, contra el sexismo.

“Una vez escuché que le decían a mi entrenador: “oiga, su muchacha está buena para el box, pero para el box spring’; eso me daba mucho coraje”, recuerda.

No se queja. Está segura de que todo lo vivido es el precio por romper esquemas, tabúes, por invadir territorios que eran exclusivos de los hombres. Hoy, cuando escucho una crítica de los hombres, me siento orgullosa; sé que es un mecanismo de defensa, porque a veces se sienten intimidados por una mujer fuerte.

La Maya

En la década de los años 20 del siglo pasado, una joven apodada La Maya, Margarita Montes, se medía sobre los cuadriláteros contra hombres en su natal Mazatlán. Una vez peleó contra un muchacho que tenía 10 kilos más. Ella dio batalla, pero no pudo contra la desventaja y terminó con la nariz rota y una ceja abierta; sin embargo, no fue noqueada.

Herida en su orgullo, La Maya lloró de rabia. Retó otra vez al mismo rival y volvió a pelear contra él. Esta vez, Margarita Montes lo apaleó. Lo mandó al hospital. La peleadora dijo que en el primer combate la impresionó la estatura del oponente, y los gritos del público la habían espantado.

Sin embargo, a pesar de que me ganó lo estuve estudiando y ya ven el resultado, dijo.

Eso fue en los años 20 del siglo pasado, casi siete décadas antes de aquella noche en la que Ana María Torres y Mariana Juárez ganaron un espacio para las mujeres, cuando pelearon contra todo y contra todos.