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Más historias de callejón
E

l callejón sin salida al que las clases políticas nos han conducido en México y en el mundo se debe en parte a su noción de la política.

Según Carl Schmitt, tal como la distinción entre lo bueno y lo malo define el campo de lo moral, y la distinción entre lo bello y lo feo el de lo estético, lo político se definiría por la distinción entre amigo y enemigo. El genio de Marx habría consistido en dar calidad política a la cuestión social al presentarla en esos términos.

Es fascinante explorar por qué este prominente jurista alemán, que pasó 18 meses en la cárcel de Nuremberg por su vinculación con el régimen nazi, no sólo es admirado y reconocido por la derecha europea y los conservadores estadunidenses, lo que podría considerarse natural, sino también por la izquierda italiana o la francesa, como lo fue en su momento por la Escuela de Francfort, especialmente por Walter Benjamin.

Schmitt sólo ofreció un criterio para caracterizar lo político, no una definición exhaustiva o sustantiva, y tal criterio tiene huella monárquica: los soberanos definían su política exterior según sus amistades o enemistades, reales o de conveniencia. En rigor, además, no cabe plantear entre entidades abstractas afectos o desafectos como los que se dan entre personas. Aun así, a pesar de su débil sustento teórico, el criterio de Schmitt describe bien el comportamiento de las clases políticas en los últimos 200 años y es instrumento eficaz para examinar la política exterior de los estados modernos.

Viene todo esto a cuento porque esa perversa, monárquica, noción de lo político, una noción que deja de lado principios, culturas o destinos y es enteramente ajena al sentido central de la política, al bien común, se ha puesto aparatosamente sobre la mesa en estos tiempos turbulentos. Puede verse cada día, en forma increíblemente descarnada y cada vez más cínica, en relación con las revueltas e insurrecciones del norte de África o en el comportamiento de los políticos mexicanos y sus partidos.

No es algo novedoso. Se atribuye a Harry Truman el dicho aquel, referido a Somoza: Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta. El dicho atribuido a Foster Dulles parecería contradecir a Schmitt: Estados Unidos no tiene amigos, sino intereses. Pero esto sería sólo una forma de dar precisión al criterio cuando se trata de países. La amistad que podía o no sentir un soberano por reyes o emperadores que conocía se expresa en los estados modernos en la forma de alianzas y coaliciones contra enemigos comunes –contra aquellos que tienen otros intereses y representan amenazas o rivalidades para los propios.

Dirigentes de todo el espectro ideológico han estado ofreciendo un espectáculo obsceno ante lo que está ocurriendo en el norte de África. Amistades cultivadas por décadas con dictadores como Hosni Mubarak, o tejidas circunstancialmente con Muammar Kadafi se convirtieron de un día para otro en su contrario, y en ambos casos el sentimiento se montó bajo el signo de Israel y el petróleo.

Se intensifica todos los días el desagradable espectáculo de políticos y partidos, en México, en que todo parece definirse por amistades y enemistades, por alianzas y rivalidades, mientras lo sustantivo queda en el margen o resulta mero matiz. Todos cultivan una relación armoniosa con el capital, comparten sus obsesiones por el crecimiento económico y a fin de proteger el orden social que necesita se muestran dispuestos a poner el dedo en el gatillo de la fuerza pública… y si hace falta jalarlo.

Escoge bien a tu enemigo, porque vas a ser como él, reza un viejo dicho árabe. Si tu enemigo es un ejército, tendrás que convertirte en ejército. Un gran intelectual africano ofrece remedio a ese predicamento. Sostiene que se puede ser buen súbdito –el que se somete al orden establecido–; o mal súbdito –el que se rebela–; pero es aún mejor no ser súbdito, seguir el propio camino. En esta sabiduría tradicional puede hallarse inspiración para refutar prácticamente a Carl Schmitt y así evitar la ruta al despeñadero por la que se nos ha estado conduciendo.

En medio de riñas interminables y circos mediáticos, atrapadas en su callejón, siguen las clases políticas desgarrando el tejido social y destruyendo la naturaleza hasta socavar las bases mismas de la supervivencia. Poco a poco, empero, resistiendo la agresión inmediata de la fuerza pública lo mismo que inercias y temores, pagando a menudo precios insoportables, los pueblos aprenden rápidamente a abandonar la condición de súbdito. Y sólo de eso se trata. No es cosa de buscar salida al callejón, que no la tiene; se trata de escapar de él.