Opinión
Ver día anteriorMartes 22 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Represión en Libia e interrogantes regionales
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egún la información fragmentaria y un tanto incierta que procede de Libia, el régimen de Muammar Kadafi se resquebraja: se multiplican las protestas, los inconformes han tomado el control de Bengasi –la segunda ciudad del país–, en tanto que, fuera de él, ocurren deserciones de diplomáticos y de pilotos de aviones de combate. Sin embargo, el síntoma más claro de la extrema debilidad gubernamental es la decisión atroz de atacar a los manifestantes en Trípoli con la fuerza aérea y con artillería.

Los saldos del exceso represivo no pueden conocerse con precisión debido al férreo bloqueo impuesto por el gobierno a las telecomunicaciones, pero el hecho mismo de emplear a plenitud la maquinaria de guerra contra civiles desarmados es una muestra inequívoca de los grados de descomposición y extravío a los que ha llegado el otrora hombre fuerte de Libia.

A lo que puede verse, la sucesión de revueltas que ocurren en el mundo árabe en general y en el Magreb en particular no sólo genera una reacción en cadenas entre sociedades, sino también entre los vetustos y disfuncionales aparatos políticos: una vez derribados los gobiernos de Ben Alí, en Túnez, y de Hosni Mubarak, en Egipto, se incrementa el pánico entre los que se mantienen en el poder. La semana pasada, en Manama, la policía disparó contra los manifestantes y luego el ejército atacó con armas de fuego el cortejo fúnebre de una de las víctimas. Episodios similares han ocurrido en Bahrein, Yemen y Marruecos.

Ahora que el mundo se horroriza por los excesos represivos perpetrados por los gobiernos de esos países, es oportuno recordar que en todos los casos, y por encima de viejas discrepancias ideológicas, las armas de la represión proceden, en su mayor parte, de Estados Unidos y de Europa. Ello es un indicador de las alianzas forjadas por Occidente con regímenes amigos o enemigos –Marruecos y Libia son los casos paradigmáticos– con el propósito de asegurar sus intereses geopolíticos, su abasto de petróleo y la estabilidad en el sur del Mediterráneo y la península arábiga, incluso si tales regímenes eran ejemplos de corrupción, de cerrazón antidemocrática y de autoritarismo.

Es claro, por otra parte, que Washington y sus aliados han hecho cuanto les ha sido posible por apuntalar a los gobernantes hoy derrocados o acorralados, así fuera contra la voluntad de sus respectivos pueblos, y por obstruir y retrasar los movimientos emancipadores hoy en curso.

En estos días, desde las capitales europeas y desde la Casa Blanca se insiste en la necesidad de conducir las revueltas árabes hacia los cauces de la democracia y la estabilidad. Tal apuesta es incierta, por decir lo menos, en la medida en que los autoritarismos obstruyeron en forma sistemática el desarrollo de liderazgos y de organizaciones políticas independientes, democráticas y seculares.

Resulta temerario pronosticar, en consecuencia, el rumbo que tomarán los movimientos de protesta en esa vasta región del mundo. En todo caso, el modelo de orden mediterráneo y levantino por el que apostaron estadunidenses y europeos tras el fin de la guerra fría y las guerras neocolonialistas contra Irak parece totalmente superado por los acontecimientos.