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Revuelta en Magreb y medio oriente
El presidente libio, ¿hacia el precipio?
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El líder libio, Muammar Kadafi, fotografiado ayer por la televisora estatalFoto Reuters
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onque también el anciano, paranoico y lunático zorro de Libia –el pálido, infantil dictador de colgantes carrillos, nacido en Sirte, dueño de su propia guardia pretoriana femenil y autor del ridículo Libro Verde, quien una vez anunció que llegaría en su blanco corcel a una cumbre de los No Alineados en Belgrado– va a rodar por tierra. O ya rodó. La noche del lunes, el hombre al que vi por primera vez hace más de tres décadas, saludando con solemnidad a una falange de hombres ranas uniformados de negro que marchaban azotando con las aletas el ardiente pavimento de la plaza Verde en una noche tórrida de Trípoli, durante un desfile militar de siete horas, parecía estar de huida al fin, perseguido –como los dictadores de Túnez y El Cairo– por su propio pueblo enfurecido.

Las imágenes en YouTube y Facebook relatan la historia con un realismo granoso y opaco, la fantasía trocada en incendios y cuarteles de policía en llamas en Bengasi y Trípoli, en cadáveres y fieros hombres armados, en una mujer que se inclina pistola en mano desde la portezuela de un auto, en una multitud de estudiantes –¿serían lectores de la literatura del tirano?– haciendo pedazos una réplica en hormigón de su espantoso libro. Balas, llamas y gritos por celular, vaya epitafio para un régimen al que todos apoyamos de cuando en cuando.

Y aquí, sólo para enfocar nuestra mente en el cerebro del deseo en verdad excéntrico, va una historia verdadera. Hace apenas unos días, mientras el coronel Muammar Kadafi enfrentaba la ira de su pueblo, se reunió con un viejo conocido árabe y pasó 20 minutos de cuatro horas preguntándole si conocía un buen cirujano plástico que le levantara las mejillas. Es –¿tengo que decirlo, tratándose de este hombre?– una historia cierta. El anciano tenía mal aspecto, con la cara colgante e hinchada, sencillamente la de un magnoon (loco), un actor de comedia que entró en la tragedia en sus últimos días, desesperado por la última maquillista, la llamada final a la puerta del teatro.

En esa hora, Saif al-Islam al-Kadafi, fiel recreador de su padre, tuvo que subir por él al escenario mientras Bengasi y Trípoli ardían, y amenazar con el caos y guerra civil si los libios no volvían al redil. Olvídense del petróleo, olvídense del gas, anunció este bobalicón acaudalado. Habrá guerra civil.

Arriba de la cabeza del amado hijo en la televisión estatal, un verde Mediterráneo parecía manar de su cerebro. Todo un obituario, si se piensa en ello, para casi 42 años de gobierno de Kadafi.

No exactamente como el rey Lear cuando amenaza con hacer tales cosas, las que sean, no lo sé, pero que serán el terror de la tierra, sino más bien como otro dictador en un búnker diferente, convocando ejércitos inexistentes que lo salvaran en su capital y echando al final la culpa de su calamidad a su pueblo. Pero olvídense de Hitler: Kadafi estaba en una clase por sí solo: Mickey Mouse y profeta, Batman y Clark Gable, y Anthony Quinn en el papel de Omar Mukhtar en El león del desierto; Nerón y Mussolini (versión 1920), y al fin, inevitablemente, el más grande actor de todos: Muammar Kadafi.

Escribió un libro titulado Escape al infierno y otros cuentos –muy apropiado bajo las infortunadas circunstancias actuales–, y exigió una solución de un solo Estado al conflicto palestino-israelí, el cual sería llamado Israeltina.

Poco después echó a la mitad de los residentes palestinos de Libia y les dijo que marcharan a pie hacia su tierra perdida. Abandonó ruidosamente la Liga Árabe por considerarla irrelevante –un breve momento de cordura, hay que admitirlo– y llegó a una cumbre en El Cairo confundiendo deliberadamente la puerta de un baño con la del salón de conferencias hasta que el califa Mubarak lo condujo con una sonrisa que delataba sufrimiento.

Y si lo que atestiguamos es una verdadera revolución en Libia, pronto podremos –si los empleados de las embajadas occidentales no llegan antes a cometer un poco de pillaje serio y desesperado– escarbar en los archivos de Trípoli y leer la versión libia de lo ocurrido en Lockerbie y del bombazo en el vuelo 722 de UTA, y de las bombas en la disco de Berlín, por las cuales un montón de civiles árabes y la propia hija adoptiva de Kadafi perecieron en los ataques de venganza de Estados Unidos, en 1986; de sus suministros de armas al ERI y los asesinatos de opositores dentro y fuera del país, y del homicidio de una policía británica, de su invasión a Chad y sus tratos con magnates petroleros británicos, y (caiga la desgracia sobre todos nosotros en este punto) la verdad acerca de la grotesca deportación de Al Megrahi, el supuesto autor del bombazo en Lockerbie, demasiado enfermo para morir, quien tal vez todavía hoy podría revelar algunos secretos que el Zorro de Libia –junto con Gordon Brown y el procurador general de Escocia, porque todos son iguales en el escenario mundial de Kadafi– preferiría que no supiéramos.

Y quién sabe qué nos dirán los archivos del Libro Verde –y por favor, oh insurgentes de Libia, que su justa ira no los lleve a quemar estos invaluables documentos– acerca de la supina visita de lord Blair a este anciano repulsivo, una figura de mente trastornada cuyo gesto de estadista (palabras del viejo farsante marxista Jack Straw cuando el autor de Escape al infierno prometió entregar los materiales nucleares con los que sus científicos habían fracasado estrepitosamente en fabricar una bomba) permitió a nuestro fervoroso líder asegurar que, si no hubiéramos golpeado a los saddamitas con nuestra justificada ira por sus propias inexistentes armas de destrucción masiva, también Libia se hubiera unido al eje del mal.

Lástima, lord Blair no prestó atención al factor sorpresa de Kadafi, esa singular cualidad de pasar por hombre cuerdo mientras en secreto se cree –como el recordado Omar Suleiman en El Cairo– ser un foco eléctrico. Apenas unos días después del apretón de manos de Blair, los sauditas acusaron a Kadafi de conspirar –los detalles, por cierto, eran horriblemente convincentes– para asesinar al rey Abdulá de Arabia Saudita, aliado de Gran Bretaña. Pero, ¿por qué sorprenderse cuando el hombre más temido y hoy más escarnecido y odiado por su propio pueblo vengativo escribió, en su ya citado Escape al infierno, que la crucifixión de Cristo fue una falsedad histórica y que –aquí digo una vez más que cierto fantasmal asomo de verdad se adhiere de cuando en cuando a los delirios de Kadafi– un cuarto reich alemán se asentaba sobre Gran Bretaña y Estados Unidos? Al reflexionar sobre la muerte en esa obra trágica, se pregunta si es masculina o femenina. El líder de las Grandes Masas Populares del Pueblo Árabe Libio, sobra decirlo, se inclinaba por lo segundo.

Como en todas las historias del mundo árabe, una narrativa histórica precede a la dramática procesión de la caída de Kadafi. Durante décadas sus opositores intentaron darle muerte; se sublevaron como nacionalistas, como prisioneros en sus cámaras de tortura, como islamitas en las calles de –¡sí!– Bengasi. Y él los aplastó a todos. De hecho, esa venerable ciudad ya había alcanzado el estatus de mártir en 1979, cuando Kadafi ahorcó en público a estudiantes disidentes en la plaza principal. Ni siquiera menciono la desaparición, en 1993, del defensor de los derechos humanos Mansour al-Kikhiya cuando asistía a una conferencia en El Cairo, en la que se quejó de la ejecución de presos políticos por Kadafi. Y es importante recordar que, hace 42 años, la propia oficina británica del exterior dio su beneplácito al golpe de Kadafi contra el afeminado y corrupto rey Idriss porque, según nuestros mandarines coloniales, era mejor tener a un flamante coronel que a una reliquia del imperialismo a cargo de un Estado petrolero. De hecho, muchos mostraron casi el mismo entusiasmo por este déspota decadente cuando lord Blair llegó a Trípoli décadas después para el apretón de manos.

Y, como nos dijo un grupo libio de oposición hace años –en ese tiempo, claro, no nos interesaba esa gente–: Kadafi nos quiere hacer creer que está a la vanguardia de cualquier avance de la humanidad que haya surgido durante su vida.

Todo es cierto, aunque ahora se vea reducido a una farsa indigna de Shakespeare. Mi reino por un levantamiento facial. En esa reunión de los No Alineados en Belgrado, Kadafi llevó incluso un avión lleno de camellos para que lo abastecieran de leche fresca. Pero no se le permitió llegar en su blanco corcel. Tito se encargó de eso. Ése sí que era un dictador.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya