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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
Bitácora Bifronte 
  Ricardo Venegas 
Monólogos Compartidos 
  Francisco Torres Córdova 
El accidentado viaje 
  de Óscar Liera 
  Raúl Olvera Mijares 
John Irving, la lupa estadunidense 
  Ricardo Guzmán Wolffer 
Ver Amberes 
  Rodolfo Alonso 
El cráneo crepitante 
  de Roger Van de Velde 
La vida privada y 
  la vida pública 
  Laura García entrevista con Gustavo Faverón 
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    POETAS EN SU JU(E)GO 
    ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ 
    
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        Quizá en agosto. Letras y música de un taller,       
        Varios autores,  
		Ediciones Pentagrama/La Jornada/Estudio de Grabación, 
        Huehuecuicatl/Producciones El Aduanero, 
        México, 2010.
   
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    Como abril es el mes más cruel,  quizá en agosto podamos saber que diciembre es un alambre del que uno cuelga  otro año al saco. Me explico: que el cuarto mes sea el más terrible es ironía  atribuida a Chaucer, visto que suele  coincidir con un beneplácito meteorológico que tiene algo de lugar común  en su patria: la primavera; que el duodécimo lapso anual sea un alambre es sólo  un oscuro calembur de dudosa factura; pero Quizá en agosto se  llama el ejercicio con el que un grupo de jóvenes  poetas y cantores, miembros del taller coordinado por Ricardo Yáñez, da letra y  voz a sus afanes me(ga)lomaníacos. 
    Se trata de  dieciséis rolas que abanderan esa vieja causa, ese  antiguo ardid por el que la poesía y la  música se amistan a menudo. ¿Pero hay tal felicidad en la fusión de una  y otra, en la conveniente liason de dos artes que parecen una y la misma cosa siendo tan  distintas, y aun asumiéndose desde su origen como formas de lo mismo? Baste recordar que poesía y música surgieron juntas, llama doble de un fuego sin duda religioso.  Lírica llamaban los griegos a la poesía nacida de un sentimiento tan íntimo,  con una música tan propia, que sólo podía ser acompañada por la lira, una  suerte de arpa delicada y antigua que hacía las  veces de eco y voz, armonía y ritmo de una emoción vecina de la mística.  De ahí en adelante, poesía y música se han extraviado en sus propios sones, en  su peculiar manera de articular el silencio, que es lo que verdaderamente una y  otra quieren hacernos sentir, cuando son auténticas. 
    En el espacio de casi una treintena de siglos ha habido espléndidos instantes de comunión pero, básicamente, música y poesía han recorrido veredas distintas. No digo que los diversos y  abundantes romanceros que, en la tradición popular de numerosas lenguas han  dado lugar a canciones de alto  sentido poético, no sean muestra eficiente de un diálogo armonioso entre ambas artes. Digo más bien que, en la poesía moderna,  tan apartada como está de todo; digo que en  la música contemporánea (entendida como  tal la que reconocemos proveniente del ámbito académico) no suele haber  espacio para reuniones plenas: o se es músico o se es poeta. En la tradición culta hay una oferta amplísima de música  vocal sin duda formidable, pero casi nadie la  canta en el baño, que yo sepa; en la vertiente popular ha habido numerosos  intentos de adaptación de la música a la poesía (o viceversa) que  terminan por fracasar, salvo contadas excepciones, porque Peter Gabriel,  Leonard Cohen y, en nuestro medio, Joaquín Sabina (el mejor letrista de la  lengua) son músicos, antes que poetas. Y si bien lo que ellos hacen sí se canta  en la regadera, no es lo suyo la poesía en sí: prueba de ello es que cuando “se  le apaga” la música a esos versos (por ejemplo, en las demacradas ediciones  impresas de sus canciones), lo que queda  deja mucho que desear. La razón, me  parece, es que la poesía, la verdadera poesía, tiene su propia música, una música interna que distorsiona si se la  instrumenta: cuando ello ocurre, es como si escucháramos dos canciones al mismo  tiempo: la cosa no funciona. 
    El intento de Ricardo Yáñez y su taller es  plausible: dado que se trata de artes que,  cuando se acercan, asumen la condición y el celo natural que les es  propio, el hecho de procurar el diálogo ya es un acto valiente que espera menos  del resultado que de la aproximación misma, de la rareza, de la extrañeza que  nos produciría un acabado ejemplo de la arquitectura (digamos, un Museo  Guggenheim) en el que las pinturas que alberga aparecieran en las ventanas y domos, en fachadas y azoteas, dándole  nuevos matices al efecto estético del edificio en sí.  
    Es por ello que  se produce un placer inédito cuando la voz esdrújula  “atónito” resulta grave por mera exigencia armónica en “Giro la perilla” (pista 5) de Quizá  en agosto; reconforta  que las varias aves que vuelan por las letras de las  canciones reverberen en la delicadeza de trazo de ciertos rasgueos de la  guitarra; alienta que, a la mitad del disco, en “La fuente de la voz”, el grupo  ensaye ruidos entonados, dejando fluir sus voces en una capella colectiva que  recuerda a La Orquesta de las Nubes, a Las Voces Blancas y Buenos Aires 8, a  Rockapella y los Swinger Singers; deja lugar a la esperanza, pues, que los  poetas-cantores de Quizá en agosto perviertan nuestra idea de que un soneto o una décima no puedan andar entre notas, pues los poetas en  su ju(e)go quieren nada menos que caminar  sobre las aguas y derramarse como piedras y hacer que el frío de  diciembre se sienta igual que el calor de  abril, lo que sólo puede ocurrir, quizá, en agosto.  
    Ojalá que este disco alcance oídos más límpidos que los damnificados por  lo que la pobre oferta musical de nuestra  radio nos hace pasar por música sin el menor escrúpulo.  
    
 
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		México de  la A a la Z, 
		Jaime Labastida y Carlos Mérida, 
		Siglo XXI Editores, 
		México, 2010.
         
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Para decirlo con las palabras de Labastida, autor de los textos de este  abecedario –Mérida lo es de las ilustraciones, una por cada letra–, este es “un documento que se  refiere [...] a ciertos rasgos de nuestra nación y de los valores que la constituyen”.  Aquí caben, entre muchas otras, amor, amistad, belleza, honestidad, cariño, hazaña, responsabilidad,  trabajo, justicia, equidad... 
 
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		 Avatares  de la memoria, 
		antología poética (1979-2006),, 
		Eduardo Mosches, 
		Coordinación de Difusión Cultural, 
		Dirección de Literatura unam, 
		México, 2010. 
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Mexicanísimo  entre los argentinos que eligieron este país como  lugar de residencia, el poeta y editor Mosches presenta en este volumen una  muestra de lo que ha sido su singladura  literaria a lo largo de casi tres décadas, incluyendo fragmentos de poemarios como Susurros de la memoria (2006), Molinos de fuego (2003), Como  el mar que nos habita (1999) y Los  tiempos mezquinos (1992), entre otros. 
 
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