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Un lustro de la tragedia en Pasta de Conchos

El país está conmocionado; si no hay justicia, habrá más violencia, advierte

Altos funcionarios pretenden que Grupo México siga impune, acusa el obispo Vera
 
Periódico La Jornada
Domingo 20 de febrero de 2011, p. 3

De entre las 65 pequeñas cruces que llevan inscritos los nombres de los mineros muertos, se asoma el rostro de Tania, quien no deja de mirar al frente. Hace cinco años, cuando ella tenía 13, su papá, Jorge Bladimir Muñoz, quedó sepultado en la unidad 8 de Pasta de Conchos, junto con otros 64 mineros.

Un lustro después de la tragedia, las viudas, los huérfanos y demás deudos avanzan en una corta procesión antes de la misa que como todos los días 19 se celebra en Polanco, justo a un lado de las oficinas del Grupo Industrial Minera México.

La acusación de negligencia contra esa empresa, propiedad de Germán Larrea, se ha convertido al paso de los años en un reclamo contra lo que califican de impunidad solapada desde las más altas esferas del gobierno calderonista.

Quiero saber qué fue lo que pasó ese 19 de febrero. Me inquieto sólo de pensar que mi papá pudo haber muerto por asfixia o por hambre, y no por la explosión. Siempre he tenido la idea de que se pudo haber hecho algo. ¡Me puede mucho pensar que tal vez ellos estuvieron vivos esperando que los salvaran, y no los salvaron!, exclama Tania, con el rostro mojado por las lágrimas.

Ella sigue viendo al frente y dice que le apena que esas cosas ocurran en México. “Me da vergüenza de que el gobierno no ponga un poco de voluntad para que nos devuelvan los restos, y poder descansar el alma. En Chile se tardaron 19 días para confirmar que (los mineros) sí estaban vivos –a 700 metros de profundidad– ¡y aquí a los cinco días los declararon muertos!”

La última vez que vio a su papá fue el 18 de febrero de 2006, antes de que partiera al tercer turno, que comenzaba a las nueve de la noche. La explosión fue a las dos de la mañana del día siguiente, y los familiares se enteraron de la tragedia a través de la radio.

En las manifestaciones, ella ha tomado el lugar de su mamá, quien ya no puede venir al Distrito Federal porque trabaja para sostener la casa y, al igual que todos los deudos, tiene la certeza de que no descansará hasta que sepulten a sus muertos.

Me parece una aberración tan sólo pensar que mi papá se va a quedar ahí en la mina, exclama.

El obispo Raúl Vera, parte de la organización Familia Pasta de Conchos –integrada por familiares y organizaciones civiles–, advierte en la homilía que rescatar los restos de quienes quedaron sepultados significa rescatar la justicia y la paz para este país, que ya no soporta la impunidad inducida desde las estructuras gubernamentales, la perversión de la función pública.

El obispo da un mensaje enérgico; alza la voz, aprieta el puño y denota esa agitación propia de la impotencia contra los “funcionarios de muy alto nivel que están intentando dejar impune a Grupo México.

Aquí, en cinco días, utilizando mentiras, dijeron que ya no se podían rescatar; dijeron que el agua estaba contaminada y había peligro y no sé cuánto... ¿Qué es lo que ocultan? ¿La impunidad de haber dejado vivos a mineros, de haberlos dejado morir? Esa es nuestra gran sospecha. Por eso no quieren llegar a los restos de los mineros muertos. Esta barbarie se sigue dejando impune, expresó.

Su mensaje se escucha alto y su agitación se refleja en el rosario de madera que trae colgado de la cintura. Nuestro México está conmocionado, en una situación en donde, si no hay justicia, habrá más violencia, en la que todos estemos contra todos.

En el mismo tono se expresan otros ministros de culto que lo acompañan. Recuerdan al obispo emérito Samuel Ruiz, quien hasta su muerte fue un activo promotor de la causa Familia Pasta de Conchos.

También sobrevivientes de otras minas y pocitos toman la palabra, lo mismo el muchacho que vivió para contarla, quien fue empleado de una mina siendo menor de edad, que quien acaba de perder su empleo de 68 pesos al día en la mina Lulú, donde en el último año fallecieron cuatro obreros y, gracias a la presión de trabajadores y organizaciones civiles, el gobierno finalmente clausuró el socavón.

Mina Lulú ya estaba clausurada y nosotros no lo sabíamos, seguíamos ahí metidos. Vengo a denunciar las irregularidades de inseguridad en que se trabaja en las minas de Coahuila, pero también... (hace una pausa ante la imposibilidad de seguir hablando) también para decir que se fue mi hermano y ya no quiero que estas desgracias sigan pasando.

El mensaje de todos es prácticamente el mismo, breve o largo, con mucha o poca habilidad para hablar ante decenas de personas, y concluyen en una sola idea: que la muerte de los mineros sirva para algo en aquella zona, donde cunde el dolor y la injusticia.

Antes de la misa fueron leídas cartas de solidaridad enviadas por trabajadores chilenos, así como la del minero 33, Luis Alberto Urzúa, el último que salió, 70 días después, en el exitoso rescate de aquel país del cono sur.

Y precisamente esa lectura aquí aviva el coraje y el dolor.